He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

sábado, 30 de abril de 2016

Esplendor y ruina de Olimpia...

Las competiciones panhelénicas que se celebraban cada cuatro años en la comarca peloponesia de la Élide, en el hermoso valle del río Alfeo, brillaban con un esplendor y renombre inigualados
 
Lo mejor es el agua, y también
el oro, como ardiente fuego / que
refulge en la noche coronando
la soberbia riqueza. / Pero, si
certámenes atléticos cantar anhelas,
querido corazón, ni busques otro
astro más cálido que el sol / que
brilla por el día en el aire diáfano,
/ ni ensalcemos otra competición
superior a la de Olimpia. / Allí
el himno clamoroso se origina /
gracias a la inteligencia de sabios
poetas, / para que al hijo de Crono,
Zeus, canten los que acuden / a la
espléndida y feliz morada de Hierón
...

 


Así comienza la primera Olímpica de Píndaro, la magnífica oda que se dispone a ensalzar la victoria de Hierón de Siracusa, el tirano que con su caballo ganó la carrera en el año 476 a.C. Píndaro, que en sus Epinicios (cantos de victoria) celebró a muchos vencedores en diversos certámenes atléticos, destaca al comenzar su poema que los de Olimpia eran los juegos deportivos más brillantes y renombrados. Es decir, más que los Píticos (celebrados en el famoso santuario de Delfos), los Nemeos (en la ciudad de Nemea) y los Ístmicos (en Corinto), las competiciones panhelénicas que se celebraban cada cuatro años en la comarca peloponesia de la Élide, en el hermoso valle del río Alfeo, brillaban con un esplendor y renombre inigualados...

Allí, en el santuario dedicado a Zeus, a finales de julio y comienzos de agosto, en la segunda luna llena del solsticio de verano, acudían atletas y espectadores de todo el mundo griego, unos a competir y otros a contemplar las competiciones. Gentes llegadas de muy lejanos lugares —de Grecia y las islas, del sur de Italia y Sicilia, y de la Cirene africana— venían amparadas por la tregua sagrada que durante el período de su celebración garantizaba el libre paso y la inviolabilidad de todos los asistentes. En tropel allí llegaban caballos y cuadrigas, jóvenes deportistas y ricos potentados, con su cortejo de sirvientes y muchedumbre de curiosos. Durante días viajaban, gozando de la tregua sagrada, miles de griegos de los más diversos lugares: unos para competir, otros a comerciar, otros a ver y ser vistos. Unos llegaban por mar desembarcando en el puerto cercano, otros del otro lado del Istmo, cruzando la montuosa Arcadia, y otros del sur, de Esparta a través de Mesenia. Subraya la resonancia de los juegos olímpicos el hecho de que sirvieran a la cronología usual en todo el mundo helénico: los griegos fechaban los años por las olimpíadas, a partir de la primera, fijada en el 776 antes de la era cristiana...

 
 

Los premios de los grandes juegos eran ante todo honoríficos: coronas de olivo en Olimpia, de laurel en Delfos, y de apio en Nemea y en el Istmo. Pero a la victoria en la palestra o en el estadio le seguía gran fama, ya que el éxito deportivo evidenciaba la clara “virtud”, la areté de los vencedores, y de rebote la de su familia y su ilustre ciudad. Los campeones olímpicos disfrutaban no solo de vítores y honores en el momento del triunfo, sino también luego en sus respectivas ciudades. Ser vencedor en Olimpia era prueba de la excelencia del atleta que allí competía, o la del dueño del veloz caballo o de la fogosa cuadriga que había obtenido la victoria. Quien fue proclamado ante todos como el mejor de los mejores en una competición atlética merecía larga alabanza. (Por otra parte, los griegos no cronometraban el tiempo ni en las luchas ni en las carreras; importaba solo ser el más rápido, el más fuerte, el mejor, áristos, sobre los rivales).

Escasas columnas quedan en pie. Los terremotos y los emperadores bizantinos arrasaron los santuarios y las instalaciones deportivas. En el 393 Teodosio I decretó el fin de los juegos; Teodosio II mandó luego destruir los templos. Mediado el siglo VI dos grandes terremotos consumaron la ruina del conjunto, que quedó olvidado hasta su rescate por arqueólogos alemanes a finales del siglo XIX...
 
 
 

Con ayuda de un plano es fácil identificar, en un paseo entre menguadas ruinas, los planos de sus más famosos edificios: el gran templo de Zeus, el antiguo templo de Hera, el airoso Filipeion (construido por el padre de Alejandro), el Gimnasio, la Palestra, las Termas, el Odeón, el Ninfeo de Herodes Ático, el Estadio, el Buleuterion, el taller de Fidias, etc. En las mañanas de invierno, cuando apenas hay turistas, el visitante puede apreciar la magnífica belleza del lugar y sentarse sobre las viejas piedras a imaginar cómo era Olimpia en sus siglos de esplendor. “El paisaje envuelve al gran santuario panhelénico en una atmósfera de intensa y serena armonía, que invitaba a la concordia”, como dice una vieja guía, y en el silencio entre pinos y olivos uno puede evocar las aclamaciones que resonaban en el estadio ahora desierto, o las procesiones solemnes en honor de Zeus, que concluían en el magnífico templo que albergaba la gran estatua de Fidias, o soñar en aquel día en que el sofista Gorgias declamó su discurso Olímpico en que exhortaba a los griegos a la paz y la concordia común o la tarde en que Heródoto leyó allí algunos libros de su inmortal Historia...

El Museo de Olimpia alberga inolvidables reliquias de sus tiempos gloriosos, mínimos restos de los templos y tesoros incontables y las estatuas que allí se erigieron. Como en Delfos, en Olimpia se amontonaron las obras de arte y las ofrendas áureas. Quedan tan solo, en el Museo, unos pocos restos, pero muy conmovedores, porque evocan el mejor momento del clasicismo. Ni el menor rastro de la gran estatua de Zeus labrada por Fidias, desde luego. Pero ¿quién no admirará, emocionado, los dos frontones marmóreos del templo de Zeus, con sus dioses y héroes del “estilo severo” más clásico? Las escenas de uno y otro representaban a los actores en la mítica carrera de carros de Pélope y Enómao, y a los combatientes en la Centauromaquia. Dos motivos de ejemplar prestigio simbólico: de un lado la carrera de Pélope, en cuyo honor se fundaron los juegos; del otro, bravos griegos en torno a Apolo peleando con los feroces centauros, imagen mítica de los bárbaros. Las figuras están muy dañadas, pero aún sus fragmentos nos impresionan: la noble serenidad olímpica se une al coraje que frena a los bestiales raptores de mujeres. Al lado algunas metopas del mismo templo, bastante destrozadas también, relatan las hazañas del esforzado Heracles, el más grande de los héroes...
 
 
 

Entre las vecinas esculturas deslumbra por su radiante elegancia el Hermes de Praxíteles. Más allá las vitrinas exponen mellados cascos de guerra, armas, calderos y variadas figurillas en bronce, de época arcaica y clásica, de original y seductor encanto. En pequeño formato, dioses y atletas, esfinges calladas, gorgonas, cabezas con alas, grifos, aves, caballos, leones. La gracia singular del arte cotidiano destila vivaz frescura en la vistosa cerámica y en esos pequeños prodigios artesanos de barro y verde bronce...

Poco queda de la espectacular y memorable riqueza de Olimpia. Pero aún hoy el lugar guarda cierto sagrado encanto y, cuando el sol se pone tras los montes lejanos o cuando, en mañana clara, un viento fresco se desliza entre olivos y ruinas, el viajero sentimental oirá quizá extraños ecos: rumores de héroes y poetas, de carros y caballos, y, en el taller donde esculpió dioses Filias, acaso perciba un aleteo de viejos fantasmas...

Este magnífico artículo ha sido escrito por Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943), escritor, filólogo y crítico español
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 

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