He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

sábado, 31 de mayo de 2014

Despertar a la unidad absoluta del ser...

'ADAB' Y BELLEZA

"Su gusto por la belleza, es lo que les ha acercado a los derviches al arte, entendido éste no como un adorno del camino interior sino como una vía muy particular, sensitiva, de conocimiento. El sufí posee alma y vocación de artista. De ahí la corrección de sus maneras, la elegancia natural, casi ritualizada, de sus gestos. De ahí su adab o saber estar en cada situación como corresponde. De ahí, en fin, que sea tan importante lo que dice como la manera de decirlo, su estilo; algo que podría parecer de entrada un poco adventicio, e incluso fútil, pero que, al contrario, manifiesta un estado interior profundo y universal. Y es que lo que cautiva de los sufíes es cómo dicen lo que dicen. El suyo es el arte del despertar a la unidad absoluta del ser. El espiritual sufí, como el artista, nos invita a escrutar el envés de lo dado. El espiritual sufí, como el artista, nos revela la naturaleza intrínseca de las cosas".

[Halil BárcenaSufismo, Fragmenta, Barcelona, Barcelona, p. 151]









La belleza espiritual del Islam

EL ISLAM ESPIRITUAL

Eugenio Trías - Diario El Mundo -  


Cuando hablamos de religión tendemos a mezclar y confundir lo que debe siempre distinguirse. No es lo mismo la Inquisición española que la mística de Juan de la Cruz o de Teresa de Ávila; ni la figura política estelar de Inocencio III que el mensaje evangélico de Francisco de Asís; ni el ejercicio del poder del emperador cristiano Teodosio y los grandes textos de Agustín de Hipona; nadie confundirá jamás Pío XII con un pontífice carismático y atractivo para cualquier persona, confesional o no, como fue Juan XXIII.

Pero corremos el riesgo de que estas distinciones tan elementales, que se producen con espontaneidad en nuestro trato con la religión que nos es más próxima, se entumezcan, por ignorancia, desidia o mala fe, cuando se habla del Islam. Se tiende a aplicar entonces una distinta vara de medir, de manera que los excesos de las formas políticas recientes particularmente obscenas que pueden hacerse en su nombre hagan olvidar las más brillantes tradiciones espirituales, filosóficas, gnósticas o místicas de su larga historia




Puede suceder, por tanto, que no acertemos a diferenciar las formas más literales y agrestes de interpretar el Corán (en clave sociológica, o política) de esas modalidades espirituales de acercarse a él, tan abundantes en esa importante religión.
     
La gran paradoja del Islam consiste en lo siguiente: lo que más se le reprocha desde Occidente es, justamente, lo que menos hace justicia a sus mejores esencias. Se dice a veces, con tono frívolo y descerebrado, que los creyentes de esa religión no han traspasado la edad media. Una edad media de caricatura o comic, que es el saldo o la rebaja descerebrada de un discurso ilustrado convertido en  baratija convencional. 

Pero lamentablemente lo más dañino y nocivo del Islam de hoy no es, precisamente, lo que proviene de esa “edad media” tan denostada como escasamente conocida. Por el contrario, constituye más bien la peculiaridad de un literalismo puritano y rigorista que surge y se expande hace muy pocos siglos; en el siglo XVIII, para ser más precisos; hablo del llamado wahabismo, hoy imperante en Arabia Saudí, y que desde allí se ha propagado por todos los integrismos reales o potenciales, hasta alcanzar cuotas de locura frenética en el experimento talibán. 

Por el contrario, son muchas de las tendencias que proceden de la edad media, y que están lamentablemente bajo sospecha desde que esa desviación rigorista y literal se ha ido adueñando de muchas voluntades en el mundo islámico, las que debieran ser recreadas, pues es en ellas donde puede el Islam hallar, creo, uno de sus perennes focos de atractivo imperecedero; hablo de la gran mística del sufismo; hablo de ese Islam espiritual que desde Asín Palacios a Cruz Hernández, o desde Henry Corbin a Christian Jambet, o a Chodkiewitz, ha sido objeto de detenido estudio, traducción e interpretación. 




Se asume incluso en medios pretendidamente cultos e intelectuales que el Corán no es texto que deba ser visitado, como si de un simple código legislativo se tratase (que desde luego lo fue). En el Islam espiritual se especuló de forma bien precisa sobre la distinción entre la literalidad del texto y su sentido esotérico (o espiritual), o entre ese carácter de “profecía legisladora” del texto y su necesaria asunción, a través de la interpretación, de algunos de sus más emocionantes momentos (que abundan más de lo que cierta lectura apresurada podría suponer). 

Con emoción vuelvo a leer los pasajes hermosos en que comparece en el Corán la figura de Jesús hijo de María, donde coinciden los estudiosos en afirmar que allí confluyen tradiciones llamadas (en sentido estricto) “judeo-cristianas”, de procedencia oriental, no paulinas, unido a tradiciones cercanas a los evangelios gnósticos de infancia. El Jesús del Corán, antecedente último de Mahoma en la transmisión profética, presagia la figura del “señor de la resurrección” de los últimos días. Ese “amigo de Dios”, al igual que el profeta antediluviano Enoch, “andaba con Dios”, fue ascendido a sus moradas celestiales, y aunque fue perseguido por las intrigas de sus compatriotas quedó a salvo en razón de esa predilección divina; no se dice que fuese muerto y sepultado; era el señor de la vida; el profeta vitalista capaz de conceder vida a los muertos;  de niño hacía figuras de barro que al soplar sobre ellas las convertía en pajarillos que volaban por los aires.




He aquí uno de los más hermosos textos que la inspiración lírica y mística ha producido:

“Dios es la luz de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara. La lámpara está dentro de un cristal. El cristal es como si fuera un astro resplandeciente. Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que ni es oriental ni occidental, cuyo aceite casi reluce aunque el fuego no lo ha tocado. Luz sobre luz. Dios guía su luz hacia quien Él quiere, Dios expone parábolas a los hombres, y Él es el Conocedor de todas las cosas”.
      
¿Quién ha escrito este hermosísimo texto, en el que, en línea neoplatónica, se sugiere una propagación de figuras luminosas, o iluminadas, la hornacina, la candileja, el cristal rutilante? Todo ello alumbrado, sin roce, por un enigmático árbol, Árbol de la Vida, un olivo “que casi reluce aunque el fuego no le ha tocado”





Sobre ese texto se centrará la gran meditación platónica, aristotélica y neoplatónica que, procedente de fuentes siríacas, alimentará una de las más grandes filosofías de toda la historia: Ibn Sina, o Avicena; Ibn Rusd, o Averroes, Al-Gazzali, o Algazel, por citar a los más conocidos. Éste último es, por cierto, una figura incomprendida por ciertas tradiciones que siempre se abrevan del clásico estudio decimonónico de Ernest Renan sobre Averroes. Pero sobre todo en ese texto se apoyará la tradición del sufismo, que tiene en Ibn Arabí su figura más grande; y lo mismo otras tradiciones (especialmente iranís) en las que chiísmo y sufismo se entrecruzan; y que llegan a siglos más cercanos (como a través de Molla Sadra, en pleno renacimiento safaví, en el siglo XVI). 
      
Ese texto citado pertenece al Corán. Constituye parte de su célebre “aleya de la Luz”. Y es que el Corán se halla mucho más impregnado de tradiciones a la vez proféticas, sapienciales y de raíz helenístico de lo que podemos imaginarnos. Está mucho más impregnado de platonismo y neoplatonismo de lo que quisiéramos reconocer quienes ignoramos hasta qué punto esas tradiciones no son exclusivamente europeas. O no son patrimonio exclusivo “occidental”. Llegan al Islam. La sombra de Platón y de Plotino es alargada.




Se habla de un modo tópico y convencional de la decadencia del Islam tras la invasión mogol, o después de Averroes, en el canónico sentido trazado por Ernest Renan en el pasado siglo en un estudio célebre (pero hoy en muchos aspectos anticuado); toda la investigación islámica reciente se esfuerza en corregir ese corte drástico a favor de una percepción más compleja, que incluye muchas formas vivas de espiritualidad que se prolongan con relación al momento en que ciertos aspectos de la filosofía islámica son acogidos por la escolástica cristiana. Lo malos es que no nos libramos de concebir siempre esas tradiciones de manera instrumental; tienen valor sólo en razón del uso que de ellas pudo hacerse en el occidente cristiano (por parte de Tomás de Aquino, por ejemplo). Sucede lo mismo en el terreno del arte.

Se olvida, por ejemplo, cuando se habla de dicha decadencia, que suele datarse por lo general en el siglo XIII, nada menos que el gran Imperio Mogol del norte de la India, que surge en pleno renacimiento, por referirnos a nuestro calendario histórico occidental; allí se desarrolla, sobre todo desde el siglo XVII, una de las formas arquitectónicas más extraordinarias de toda la historia de la construcción (siendo el Taj Mahal, simplemente, la perla de esa corona; pero desde luego no la única). 




O se olvida que el Islam mantuvo, y mantiene, vivas sus tradiciones místicas y sapienciales, o gnósticas. Y así ha sido hasta hoy, o al menos hasta que esa secta literalista y rigorista, el wahabismo, se fue enseñoreando del inequívoco resurgimiento de una cultura postrada por el colonialismo, por el fracaso del experimento nacionalista o socialista, o por el fracaso también, en parte, de una occidentalización unilateral. Ese infortunado triunfo de la vertiente más reaccionaria del Islam moderno se ha dedicado, desde su hegemonía reciente, a omitir y silenciar, o a prohibir, lo más brillante de ese Islam espiritual.

Pero el Islam no tiene que buscar muy lejos la fuente de su renovación; basta con que reavive las mejores tradiciones de su espiritualidad, librándose de la estrecha horma que el wahabismo le ha impuesto; en esas tradiciones puede encontrar formas extraordinarias en que prevalece el Dios del Amor (o de la Misericordia) sobre ese Dios terrible en que cierta caricatura del Islam parece a veces deleitarse en los últimos tiempos.
     
Espigando el propio Corán pueden hallarse, si se sabe leer y subrayar lo que merece ser leído y subrayado, todo aquello imperecedero del texto que puede proporcionar remansos de inspiración y reflexión, hoy como ayer, a quien vive en el marco de esa religión; y a todo aquél que posee suficiente sensibilidad para dejarse impregnar de los mejores contenidos que encierran siempre los “libros sagrados”. 




No hace falta mucha imaginación para contextualizar en el Corán los pasajes que son propios de la legislación de la época, y los que, por todas partes, permiten enriquecer un legado de espiritualidad y de posible mística que el Islam, lo mismo que el judaísmo o el cristianismo, supo generar, quizás con el fin de amortiguar su rigorismo monoteísta (como también sucedió con la gnosis kabalista, tan estupendamente estudiada por Gershom Scholem, el amigo de Walter Benjamín, en relación al también rigorista monoteísmo talmúdico de las tradiciones judías).
     
El Islam necesita su tempo. Desde Einstein sabemos que la contemporaneidad es un concepto físico falaz; no son los mismos los relojes ni las varas de medir que rigen aquí en la tierra, en la estrella Sirio, o en una convulsión infernal cuasi-estelar; mucho más debiera asumirse ese principio de relatividad generalizada en el ámbito, más complejo, de los eventos históricos y culturales. Si es cierto, como dice Huntington, en uno de los pasajes más brillantes de su texto, que la revolución iraní recuerda  la teocracia rigorista implantada por el consorcio sacerdotal calvinista en la ciudad de Ginebra, también debiéramos saber que países como Irán, que han podido efectuar esa peculiar modalidad revolucionaria “islámica” (en versión chiíta duodecimal), se hallan ya sumidos en un proceso imparable e irreversible de cambio. Irán ha sido siempre una de las grandes canteras de la renovación espiritual del Islam.




Algún día los pueblos islámicos despertarán de ese mal sueño patriarcalista y falócrata que tanto les perjudica. Mahoma siempre anduvo rodeado de grandes mujeres, su viuda protectora, su hija Fátima, y tantas más. Ciertos pasajes del Corán, perfectamente comprensibles en el contexto histórico en que surgieron, si se saben leer con sensibilidad histórica, no entumecen los pasajes perennes que el texto puede sugerir a una lectura atenta. El Corán, como todos los textos sagrados, no puede leerse literalmente, sino siempre con respeto, empatía y distancia.

Y no vale decir: “aunque ese texto sea el Libro Santo revelado por Dios”; aquí, como siempre, rige la norma de Proust: les quoiques sont parce que inconnues. ¡Precisamente porque es Libro revelado por Dios (o tenido por tal por la fe islámica) debe leerse siempre espiritualmente! Sólo así la letra resplandecerá en su brillo verdadero.



 





viernes, 30 de mayo de 2014

Al Andalus evoca una manera de vivir, refinada, libre, pacífica, tolerante... que debemos recuperar

Después de mostrar, en este blog, y recientemente, la Poesía y el Lirismo inscritos en cada línea de 'Respiramos, Confiamos y Fluimos...', donde el Espíritu vuela muy libre y muy alto, advirtiendo después -en el post titulado 'El Amor nos hace verdaderamente libres' - de lo que se encuentra en las antípodas, esto es, aquellos fundamentalismos e ideologías esclerotizadas que nos roban la libertad, el amor y la vida, presento hoy un artículo extraordinario de Mª Dolores F.-Fígares titulado 'El mito de al Andalus'. 




¡Qué necesidad tenemos de recuperar, desde los parámetros de nuestro tiempo, ese espíritu! Estamos a años luz, no tenemos nada que ver, absolutamente nada, los que defendemos y postulamos ese espíritu de convivencia y de diálogo con todos los elementos espúreos y repugnantes que pululan en nuestra época. Dan náuseas los fundamentalismos, los talibanismos, los wahabbismos, los salafismos, los fanatismos integristas que pululan por el Sahel, por Nigeria, por Somalia, por Pakistán... y por tantos otros países en los cuales colectivos amplios de población viven en un clima constante de odio y de violencia, desdibujando y traicionando de manera flagrante el espíritu genuino, tolerante y pacífico del Islam, que sin embargo sí se manifestó en toda su plenitud y su belleza en la maravillosa y extraordinaria civilización andalusí. 





Una civilización que puede resurgir dentro de uno mismo primero para luego extenderse a otros espacios, a otras personas, a otros lugares, de manera incluso atemporal. Así lo entendieron y lo vivieron, entre otros muchos grandes espíritus de este tiempo reciente, los 'conversos' Martin Lings, René Guénon, Titus Burckhardt, Frithjof Schuon, Muhammad Asad, Roger Garaudy, Blas Infante, Sir Richard Francis Burton, Maurice Béjart, Abu Omar Yabir al Garnati, Mansur Escudero.... Recuperemos esa manera de vivir que, como dice la autora de este artículo, era refinada, libre, pacífica, tolerante, y que propiciaba el diálogo entre las religiones, el respeto y la moderación...





El mito de al Andalus

Mª Dolores F.-Fígares - Ideal - 21 de mayo de 2014

Hemos vivido estos días pasados muchas presentaciones de libros, arropadas por lo que supone de promoción la Feria del Libro, como acontecimiento cultural, que no comercial, a juzgar por las magras cifras de ventas que libreros y editoriales han podido extraer de la intensa semana.

Entre las numerosas citas, tuve la suerte de asistir a la presentación de 'El mito de al Andalus', una nueva propuesta para el debate y la reflexión del profesor González Alcantud, editada por Almuzara. Una joya que va a perdurar durante mucho tiempo, pues será difícil que alguien pueda añadir algo más a los argumentos, a los datos, a las proposiciones que plantea uno de nuestros intelectuales más brillantes, original en sus puntos de vista, audaz en sus perspectivas, siempre estimulando el diálogo y la reflexión.




No puedo, ni pretendo, resumir en tan corto espacio el denso y a la vez ágil contenido de esta obra, fundamental para comprender uno de los más potentes sedimentos de nuestra historia, en forma de mito, como relato que alimenta el imaginario de los andaluces desde hace siglos, mil veces negado y mil veces reconocido, lo cual demuestra su vitalidad.

Al Andalus evoca una manera de vivir, refinada, libre, pacífica, tolerante, que propicia el diálogo entre las religiones, el respeto y la moderación, un mundo abierto y cerrado al mismo tiempo, como un crisol donde se funden y se mezclan las herencias del pasado. Sus frutos son espléndidos y aún los disfrutamos y aprovechamos, pues han quedado fijados en muchas costumbres, en una cierta manera de estar en el mundo. Hubo un tiempo en que aquí se investigaba, había ciencia, literatura, se cultivaba el arte de vivir, mientras en muchos países europeos no sabían ni escribir, ni tenían alfabeto siquiera.




Se trata de "un mito bueno", dice José Antonio González Alcantud pues, y son sus palabras, "los mitos no son verdaderos ni falsos. Nos consuelan y nos ayudan a pensar el tiempo con sus conflictos y quietudes. No tienen una moral preestablecida, pero pueden orientar el pensamiento y la acción hacia el bien o hacia el mal".

En el caso del mito de al Andalus, de nuestra tierra, pensarla como un espacio de convivencia entre culturas, de encuentro entre seres humanos diversos y capaces de dialogar, de cierto refinamiento cuidado del paisaje, sensibilidad estética y muchas otras características, nos hace bien. Nos presenta sentimientos de adhesión a esos principios que nos hicieron grandes y respetables y que siguen vigentes hoy día. No está mal que orientemos el pensamiento y la acción hacia ese ideal cultural tan necesario en una época sin ideales.









jueves, 29 de mayo de 2014

La Iglesia de los Obispos Notarios

Jesús anunció el reino y lo que vino fue la iglesia” (Alfred Loisy).

No la iglesia, sino el reino de Dios, es el último fin del plan divino de salvación y la figura consumada de la salvación para el mundo entero. (Rudolf Schnackenburg).

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Inmatriculaciones

POR JOXE ARREGI - Domingo, 25 de Mayo de 2014 -  
 
Ni siquiera sabía lo que significa inmatricular, pero la Iglesia católica me lo ha enseñado en los últimos años. Significa registrar por primera vez algún bien en el registro de propiedad, y es lo que han hecho y siguen haciendo muchos obispos -el arzobispo de Pamplona a la cabeza-, al amparo de una ley franquista de 1946 ampliada con una cláusula introducida ad hoc por un Gobierno de Aznar en 1998.

Es muy fácil: basta que un obispo cualquiera acuda al registro de propiedad -con mucho sigilo, eso sí- y declare: "Esta catedral y esas iglesias, este palacio y aquellas casas curales con sus fincas, y aquel cementerio e incluso el frontón… declaro que todo eso es propiedad de la Iglesia". Y no hay más que decir. Y el registrador lo registrará. Y si algún colectivo de la ciudad o del pueblo, enterado del fraude eclesiástico, fuera a reclamar la propiedad inmatriculada, le dirán: "Lo inscrito inscrito está", como dijo Pilato. Y no les quedará más que recurrir a los tribunales, pero no lo tendrán fácil, pues la ley es la ley, aunque venga de Franco.




He ahí nuestra Iglesia, la que predica a Jesús. Pero ¿puede una Iglesia que inmatricula ser Iglesia de Jesús? Siento decirlo, pero lo digo rotundamente: Jesús no la reconocería como suya ni se reconocería en ella. Una Iglesia que se apropia de todo lo que usa o usó en el pasado no es Iglesia de Jesús, que dijo: "No llevéis oro, ni plata ni dinero en el bolsillo; ni zurrón para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni cayado".





Una Iglesia que se adueña de lo que algún rey le donó -¿quién era el rey para donárselo?- o de lo que el pueblo entero construyó cuando todo el pueblo era cristiano, de buena o de mala gana; una Iglesia que se apropia de los bienes de los pobres para especular con ellos o vendérselos a algún especulador no es Iglesia de Jesús, que expulsó a los mercaderes del templo y que dijo: "Gratis lo recibisteis, dadlo gratis".

Una Iglesia que se apodera de las casas y bienes que la hospitalidad de la gente le cedió en otros tiempos no puede ser Iglesia de Jesús, que dijo: "Cuando lleguéis a un pueblo o aldea, buscad a alguien digno de confianza y quedaos en su casa hasta que marchéis". Lo que es muy distinto de "Quedaos con sus casas cuando os marchéis…", como vemos que sucede hoy.

Una Iglesia que se incauta de mezquitas convertidas en catedrales -azares de la historia- y pretende que sea solamente suyo lo que ha sido y debiera ser de todas las religiones, más aun, de toda la sociedad, no puede ser Iglesia de Jesús, que dijo: "Ha llegado la hora en que no se adore a Dios en templos, sino en espíritu y en verdad".




Una Iglesia que litiga en los tribunales, hasta el Tribunal Constitucional, por bienes inmuebles ajenos -y aunque fueran propios- no es Iglesia de Jesús, que dijo: "Al que quiere pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto".

Una Iglesia incapaz de reconocer o de aceptar que el mundo ha cambiado, que la sociedad ya no es cristiana, una Iglesia que sigue valiéndose de leyes y privilegios confesionales, una Iglesia aliada con el poder y el dinero, una Iglesia que resulta ser la mayor propietaria particular de bienes inmuebles de todo el Estado… no es Iglesia de Jesús, el profeta galileo marginado e itinerante, carismático y revolucionario, que vivió sin casa y sin bienes y dijo: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza".





Una Iglesia que se instala en palacios, que busca privilegios, que se apropia de iglesias e inmatricula bienes que fueron de todos no es Iglesia de Jesús, pues envió a sus discípulas y discípulas a promover la liberación y a curar, a nada más. Jesús no fundó ninguna Iglesia, pero solo una Iglesia itinerante, siempre en camino, una Iglesia sanadora, una Iglesia desapropiada, una Iglesia desinstalada de edificios de piedra, doctrinas, ritos y normas, puede ser Iglesia de Jesús.

En nombre de Jesús y de su Buena Noticia, tan buena también para hoy, pedimos, pues, a la Iglesia que se desprenda de tanta posesión, piedra y letra, y sea testigo humilde del único tesoro, de la perla preciosa: la Salud, la Gracia, la Vida.

El autor es teólogo

 






martes, 27 de mayo de 2014

Solo el Amor nos hace verdaderamente libres

El pasado 19 de febrero publiqué en este blog un artículo magnífico de Javier Salaberria titulado 'El Ronin Sufi'. Ahora vuelvo con mucho gusto a editar otro magnífico artículo de este autor. Dignas son de meditar, como siempre, sus sabias palabras...






El silencio del agua

Javier Salaberria - Lunes, 5 de mayo de 2014

Una de las mayores catástrofes humanitarias de la historia del siglo XX fue la provocada por la artificial partición del Indostán, herencia póstuma del colonialismo europeo. Del desmoronamiento del Raj Británico nacen primero la India y Pakistán (1947) y posteriormente Sri Lanka y Birmania (1948) así como Bangladesh (independizado de Pakistán en 1971).

Con este mar de fondo la realizadora pakistaní Sabiha Sumar decidió abordar, en un documental, la tragedia humana que supuso para decenas de miles de familias -especialmente para sus mujeres- la ruptura de la convivencia intercultural y religiosa característica del Indostán tradicional. Sin embargo, nadie quería hablar de lo sucedido. El dolor, más de 50 años después, seguía vivo y las heridas no habían cicatrizado aún. De ese modo tuvo la necesidad de afrontar la historia a través de una película de ficción basada en hechos reales, un drama que tituló “Silent Waters” y que en España se estrenó en 2005 bajo el nombre de “El silencio del agua”.





La historia comienza en 1979 cuando Pakistán se empieza a introducir en la vía del islamismo después del golpe de estado del general Muhammad Zia-ul-Haq,  que hizo condenar a muerte por ahorcamiento al antiguo Primer Ministro Zulfikar Ali Bhutto (padre de la posterior primera ministra Benazir Bhutto). El film plantea temas que aún están desgraciadamente de rabiosa actualidad en aquel lugar del mundo. Sin embargo, lo que se destila de esta extraordinaria historia es algo universal que escapa a un tiempo y a un espacio concreto y que bien podría describir situaciones muy cercanas e igualmente dolorosas para nosotros.

El bisturí clarividente de Sabiha Sumar sabe diseccionar el alma humana en sus contradicciones más profundas y desgarradoras. Dos formas de entender la existencia que chocan con consecuencias terriblemente dramáticas.





Por un lado, los que entienden la vida como un misterio de difícil comprensión, el agua de un río que fluye y al que hay que entregarse sin demasiadas pretensiones y con la única guía del amor. Un amor que puede ser tan poderoso e incondicional como el de una madre viuda hacia su único hijo. O, simplemente, el amor al prójimo, aunque sea de otra cultura, religión o ideología, porque, en palabras de un protagonista, “comprendo su dolor”. Ello provoca una empatía y una tolerancia que favorece la convivencia. “Yo también rezo, pero pienso”, decía su protagonista ante el discurso intolerante de su hijo islamista. “Ese Islam que tú tienes: ¿Te ha enseñado a mentir a una madre?... Si tan noble es tu causa; ¿Por qué la ocultas?”.

Frente a ese saboreo desinteresado de la existencia, se construye, ladrillo a ladrillo, el muro de lo ideológico, que no es otra cosa que la idealización del mundo y de las personas. Algo que nos lleva necesariamente a cambiar la realidad -con sus limitaciones y aparentes contradicciones- por una falsedad lógica y aparentemente coherente. Surgen entonces personajes constreñidos en una sicología inflexible, antinatural y fundamentalista. La rigidez necesariamente conduce a la violencia y ésta, al drama. Una violencia que deshumaniza cualquier principio, religión, filosofía o idea. Un dogmatismo cuyo principio básico es “el fin justifica los medios” y que indefectiblemente lleva a la aniquilación física del adversario, del sospechoso, del diferente. Pero que también lleva a la negación de la propia identidad, de los propios sentimientos y a su alienación por otra completamente artificial y prefabricada.





“Casarse por amor no forma parte de nuestras tradiciones”, decía lapidario un islamista a su prosélito. En realidad, la negación del amor va más allá. El amor es la gran debilidad que amenaza el estructuralismo ideológico, porque lo hace vulnerable. Sin embargo, es la columna vertebral de la humanidad, de los lazos entre el individuo, la colectividad y la trascendencia.





La transformación de un joven alegre, devotísimo de su madre, enamorado de una chica de la que guarda un retrato bajo la almohada y a la que seduce tocando la flauta, en un fanático religioso, manipulador, triste, gris y violento, que quiere “ser alguien” en esta vida y transformar su país por patriotismo, que dice servir a un Dios a la medida de sus propias ambiciones, que reniega del amor, de su madre, de sus vecinos y de su propia identidad;  no es sólo la historia actual de Pakistán y de la India, es la historia del mundo pasado y presente. Y la historia reciente de nuestro propio país.