He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

viernes, 31 de enero de 2014

Genial e insuperable. Hugo Mujica nos Revela lo que es la Obra de Arte

LA OBRA DE ARTE

Habla.
Pero no separes el no del sí.
Da a tu sentencia también este sentido:
dale la sombra. Paul Celan


I


Ya nos hemos situado, como mortales, en el lugar donde nos ubica Heidegger,"morando en aquello en que los mortales están: en las cosas". Cosas que lejos de aplanarse en la nivelación de la planificación de los objetos, en cierta forma, se jerarquizan y, en esta jerarquía, hay una que nuestro pensador privilegia como la cosa más originaria: la obra de arte; la cosa entre las cosas que según él está preñada de un destino profético, un destino revelador.

"El arte es objeto de contemplación y no de necesidad", formulaba, sintetizando la tradición, la alta escolástica. Contemplación que se corresponde con el "gozo desinteresado" kantiano, con "el placer desprovisto de todo interés". Gozo ínsito a lo contemplado y no a su utilización o gratificación posterior. Inserto en este ideario estético -y a la vez, deslindándose de cuanto de subjetividad pueda tener esa concepción- estética-, Heidegger señala que la obra de arte es "sin para qué", que la obra "no tiende a nada" y es en sí misma "presencia autosuficiente". Presencia que no extrae su valor, su ser, de nada anterior o ulterior a ella misma, ni de ella, ni de ser experimentada, "vivenciada" y valorizada, por su posible espectador. Es por esto que, para la voluntad de dominio, la obra de arte es lo no-útil, lo inútil.

Inutilidad del arte gracias a la cual se sustrae a la manipulación utilitaria, gracias a la cual mantiene su valor. Inutilidad que es el nombre vulgar y profano dado a su gratuidad.

Para apreciar más nítidamente sus rasgos de gratuidad, debemos emplazar la obra de arte ante el horizonte mismo del que ella se sustrae, el horizonte de la utilización sobre el que todo es a priori captado. Verla como lo "abierto" y "aclarado", en medio de la infatigable noche del materialismo y su pragmatismo; materialismo que, según Heidegger, riñe con toda posibilidad de gratuidad, o, en última instancia, de gozo de lo inútil, de lo que no entra en la producción, de lo recibido como donación:

La esencia del materialismo no consiste en la aseveración de que todo es mera materia, sino más bien en una determinación metafísica según la cual todos los entes aparecen como material de trabajo… la tierra y su atmósfera se convierten en materias primas. El hombre se convierte en material humano uncido a las metas propuestas.

A este primer rasgo, el de la gratuidad de la obra de arte, debemos agregar ahora otra particularidad, su unidad. La unidad del combate tan mítico como arcaico: "la lucha entre la tierra y el mundo", combate unificante, cuya unidad se revela, revela ser, la misma obra:

En la lucha se conquista la unidad del mundo y la tierra y, ambas, permanecen juntas en la unidad de la obra de arte.

En el combate esencial, los elementos en lucha se elevan mutuamente en la autoafirmación de su esencia.

La obra de arte es el escenario y resultado de esa lucha, es su unidad y, simultáneamente, es la escisión de los luchadores, del conflicto entre los litigantes. En esa escisión -como en tantos otros contextos en el entre o en la diferencia- la obra se establece como "unidad" y en esa unidad se mantiene, se custodia, el "conflicto". Conflicto y cisura que es apertura para el surgimiento y manifestación de la obra en su dinámica unidad, en su inagotable revelación.

La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no muere de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tiene nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno.

Arena y resultante de este combate, la obra de arte pone en equilibrio la lucha incesante de dos elementos irreconciliables: el mundo del hombre, que, aún sin caer en un craso racionalismo, busca iluminar la realidad, y la opacidad de esta realidad en su densidad de tierra -madre y tumba- que se esfuerza por reabsorber todo en su insondable noche oscura.

El mundo y la tierra se desgarran mutuamente y ese desgarro, ese combate, se abre obra de arte. Porque no hay luz sin sombras ni sombras sin luz, no hay inteligibilidad del mundo que no arraigue en lo ininteligible de la tierra: no hay manifestación sin ocultación. No hay armonía, no hay reposo sin combate.

El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la tierra… Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma.


II


Como riñas entre amantes –escribe Hölderlin- son las disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconciliación y todo lo que se separa vuelve a encontrarse. Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo es una única, eterna y ardiente vida.

Observemos ahora más cercanamente a los luchadores, a la "riña entre amantes" de la tierra y el mundo, de lo óntico y lo ontológico. O, para nombrarlos al modo nietzscheano, a Dioniso -"ese misterioso fondo de nuestro ser cuya manifestación somos nosotros"- y Apolo -"la divinización del principium individuationis, que a su vez nos sale al encuentro, que es el único en el cual se cumple la eternamente alcanzada meta de la unidad primitiva, su redención por la apariencia"-, definiéndolos, pero no separándolos, con las exactas palabras con que lo hace Nietzsche.

En un polo, distinguible pero indivisible -como toda la realidad-, encontramos la tierra. Tierra que especifica y presentifica el aspecto de materialidad de la obra, su opacidad y ocultamiento. Opacidad que lejos de plegarse en sí muestra su esencia en su dar a luz e, indesentrañable, se oculta en su permanecer y arraigar.

De ella, la tierra, nos dice Heidegger:

Aquello hacia donde la obra de arte se retira y eso que hace emerger en esa retirada es lo que llamamos tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra.

A través de este aspecto de raíz, de su raigambre nocturna -que para un observador superficial parecería la negación de toda expresividad- la tierra se muestra como lo imponderable e inagotable de la obra de arte. Como el enclave en que se custodia el sentido que no agotará ninguna significación, que ningún mundo terminará de iluminar, que en ningún mundo se aclarará finalmente su oscuridad. Opacidad, carnadura y espesor al fin, riqueza de lo imponderable, que abre nuevos mundos; mundos a explicar siempre ulteriormente pero nunca definitivamente. Juegos de luz y sombra, matices y escalas, en cuyo claroscuro los mundos históricos se encienden o se apagan, y la aventura humana comienza una y otra vez.

Mientras el mundo es el tejido de significaciones, entramadas y desplegadas en la obra de arte, reunidas epocalmente en su unidad, la tierra es el núcleo que se propone siempre a nuevas lecturas que abren mundos alternativos, campos de posibles, para cada época de este mundo

Podríamos vislumbrar la mutua relación diciendo que el mundo es el flujo de la manifestación mientras la tierra es el reflujo de la ocultación; flujo y reflujo en cuyo movimiento, en cuyo vórtice, se realiza la unidad de la obra. Así, la tierra, que se cierra en su profundidad sin fondo, pertenece al mundo como su misma y recíproca manifestación que abre y aclara.

La obra, obra de arte, echa sus raíces en la tierra, en la tierra que pulsa por manifestar, por iluminar. La obra lo hace porque para ser ella tiene necesidad de la materia, de la resistencia de la piedra, la dureza del hierro, la ductilidad de la arcilla, el esplendor de los colores, la trémula transparencia en la que vibra la música, la verbalidad de las palabras o, necesita incluso, de la desnudez del vacío que arropa y ordena la arquitectura. Estos no son simples materiales de trabajo, materia utilizable o descartable, materiales de los que pudiéramos ser capaces de adueñarnos y agotarlos en nuestra utilización, de disecarlos según nuestra necesidad. No podemos, podríamos decir, sino pedirlos prestados a la tierra, tomarlos para conducirlos, no arrancarlos para servirnos de ellos.

El esplendor de los colores o la opacidad de la piedra, se muestra en la obra en cuanto no los busquemos utilizar, sino, diríamos, mientras los dejemos aparecer. Arrancada del templo en la que se incrusta, la piedra vuelve a caer en lo pétreo, en la oscuridad, en la mudez... en la espera. Ciertamente podemos medirla y pesarla, pero sólo obtendremos una cifra, nunca más nos dará la emoción de verla arquearse bajo el peso de la bóveda que sostiene, arquearse para curvar un espacio, para remedar al cielo. El color que brilla en un cuadro se desvanece ante el análisis físico, las palabras que nos abren mundos de resonancia enmudecen cuando las reducimos a objetos de un estudio lingüístico, cuando encerramos sus resonancias y sus ecos en la estructura gramatical, en la estrechez de los códigos.

Estas cualidades, este, su misterio, no se susurra sino en cuanto permanece racionalmente incomprendido, inviolado por la razón. La obra de arte, como el hombre, como un dios o como todo arcano, no busca ser explicada, busca ser soportada como imponderabilidad última: ser respetada como misterio. Custodiada como lo que es.

La relación propia con lo extraño no es la persecución de algo, sino el dejarlo reposar como reconocimiento de la ocultación…

Quizá hay modos de la ocultación que no sólo preservan, conservan y se sustraen así en un cierto sentido, sino que más bien confieren y otorgan, de un único modo, lo que es esencial.

La tierra no se abre sino cuando su secreto está protegido, se abre desde allí, desde donde un margen de ocultación queda salvaguardado, permanece respetado. Sólo la obra de arte realiza esta mostración, esta develación que no es violación; mostración que no busca demostrar ningún argumento: busca mundo donde mostrarse. El mundo que se integra a esa tierra, a lo que ella tiene de oculto, reconociéndose como suyo. Reconociendo en la tierra y en esa tierra su fundamento abismal, oculto y nocturno, pero esencial e iluminante.

No hay obra de arte que no pertenezca a la tierra, no hay obra de arte que no sea, en lo abierto, testigo histórico de esa misma tierra.


III


En otra de sus innumerables facetas, en una de sus más radicales, la obra de arte se manifiesta como aquella cosa que, lejos de confinarse a la región de lo ya abierto del mundo, abre, ella misma -abre instaurándola- una apertura en lo ya abierto: dilata lo abierto, libera apertura. Si la obra de arte tiene un alcance ontológico, si posee la capacidad de hacer manifiesto al Ser, lo deja llegar a la presencia, ello significa que abre épocas: abre e instaura una expansión de sentido en lo ya significado del mundo.

Esta expansión de sentido es, a la vez y consecuentemente, el carácter crítico de la obra de arte: la puesta en crisis de todo mundo cerrado y sistematizado, de toda ilusión de clausura, de toda defensiva contra la alteridad. La puesta en crisis del mundo desde el cual la observamos, el mundo en el cual la novedad de la obra, su sentido y orden de significados, no se inserta plácidamente, sino que, entrando en él, lo pone en cuestión. Lo hace estallar desde dentro, lo estalla expandiéndolo. Abriéndolo. Volviéndonos a interrogar.

La experiencia contemplativa de la obra de arte, en cuanto que encuentro con un mundo completamente distinto, original y originante, no se ciñe a modificar o articular de otro modo el mundo al que pertenecemos, el mundo en el que acaeció su evento instituyente. Se limita, simple y radicalmente, a rechazarlo en su totalidad, no dejándose insertar en él, no dejando ser inventariada y fagocitada por él. Acomodarse imperturbablemente a él sería seguir moviéndose en el interior de una determinada apertura histórica sin ponerla en tela de juicio, sino sólo desarrollándola, modificándola, creando nuevas combinatorias, es decir, siendo meramente un adorno más u otro ornamentando en su interior.

Encontrarse con una obra de arte, acogerla como tal, tampoco podrá significar contemplar estéticamente su perfecta adecuación consigo misma, su perfección circular, su en-sí clausurado, ni el placer que se deriva de su contemplación será, como nos ha habituado nuestra tradición occidental, complacerse en la quietud del reposo alcanzado, de la experiencia acabada. En la perspectiva crítica de la obra de arte -la del evento instituyente que instituye un mundo cuestionando al mundo- esta tradición consoladora de la obra es rechazada por su estrechez: la de caber en sí, la de cerrarse. La perfección o logro de la obra, se consigue en la medida en que esta, lejos de proporcionarnos un lugar de reposo y quietud, es capaz de estimular un movimiento, una irradiación, una transvaloración. Esta es su fuerza instituyente y originante. Esta la consecuencia de toda nueva manifestación del Ser, de toda dispensación suya que rebasa a todo ente, toda cosa y, en su mayor altura, toda obra de arte. Valorar una obra de arte significa, en definitiva, medir, como diría Kandinsky, "su alcance profético": su capacidad de hacer presente un mundo, de sacarnos de nuestro propio mundo. Sacarnos dándonos un nuevo espacio, dándonos el habitar en el mundo de sentido que ella ha fundado.

En la obra y por ella, acaece no sólo un cambio en el interior del mundo, un cambio en los entes intramundanos, un cambio óntico, sino que, al modificar la apertura de lo ya abierto, al dilatarla y aquilatarla, acoge, instaura acogiendo, la posibilidad misma de la manifestación del Ser en su dispensación y su reserva. Manifestación que realiza una creación no ya en lo óntico sino en lo ontológico: en el Ser aconteciendo mundo, en el mundo abriéndose Cuaternidad.

La obra de arte auténtica es, ella misma, la epifanía de un mundo aclarado por ella y en ella preservado, o, para decirlo con las bellas palabras que Heidegger escribe en homenaje al poeta Johan Peter Hebel:

El poeta concentra el mundo en una palabra, la palabra que es sólo un reflejo de una dulzura retenida, sobre la cual el mundo aparece como si fuera percibido por primera vez.


IV


Imaginemos, para ejemplificar y cerrar este capítulo, partiendo de una imagen ponderada por Heidegger, la figura de un templo elevado junto al mar. Un mar que, aunque no nos sea dicho su nombre, conjeturamos que no puede ser otro que el Egeo, el mar cuya transparencia es tal que su diafanidad parece reflejo de lo abierto.

El templo alberga al dios en su interior y, ocultándolo, se manifiesta todo él como recinto sagrado, como custodia de lo sagrado que protege al dios: como reverencia y pudor. Su figura recibe relieve del lugar en que el templo se emplaza, desde allí, desde las hendidas rocas, desafía y padece los embates de la duración, del tempus del cual también es templum. Embates del tiempo y las tempestades, las tormentas y las lluvias que pulen sus piedras como los mortales sus escalones. Las piedras reciben del sol el resplandor que ellas reflejan, pero, también el templo hace la luz más radiante, el cielo más hondo, más oscura la oscuridad nocturna, más mortal el paso de los mortales. Su hierático erguirse domina sobre el mar y su fijeza da relieve al flujo y reflujo de las ondas, su silencio ahonda el rumor del agua o el furor de las olas. El templo transforma a lo que rodea y lo que lo rodea, la tierra misma, le da su forma. El sitio contribuye a la obra y esta, a su vez, por un juego de relaciones y oposiciones, da valor al lugar: lo enciende e irradia. Todas las cosas de este mundo son lo que son porque se destacan sobre la oscuridad de un fondo, nacen de él y a él se relacionan. El fondo que los griegos llamaron physis y que Heidegger llamó tierra. La obra de arte establece y nos revela el mundo en que estamos, al mismo tiempo que nos hace atentos a la tierra, la tierra que eclosionando se arropa mundo. Mundo y tierra que desnudan su esencia en la obra de arte. ¿Qué establece la obra?: La obra mantiene abierto lo abierto del mundo y en lo abierto funda el hombre su morada... La obra instaura el mundo sobre la tierra, sólo entonces aparece el mundo como suelo natal. La tierra, nos respondió Heidegger y lo volverá a repetir, es "lo natal", el suelo donde fundar morada, desde la cual "brotar", "habitar poéticamente". Porque, en realidad, Heidegger nos está hablando de nosotros mismos, de nosotros a quienes, citando a Hebel, nos dice: Nos guste o no aceptarlo, somos plantas que, sostenidas por la raíz, debemos surgir de la tierra para poder florecer en el espacio y dar frutos en él.

Fuente:


Citas de Martin Heidegger:

«Weil ein Wortklang des echten Wortes nur aus der Stille entspringen kann...» («Un resonar de la palabra auténtica sólo puede brotar del silencio»)

«Das Wesensverhältnis zwischen Tod und Sprache blitzt auf, ist aber noch ungedacht» («La relación esencial entre muerte y lenguaje centellea, pero aún no está pensada»)

«Das Heilige ist durch die Stille des Dichters hindurch in die Milde des mittelbaren und vermittelnden Wortes gewandt» («Lo sagrado, a través del silencio del poeta, se transforma en la benignidad de la palabra mediata y mediadora»)


«Ein “ist” ergibt sich, wo das Wort zerbricht» («Un “es” se da, allí donde la palabra se rompe»)







 

jueves, 23 de enero de 2014

Esencia de la Poesía, Fundación y Origen

Hugo Mujica (Buenos Aires, 1946) es uno de los mejores poetas vivos y en activo en lengua castellana. Su biografía es extraña, extrema, como su poesía, pero al revés. Mientras su poesía es pérdida, silencio, despojamiento, su biografía es acumulativa, voraz, siempre en busca de lo que, finalmente, parece haber encontrado en el verso. Estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. En los años 60 vivió como pintor el auge “hippie” en el Greenwich Village de Nueva York. Siguiendo el tópico de la espiritualidad “hippie”, pasó por el budismo y tuvo un maestro zen. Pero mientras que este tópico es algo fácilmente parodiable y reducible a caricatura, en Mujica es algo esencial, verdadero, como demuestra el hecho de que tras la experiencia budista, decidiera pasar siete años en un monasterio Trapense, manteniendo el voto de silencio. Como él mismo reconoce, esta experiencia fue fundamental para su poesía: allí, del silencio, nace el poeta que había en Hugo Mujica.
     
Su poesía refleja su biografía en la medida en que, además del silencio fundamental que siempre intenta mantener (poemas breves, usando el blanco de la página como elemento esencial), la filosofía y lo sagrado están muy presentes, subyacen en sus enigmáticos y hermosos poemas, parecidos al aire de una habitación de Dreyer, y en su espléndida obra ensayística, destacando La palabra inicial (apropiación personal y poética de la obra de Heidegger y de Blanchot), Poéticas del vacío y Flecha en la niebla.
    
Tiene nueve libros de poesía, todos ellos interesantes y arriesgados, pero podríamos destacar Noche abierta o Sed adentro, publicados inicialmente en Pre-Textos. Lo que caracteriza la lírica de Mujica es su apuesta esencial; usa la poesía como experiencia total, en la que se pone en juego el hombre y el mundo, que nunca se dan por sabidos y aceptados. Aunque suene a tópico, su obra es ajena a modas, sigue la tradición más radical de la poesía universal: los presocráticos, los místicos, Hölderlin, Rilke, Trakl. Su paralelo en España podría ser el último José Ángel Valente, para que los lectores españoles se hagan una idea. En Argentina, el único poeta que podría emparentarse con su estilo y sus preocupaciones poéticas sería el ya difunto Roberto Juarroz. Su Poesía completa (1983-2004) está actualmente editada, con gran éxito, por Seix-Barral. Si aman la poesía, gastar 20 euros en esa compilación será una de las mejores inversiones de su vida.
 
 

     —EL COLOQUIO DE LOS PERROS: Su poesía tiene el sentido de la profundidad y del despojamiento, aparentemente absoluto, de “lo poético” entendido como tradición y como “estilo”. Lo que más nos gusta de su poesía es la ausencia de ironía, de individualismo ingenioso, de descreimiento “lúcido”. Lo que nos gusta de su poesía es que su lucidez no tiene nada que ver con ninguna “demostración” de inteligencia o cultura. Resumiendo: consideramos su poesía metafísica, en el sentido de que se planta cara a cara y humildemente ante las tres grandes cuestiones del hombre: la pregunta por el hombre, la pregunta por el mundo, la pregunta por Dios. ¿Está de acuerdo con esta fuente filosófica, original de su poesía o, por el contrario, se considera un eslabón en una tradición poética concreta?
 

     —HUGO MUJICA: Antes que nada gracias por el aprecio que muestra su pregunta hacia mi poesía. Metafísica no es una palabra que me gusta, prefiero decir, ahora, que es una poesía oyente, una poesía que intenta escuchar esos grandes misterios, las grandes y pocas preguntas. Tan grandes que no tienen respuestas, salvo la de mantenernos abiertos ante ellas, ante lo que nos sobrepasa y por tanto engrandece. Creo que escribir, poetizar, es una manera de mantener las preguntas abiertas, esa apertura es algo así como las respuestas que no se cierran en respuestas, es lo que deja llegar la verdad, no encerrarla en lo sabido o lo verdadero. “Metafísica” parece algo alejado de la vida, y yo lo que busco no es alejarme sino desnudarme en ella, es decir, coincidir: dejarme crear. Escribir es mi forma de intentar hacerlo. Y dije escuchar: lo dije porque creo que crear es simplemente dejar que la vida nos diga lo que aprendió viviéndonos, y crear es darle voz a ese decir. Nada “metafísico” en su sentido técnico-restringido. En cuanto a una cierta tradición poética, me siento en casa con la más originaria, esa Grecia donde se comenzó a pensar poetizando y se poetizaba sobre lo sagrado, sobre el asombro que la vida acontezca, sea don. Todo eso antes de separar el pensamiento de la poesía, la poesía de lo sagrado, lo sagrado de la vida.
 
ECP: Siguiendo con el tema anterior, sus ensayos parecen estar estrechamente enlazados con su poesía, hasta el punto de crear Flecha en la niebla y Poéticas del vacío, como unos valientes y hermosos intentos de hacer un ensayo poético. ¿Puede explicar su opinión sobre este hermanamiento de géneros en su obra?
 

     —HM: Fue algo que no busqué, no me dispuse a escribir “así”. Mientras escribía Flecha en la niebla, libro que me lo había planteado como un libro reflexivo, lineal, casi diría metódico, me fui percatando que algunas de las cosas que estaba diciendo las había intuido poéticamente, que lo que estaba haciendo era glosarlas, decidí entonces incluir esos poemas, o en general, alguno de los versos desde donde esas líneas hablaban. Lo hice en la forma de doble columna, pero, al ponerlos así, me fue surgiendo una tercera voz que dialogaba con la confluencia de las otras dos… Y así fue tomando voz esa otra forma de escribir, cada vez más poética, más libre… Lo que me interesa a mí es que fue el lenguaje, la voz, la que se abrió paso en mí y de alguna forma impuso su expresión. Ahora, pensando hacia atrás, creo que a medida que uno ahonda ciertos contenidos expresivos, cierta desnudez, es ese contenido que busca su propia forma, sus bordes, y cuando uno se adentra, o ahonda, esa hondura, esa simpleza, pide palabras aún abiertas, temblantes, poéticas, y ya no cabe en la estrechez de los conceptos, las definiciones. Me gusta eso de Nietzsche del poeta filósofo o el filósofo poeta, o Heidegger que lo parafrasea: un pensar poetizante o un poetizar pensante. En realidad se trata de adentrarse a ese “antes” que las separaciones, en el manar y no en los ríos [...] Lo que creo es que la linealidad, la prosa, sirve a la continuidad, la transmisión, la variación de lo que ya es, pero cada vez que se inaugura una novedad, un decir de lo que no era, ese surgimiento pide la poesía como su forma de manifestación. La poesía es, al menos para mí, la primera forma en que se inaugura un sentido.
 

     —ECP: Hay una serie de constantes simbólicas en el imaginario que despliegan sus poemas que se repiten libro tras libro: la noche, la nieve, la fuente, la espera, el pan, la lluvia… ¿Cómo entiende usted esta recurrencia simbólica? ¿Está relacionada con la expresión a determinadas cuestiones filosóficas? ¿Son esos símbolos una respuesta a alguna pregunta constante en su obra? ¿En qué sentido esos  símbolos tienen relación con su tradición literaria (es decir, la noche romántica…)?
 

     —HM: Pienso en Tarkovski, cada película de él incluye todas sus otras películas, el lugar donde pone la cámara, las nucas, la lluvia, el icono de Rubliev, la leche derramada… Y cada película dice lo único de sí con el lenguaje de todas. Y lo dice porque ese lenguaje es el propio. Crear es crear una simbólica, intraducible fuera de su lugar, de su simbólica, un lenguaje con el que decir lo de siempre pero de esa única manera. No creo, en mi caso, que esas imágenes estén al servicio de una idea, filosófica o lo que sea, más bien están porque no podría decirse lo que quiero decir, entonces lo muestro, lo dejo aparecer, mostrarse. Y eso mostrado es lo que se da a pensar en el lector, no algo que pensé yo, sino lo que yo mostré, sin saber muy bien qué, ya que también a mí se me da a pensar. Hay poemas míos, algunas líneas, que sigo pensando qué quise decir, creo que son los más fecundos.
 
ECP: El silencio. Hay una tradición de valorar el silencio como origen y sustento de la palabra poética. Desde los místicos hasta Heidegger, pasando por Blanchot. ¿Cómo valora y trabaja con el silencio en su obra?
 

     —HM: Conozco y aprecio la tradición del silencio. En mi caso más que tradición literaria, fue una experiencia respirada, habitada. No teórica [...] Mi poesía, la poesía en mí, nace durante los años que vivía en un monasterio bajo voto de silencio, en medio del campo… El silencio no era un concepto, era una vivencia. Allí, en ese silencio físico, espacial, me llegó la palabra poética por vez primera, como es el cada vez de la poesía [...] Allí, podría agregar, aprendí a escuchar, a dejar llegar [...] En cuanto a cómo trabajo con el silencio en mi obra, es simple, y por tanto extremadamente difícil: dejo que el silencio trabaje conmigo: lo escucho. Lo dejo decirse callándome en él.
 

     —ECP: El vacío es uno de esos símbolos-idea recurrentes en su poesía. Al mismo tiempo hay una clara vocación mística que se refleja por ejemplo en sus ensayos sobre San Juan de la Cruz. ¿Cómo se conjuga el vacío con la mística? ¿O hay una mística del vacío?
 

     —HM: Occidente, en su momento formativo, en Grecia, hizo una clara opción por lo lleno, por el delirio que se hizo historia de intentar suturar todas las fisuras, todos los abismos… todo lo que vivimos como amenaza: allí donde no hay nada no podemos ejercer control, poder. Es lo que se llama el horror vacui, horror al vacío. Otra tradición, paralela pero de los arrabales, de los márgenes de la historia oficial, ve el vacío como bendición: como fuente. Allí donde nada hay puede estar todo, todo cabe. Desde la mano del mendigo hasta el abismo más profundo. El vacío es fuente y disposición a la vez, pide y da, a él llega todo. Es lo que intenté decir en mi libro Poéticas del vacío: el vacío no vacía, el vacío da. Esa otra tradición, esa marginalidad la recorrió siempre la mística y algunas formas del arte, suele llamársele vacío, desierto, noche, desnudez… Siempre lo mismo, lo abierto, aquello sobre lo que no se rebota, de lo que no se regresa.
 
ECP: En su poesía y sobre todo en sus ensayos la presencia de Heidegger es constante. De toda la filosofía de Heidegger, qué es lo que más le ha influido, cuál es la idea central que le hizo convertirlo en su filósofo de referencia.
 

     —HM: Cuando Heidegger termina Ser y tiempo no se refriega las manos y goza de sí, dice más bien algo así como «¡no me salió!». Y su conclusión: no me salió porque las palabras que usé —el lenguaje ‘filosófico’— ya no dice, sólo repite (obviamente estoy imaginando, yo no estaba allí). Lo cierto es que se pone a la escucha, oyente y reflexiva, del lugar donde piensa que todavía el habla habla, las palabras dicen: la poesía. Su reflexión parte de ese lugar donde piensa que todavía hay una reserva de sentido, Hölderlin en primer lugar… Creo que por esto, porque es un pensar que nace de la escucha poética, no sobre la poesía sino desde ella.
 

      —ECP: Esa esencialidad y contenido “metafísico” de su poesía puede resultar algo ajeno a ciertos lectores. Es decir, hay quien puede pensar que esa apuesta por el vacío, la noche y el silencio es algo alejado de la vida, de la realidad. Le propongo que intente convencerlos de lo contrario, o no.
 

     —HM: Hay algo curioso sobre mi poesía, la que dices que tiene un contenido “metafísico”, y lo curioso es que mi Poesía completa que editó Seix Barral lleva ya cuatro ediciones. Digo curioso porque yo mismo me sorprendí que en esta época que se supone que nadie lee poesía haya pasado eso. Creo, pensé, que muy por el contrario de tu pregunta, lo que la gente encuentra en ellas es la vida desnuda, no metafísica —que significa más-allá-de-lo-físico— sino una desnudez más adentro de lo físico, digo la vida desnuda porque los planteos son los de la vida, de nuevo, desnuda. La vida de todos antes que nos arropemos con los disfraces, los roles de cada día, con aquello que nos diferencia. Vacío, noche, silencio, no es alejado de la vida, es su interior, es la vida no lo que hacemos con ella, el usufructo que le arrancamos. Creo que es de esa vida de la que tenemos sed, lo que deseamos en medio del ruido que nos priva del silencio, nos priva de escuchar; quizá también deseamos el vacío sin el cual sólo podemos amontonar, apilar, no danzar y la noche, ese recogimiento de todo sobre sí, ese borrar los bordes, o, como digo en un poema: «ver la noche no es no ver, es ver la noche». Quizá haya más que lo que la luz ilumina, lo que ya está, lo que ya no nace.
 

     —ECP: Paul Celan, Roberto Juarroz, René Chair, Rilke, San Juan de la Cruz, Eckhart, Jose Ángel Valente, son algunos de los nombres que aparecen citados en su obra o que, sin aparecer explícitos, consideramos afines a su poesía. ¿Podría nombrar los que faltan o descubrirnos autores que usted considere afines a sus intereses estéticos? Se admiten artistas de todo tipo, no exclusivamente poetas.
 

     —HM: Soslayaron mi gran amor: Trakl. En estos días he terminado un libro sobre él, o mejor dicho desde él. Es mi gran poeta, el de la belleza lacerante. Pero si me preguntan la primera de mis fuentes: la música, siempre la música, sin ella no sólo no podría escribir, tampoco ser quien soy. También el  cine, ese arte que cuando es arte es maravilloso. Y claro, Cézanne, Morandi, Rothko, Boltanski, la caricia, la lluvia, un árbol… Y caminar por la ciudad.
 
 
Alguna vez le preguntaron a Borges para qué servía la poesía y él respondía, poniendo el énfasis en el carácter utilitario de la pregunta, “Bueno, ¿para qué sirve el universo o el sabor del café?”,dando a entender que era una consulta que provenía de alguien que no entendía la esencia de la poesía. Ahora, si tuviese que preguntar ¿cuál es el objetivo o la esencia de su poesía?
 

-Yo diría que es una necesidad de la cual uno se siente portador más que “explicador”. O sea, a mí la poesía “me pasa”, podría decirlo así. Me encuentro con la realidad y la realidad me toca de alguna manera expresiva. Mi primer poema lo escribí cuando vivía bajo voto de silencio, hacía tres años que yo estaba ahí y nunca había escrito. Me dedicaba a la plástica. Estaba en la cocina, miré por la ventana y con esos gestos que hace el cuerpo, no la cabeza, fui y anoté, dije lo que veía. Me di cuenta entonces de que había entrado en una dimensión expresiva que terminaría siendo mi poesía…
 

-Y descubrió una vocación.
 

-Sí, pero en el sentido de sentirse llamado a ser portavoz de algo que la realidad busca expresar, y no es para nada, creo que el arte es una celebración, es eso que se consuma en sí. En la poesía, la palabra funciona como palabra, no como señalador hacia el objeto que nombra.
 

-Por eso le marcaba el carácter utilitario de la pregunta, también podríamos decir que el arte sucede, que es otra frase muy famosa.
 

-En realidad todo sucede. A mí me sucedió la vida, si yo no la hice y tampoco sé muy bien para qué es. Y sucede el amor, porque uno no sale y dice “me voy a enamorar”; todo nos sucede en la vida. Hay algunos que son más perceptivos y le dan más cabida a ese “dejar suceder”.
 

ESCRIBIR PARA SABER
 

-Entre las muchas frases suyas que me impactaron, recuerdo especialmente una que rezaba algo así como que usted “escribía para saber”, es decir, daba vuelta la lógica de cierta escritura por la cual en ésta uno vuelca algo que ya sabe y le daba al hecho de escribir un lugar de descubrimiento…
 

-Claro, y vos fijate que desde lo más antiguo que se llamaba inspiración, a las musas, o a lo moderno que se llama inconsciente, siempre hay una constante que dice que el acto inicial creativo no lo pone tu voluntad, vos te sentís involucrado en algo que querés decir, pero que no sabés qué es, lo vas sabiendo a medida que lo vas escribiendo. De alguna forma lo que vas haciendo es como un tanteo, que en la literatura se confunde más, pero si pensás en plástica, donde no hay significado sino colores, vos vas tanteando y de repente te das cuenta que eso empieza a ser coherente consigo mismo. Y ahí revela lo que estaba diciendo, pero es como un “ir buscando…”.
 

-Usted decía en una entrevista reciente que la llegada de la poesía dependía de un tono…
 

-Yo diría de una “tonalidad afectiva”, casi como una serena percepción de una sustracción. Como de algo que pasó por ahí y puedes hacer tuyo. Como un sonido o perfume que te suscita, y ahí empezás a prestar atención y ves cómo le das cabida a eso, pero siempre es como un murmullo o una sospecha…
 

-Para eso hay que tener los sentidos bien abiertos ¿no?
 

-Y bueno, eso es lo que es ser un creador. Dejarse tocar o embriagar.
 

¿Lleva una vida que tiene relación con los siete años bajo voto de silencio que pasó en la orden Trapense?, porque sus actividades como literario o religioso se relacionan esencialmente con la reflexión…
 

-Sí, totalmente. Creo que no puedes pasar por siete años de silencio sin ser de alguna forma transformado en esa tonalidad que yo llamaría la serenidad.
 

-En sus poesías, por la economía de palabras, la concisión, la síntesis, uno hasta podría decir que hay como una presencia del silencio ¿no?
 

-Sí, en España a mí me ponen en la tradición de lo que ellos llaman la “poesía del silencio”, contra la que llaman “poesía de la experiencia” que es la más cotidiana. Además me doy cuenta, cuando leo poesía, de que me gusta leer en público, que siempre el comentario que recibo es cómo se sume en silencio la audiencia. Es más, yo diría que para mí el logro o pérdida de una lectura depende de la hondura o no de ese silencio receptivo. En haber podido lograr esa transmisión. E incluso la geografía de un libro mío, con eso del fondo mayoritariamente vacío y blanco, también es como una ubicación de la palabra pero íojo!, en un paisaje del silencio…
 

-Usted se refiere a dónde están ubicadas las poesías en el libro, justamente en el fondo de la página. ¿Eso lo decide usted?
 

-Sí, pero con grandes peleas (risas). No, debo decir que Seix-Barral colaboró plenamente en cómo quise yo diagramar el libro, pero al principio en España me costó un poco (…), para mí eso es parte de la puntuación y también del situar al lector en ese ámbito no de lleno, sino más bien de vacío, en cuyo vacío las palabras están.
 

POESÍA PENSANTE
 

Muchos críticos señalan la presencia de la filosofía en su poesía, ¿está de acuerdo con ese concepto de que su trabajo está en el límite entre estas dos áreas?
 

-Yo sacaría la palabra filosofía y diría que es una poesía pensante. Y pensemos -valga la redundancia- que hubo un momento en nuestra tradición, en lo más fundante, llamémosle los presocráticos, donde todo lo que tenemos como herencia son poemas o fragmentos o aforismos. Cuando uno empieza a pensar lo primero, y no lo derivado, los sistemas, etc., el primer pensamiento necesita arroparse de poesía, porque la poesía todavía respeta el temblor de lo que nace y lo que piensa. Es una necesidad intrínseca a esa dimensión que uno quiere expresar, donde el pensamiento necesita flexibilidad y la poesía necesita de un cierto esqueleto para transmitir un contenido. Para mí, es una misma experiencia ese “sentimiento pensante” o el “pensar poético”. Nietzsche habla del filósofo poeta
 

-He notado cierta relación en muchas de sus poesías, en cuanto a algo que podemos llamar “estilo paradojal”, o como una suerte de contradicción u oposición, en frases como “caigo en el aferrarme”, “como el disfraz que me desnuda”, “viajeros perdidos entre tanto no partir”…
 

-Creo que la identidad o la lógica sin paradoja es una comodidad del pensamiento utilitario y funcional, pero en realidad estamos habitados de contradicciones y éstas son lo que ponen en movimiento la existencia. Si alguna vez llegáramos a alguna lógica lineal, no sé, fabricamos cohetes que van a la luna, pero no sentido. La paradoja es la dinámica de una lógica que no se encierra en sí, y la persona que con más contradicciones puede vivir, más rica es …
 

-Y le digo que como lector, produce un impacto muy fuerte, porque uno necesita detenerse en la frase y tiene que internalizarla y ver cómo procesarla.
 

-O más, cómo no procesarla y quedarse con esa tensión. En el diálogo de la tradición cabalística, los rabinos hablan y un rabino pregunta y el otro le responde con otra pregunta. Pero precisamente es para no cerrar, porque de lo que se trata es de dejar abierto un espacio (…) entonces está la idea de sostener la atención y cuanto más lo haces, y cuanto más sostienes lo desconocido como desconocido, más te transformas. Ni bien lo haces conocido, vuelves a ser quien eras
 

Sobre Hölderlin y la esencia de la poesía:


http://es.wikipedia.org/wiki/H%C3%B6lderlin_y_la_esencia_de_la_poes%C3%ADa