Sólo se puede comprender puramente la naturaleza arquetípica del Amor desde el signo de la ausencia. Ya escribí a este respecto sobre una antigua y maravillosa historia beduina que describía cómo Laylâ y Qays, los “Romeo y Julieta” de la literatura islámica, se amaban desde su tierna infancia… Muy sucintamente, traigo al recuerdo sobre esta historia que siendo aún jóvenes, cuando Qays pidió la mano de Laylâ, ésta le fue denegada por la familia de su amada. El joven, desesperado, se retiró entonces al desierto donde le servían de compañía tan sólo las fieras y los poemas despechados que su voz enloquecida echaba sin cesar al viento. Aquí dejó de ser Qays para convertirse en Maynûn o “loco”. - Literalmente un ‘enduendado’ (en el original árabe) que se mete por las venas y se apodera del ser, como el ‘daemon’ de Sócrates o como el ‘duende’ que solía visitar a Federico García Lorca en trance poético -. Así que Qays pasó a ser “Maynûn Laylâ”, es decir, el enduendado o enloquecido por Laylâ. ‘Melibeo soy’, exclamaría Calisto siglos después en la célebre tragicomedia de Fernando de Rojas...
Advirtamos pues que el joven beduino pasa a asumir el nombre de su amada. Ha comenzado la transformación en uno de la pareja, insinuada por la usurpación del onomástico. El caso es que los padres de Laylâ la obligaron a contraer matrimonio con el pretendiente ‘adecuado’, que según la leyenda se llamaba Ward. Pero el matrimonio no se consumó y Laylâ acudió al desierto en busca de su enloquecido amante, que aún la seguía reclamando con el manantial inagotable de sus versos. Pero -¡extraordinaria sorpresa!- Maynûn ya no quería verla. Porque Laylâ, transmutada en poesía y en idea inmaterial, habitaba ya para siempre en su corazón. Su presencia física ya no era necesaria, como bien sabían todos los poetas del amor gnóstico y neoplatónico, que se tenían bien sabida la antigua lección de Lucrecio: la unión es separadora. Otro tanto intuyó aquel otro cantor de lo inefable que fue nuestro Nóbel de Literatura español Juan Ramón Jiménez:
Ante mí estás, sí,
mas me olvido de ti
pensando en ti…
El cuerpo se rinde a estas alturas porque sólo desmaterializados pueden los amantes fundirse en uno y entrar en la transparencia… La ínclita escritora catalana Clara Janés llega a transmitir en su célebre “Diván del ópalo de fuego”, poniendo en boca de un ‘enduendado’…
Apártate, amada,
no distraigas la imagen
que de ti cobijo…
En estos tiempos, apenas encontraremos a nadie que sostenga esta Cosmovisión, realmente trascendente y mística. Pero si marchamos hacia atrás en la historia (lo que supone siempre un ir hacia delante, puesto que involucionamos) nos encontraremos con el esclarecedor ejemplo de la poetisa rusa Marina Tsvietáieva (1892-1941) y el poeta alemán R. M. Rilke (1875-1926). Ambos vivían en su mundo interior, en el Weltinnenraum, en el que confluyen lo visible y lo invisible. Para Marina, la verdadera realidad es la que se lleva dentro, no la que se percibe por los sentidos. Su verdadero mundo afectivo estaba en la intimidad, y sólo en ella. La proximidad de las almas era, para Marina Tsvietáieva, más real que la fusión de los cuerpos. De ahí que - como Rilke - diera tanta importancia a la relación epistolar y que haya dejado, como el poeta, un rastro de varias miles de cartas. Para Marina, como para Rilke, el amor exige distancia, porque es la distancia la que permite ahondar en el sentimiento. “Cuando se ama a una persona se desea siempre que se vaya, para poder soñar con ella”, escribió alguna vez. “El amor vive en la palabra y muere en las acciones”, le dice a Rilke. La suprema aproximación entre dos seres es “el apretón de manos sin manos, el beso sin labios...”
Este es ni más ni menos que el amor de la imposibilidad. Sí, este es el amor de lonh, ‘amor de lejos’, creado por el célebre trovador occitano Jaufré Rudel (1113-1170). La lejanía sirve para mostrar lo imposible del amor: un amor que quiere cercanía pero que renuncia a ella y que a pesar del deseo del cerca goza con el amor de lejos. Esa paradoja amorosa, que recorre las célebres seis canciones de Rudel, fascinó a sus coetáneos y a las generaciones posteriores de trovadores, así como a los novelistas del norte de Francia, de tal modo que la discusión sobre el amor de lejos invadió el discurso sobre el amor cortés…
Quiero contar brevemente, para terminar, una bonita historia sobre este personaje. Jaufré Rudel, príncipe de Blaia, era caballero en la corte de Leonor de Aquitania y, además, trovador de éxito. Su actividad literaria se enmarca entre 1130 y 1170, integrante de la generación posterior al primer trovador conocido, Guillermo IX de Aquitania. De Jaufré se sabe que participó en la Cruzada de 1147, organizada por el rey Luis VII de Francia (a la que acudió Leonor)
Es la época naciente del Amor Cortés y de la poesía amorosa. Fue moda durante el siglo XIII la redacción de breves reseñas biográficas de los poetas que encabezaban sus cancioneros. Eran estas las vidas o razos (comentarios en los poemas con datos como el lugar de origen, dedicatoria a los protectores del poeta o la dama de sus pensamientos, a la que dedicaba la obra). Pues bien, gracias a una de estas reseñas, nace una leyenda preciosa: el amor platónico entre Jaufré y la condesa de Trípoli, Melisenda. Eran tiempos de Cruzadas, de viajeros, peregrinos y caballeros que iban y venían desde Europa a Tierra Santa. Los relatos que contaban reanimaban el espíritu de fe y de aventura que impulsaba a los más valientes a lanzarse hacia esas lejanas tierras a defender los Santos Lugares. Todo era exotismo, aventura y esplendor en oídos de los que permanecían lejos de Oriente Próximo. Jaufré escuchaba absorto las noticias y narraciones de los viajeros, y fue así como conoció la figura de Melisenda, a la que todos ensalzaban por su belleza, generosidad y demás virtudes. La pintaban tan bien, que el bueno de Jaufré se enamoró perdidamente de ella... aunque jamás la hubiera visto...
Su amor crecía a cada hora, retroalimentándose con sus fantasías. Y así, empezó a escribir por y para ella. Era su musa. Sus versos expresaban su ardiente pasión—sin nombrarla— y pronto se le hizo necesario restar los kilómetros que le separaban de su amada para ir a cantarle sus sentimientos de tú a tú. Pero... el viaje era largo y costoso, y Jaufré vivía con lo justo (lo que le ofrecían los que le escuchaban) y, además, tenía una salud precaria...
Mientras tanto, se propuso que ella supiera de él. Así que confió sus escritos a los caballeros que partían hacia Tierra Santa y les hacía prometer que los harían llegar a manos de Melisenda. Tardó años, pero logró ahorrar lo suficiente para embarcarse en su sueño: conocer a la protagonista de sus pensamientos, a aquella a la que dedicaba cada verso que escribía. Se embarcó en Marsella en una nave templaria; pero, para entonces, su salud se había deteriorado mucho. Las penurias de la travesía no ayudaron y llegó gravemente enfermo a Palestina. Aun así, arribó a Trípoli y se acercó a palacio, pidiendo audiencia con la condesa. Los guardias se rieron de él y le dieron largas. Insistió hasta que la señora supo de su presencia y le dio por fin audiencia...
Jaufré tembló de emoción ante el encuentro. Enfermo y enjuto, entró a palacio con pasos titubeantes. ¡Por fin iba a reunirse con aquella a la que amaba tanto, con la dama de la que se había enamorado de oídas! Con el corazón en la boca, entró al salón y ¡la vio! Era cien veces más bella de lo que había imaginado durante aquellos años. Se arrodilló ante ella con un nudo en la garganta, incapaz de hablar. La miraba con los ojos empañados por la emoción, adorándola. Melisenda se conmovió. Ese hombre fatigado había venido de Occidente, desafiando las olas y las penurias para decirle que la amaba. Jamás había conocido tanta fidelidad, tanta pasión. Tomó entre sus manos la cabeza del caballero y le besó. Acabado el contacto y retiradas sus manos, la cabeza de Jaufré cayó laxa sobre su falda: ¡estaba muerto!
Ante este dramático acontecimiento, ella le hizo enterrar con honores en la casa del Temple y luego se metió a monja...
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