He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

lunes, 31 de octubre de 2011

La Impecabilidad del Guerrero del Espíritu

Bella, melancólica y profunda es esta melodía titulada “Un modo de vida” y que pertenece a la banda sonora de la película “El último samurai”, compuesta por el genial Hans Zimmer. Merece la pena escucharla…


La Impecabilidad nace de dentro, es una condición, una forma de ser… Por tanto, la actitud ética del guerrero del espíritu nada tiene que ver con la moral. No hay ningún imperativo categórico que seguir, ningún mandamiento que obedecer, ninguna heteronomía que acatar. ¿Qué sentido puede tener de hecho “cultivar una virtud” o seguir una llamada que no proviene de nuestras entrañas? El cumplimiento o no cumplimiento de mandamientos, normas o prohibiciones, es cosa de ‘plebeyos’ (como diría Nietzsche) y forma parte de una dualidad que es totalmente ajena al guerrero, el cual no hace más que actuar conforme a lo que le dicta el Espíritu en el hondón de su ser, en su centro. No hay separación, no hay un decir y un hacer, una teoría y una práctica, una reflexión a la que siga una acción, porque este movimiento indicaría ya de por sí una doblez de la que es incapaz un espíritu heroico el cual es comparable a un rayo que no cesa, a un eje eterno que se pierde en el infinito. Por esto, y evocando de nuevo al solitario de Sils María podría decirse que el guerrero, el hiperbóreo no tiene más lema vital que éste: “un sí, un no, una línea recta, una meta…”

El guerrero no sigue la ley dictada por otros, ni siquiera “su” propia ley. Él conoce la Ley del Universo, el Dharma, y simplemente se ajusta a ella, formando así y constituyéndose en una parte armoniosa del cosmos con el que está alineado totalmente. Hace pues en sí la perfecta simbiosis con los elementos, con los astros, con la tierra, con el todo, creando alianzas con todos los seres vivientes. Su comportamiento es ético porque no puede ser de otro modo, porque no tiene elección. Cuando se puede elegir es que se está instalado en la dualidad, ergo en la inautenticidad. Y elegir es lo que hacen tanto los que cumplen las normas como quienes las incumplen. Los cumplidores son los “camellos”, esto es, el hombre-masa que, alienado, cargado con el peso de mil trastos inútiles (pensamientos, opiniones, prejuicios, imágenes estereotipadas, tópicos sin fin…) acata las leyes porque no le queda más remedio, ya sea porque no tiene fuerza para incumplirlas o porque se resigna a ellas. En cualquier caso, se sabe ‘observado’ y teme las consecuencias que tendría una rebelión personal contra las normas sociales. El hombre-masa es el eterno burgués que ‘sostiene’ la organización del mundo en base a leyes, normas y reglamentos, que él mismo elabora y acata.

Como todos los seres, los “camellos” cumplen una función -sobre todo organizadora- dentro de la mente universal. Son seres poco evolucionados espiritualmente, pero necesarios, porque no debemos olvidar que todo en el universo está bien como está.

El otro extremo de la dualidad, el que incumple las normas y desobedece las leyes, está constituido por los “leones”, que rugen y se rebelan contra todos los sistemas establecidos. Creyéndose prometeos vivientes, ya sean artistas, intelectuales, bohemios o guerrilleros, se caracterizan todos sin excepción por poseer un gran ego. Porque es necesario tener un ego individual muy fuerte para desgajarse deliberada y firmemente del ego colectivo de los “camellos”. Los “leones” son seres fuertemente individualistas e inconformistas, que se saltan las leyes y la moral, y que sin darse cuenta, como sucede con los ‘grupos antisistema’, sirven de sostén y justificación de todas aquellas estructuras que se arrogan combatir. Son la otra cara de una misma moneda, tratándose pues del complemento necesario de cualquier sistema, su sombra, hasta el punto de que sin una sociedad de camellos los leones sencillamente no sobrevivirían. En definitiva, hombre-masa y hombre-revolucionario se necesitan mutuamente y coexisten a lo largo y ancho del tiempo. El primero cumple las leyes, el segundo las incumple, pero la existencia de ambos se constela y orbita alrededor de los mismos relatos y las mismas normas establecidas sin saber mirar más allá de ellas…

Pero hay otra mirada… La metamorfosis auténtica acaece de hecho cuando, trascendiendo la dualidad fenoménica, el ser humano atraviesa los velos de la ilusión y da un salto cuántico hacia el abismo saliéndose de la rueda de los locos, del círculo vicioso del samsara… Y para esto no cabe duda de que hace falta mucho valor, de ahí esa imagen-arquetipo tan adecuada que es la del ‘guerrero del espíritu’, porque sólo un guerrero guiado por el Espíritu es capaz de trascender la dualidad y transformarse en… Niño (el puer aeternus de los gnósticos). Entonces ya no se doblega como el “camello”, ni se rebela como el “león”, sino que acepta como el niño, con una mirada nueva, la mirada de la inocencia, y se dibuja en su rostro una sonrisa perfecta. La sonrisa de los inmortales, sí, la sonrisa de Leonardo, de Goethe, de Mozart, de Teresa de Lisieux…, la sonrisa de aquellos que han comprendido…

El guerrero que ha alcanzado las cimas del Espíritu tiene una actitud impecable porque está instalado en la atención consciente. Aquí no tiene además elección, porque en la cúspide ya no hay caminos. ¿Qué tiene que ver la atención consciente con la no elección? Lo explico mejor con las palabras insuperables de Krishnamurti: “Darse cuenta sin elegir es atención. No atención ‘cultivada’, un ‘¡debo atender!’, sino el empezar a darse cuenta de los árboles, las aves, las montañas, la luz que baña las nubes, el atardecer, el resplandor de la luna. Es observar, observar. Darse cuenta de todo esto y de la reacción de cada uno hacia ello, sin responder, sin elegir. ‘Esto me gusta. Aquello no. Esto es mío, esto de usted’. Simplemente darse cuenta, sin elección. Y de ello nace la atención….”

Quien se hace enteramente consciente conoce que el mundo es un holograma perfecto, y que en un universo implicado no hay separación, todo está absolutamente interrelacionado. De ahí su inmenso respeto a todas las criaturas, y a la naturaleza toda, en la que jamás interfiere para no dañar su inefable armonía. - Frente a la falta de buen gusto del mundo moderno, hallamos aquí, como recuerdo de otro mundo más bello y más libre, la cortesía y lo cortés. La cortesía, tiene su origen en la palabra Corte y se refiere al acompañamiento del Soberano. Y únicamente es Soberano quien es dueño de sí mismo. Por eso, nadie hay más soberano, hoy y siempre, que el Guerrero del Espíritu… Los templarios tenían un lema maravilloso sobre este respecto: Vincit qui se vincit… Vence quien se vence a sí mismo…

La cortesía -en la que quiero incidir- incluye la urbanidad (respeto, reglas y normas que han sido elaboradas consuetudinariamente y que rigen el trato social). Pero sobre todo cortesía implica integridad personal, comedimiento, impecabilidad. El hablar cortés es ingenioso, fino, de buen gusto, como el amor cortés de los trovadores occitanos. Elegancia discreta y austera, gracia interior. El espíritu se manifiesta libre de aspectos burdos y vulgares cuando se han vencido y exterminado los aspectos simiescos.

Pareciera ser algo que pudiera estar al alcance de cualquiera con sólo proponérselo, o con sólo aparentarlo... pero lo cierto es que no es así. La cortesía es algo íntegro que emana desde el corazón, del interior de la misma persona: algo que se es: “ser o no ser”. Y esta integridad, como la misma palabra indica, es total y no sólo una faceta de la persona; es un principio que determina la persona totalmente. No puede aparentarse (únicamente los incautos ven sólo las apariencias). Tampoco puede alcanzarse fácilmente. Hay personas que, por su naturaleza, están más cerca del “Principio”, pero como bien saben los guerreros del espíritu, sin esfuerzo e iniciación jamás se alcanza la reintegración de la personalidad…

La capacidad de hablar bien (que forma parte de la cortesía) es el camino más directo del guerrero hacia la distinción. Esta capacidad es, de hecho, la que destaca a un ser humano y le hace sobresalir entre la multitud. Importante es por tanto saber hacer un uso correcto de la voz: cuidar la claridad y la entonación. Antes de tratar de transmitir a alguien un conjunto de ideas, debe tenerse también muy claro el mensaje. El sentido del discurso, lo que hay que transmitir, debe estar delimitado con la máxima exactitud. Los gestos acompañan a las palabras, reafirmándolas y dándoles nuevos matices que enriquecen su significado. Ahora bien, conviene no abusar de la gesticulación, a no ser que estemos utilizando ‘mudras’ (gestos de poder), y aun de éstos es mejor no abusar.

En definitiva, el Guerrero del Espíritu gracias a su visión holística del Universo sabe mejor que nadie que Todo está interrelacionado entre sí y actúa en consecuencia. Como muestra, un botón… Todos sabemos o hemos oído hablar -y viene bien recordarlos en estos días tan proclives a reflexionar sobre la muerte- acerca de los samurais, la antigua casta guerrera del Japón con su Código de Honor y su espíritu marcial... La guerra era el espíritu de la vida cotidiano del samurai, pudiendo enfrentar a la muerte como una diaria rutina. El significado de vida y muerte por la espada era reflejado en la conducta diaria de los japoneses de la época feudal, y aquél que alcanzaba la aceptación resoluta de la muerte en cualquier momento de la vida diaria era un maestro de la espada y un guerrero del espíritu… - En gran medida, aquí en Europa, la filosofía expuesta por Nietzsche es muy similar también al espíritu samurai. Decía el gran pensador alemán: “Quien se realiza enteramente muere de su muerte, victorioso, triunfante, rodeado de los que esperan y prometen. ¡Así debiera aprenderse a morir! Se debe morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo (…) Ya en el mundo antiguo se conocía la máxima que comparaba la vida a una batalla, y en Roma se luchaba con tanto más denuedo cuanto que no sentían la traba de las consideraciones morales. Aquellos hombres vivían más intensamente que nosotros, y, en vigorosa concepción del destino, la muerte no era un daño tan terrible como hoy lo parece…”

Esto lo llevó a cabo total y absolutamente, en Japón, un gran escritor que fue realmente “el último samurai”: Yukio Mishima (1925-1970). En un gesto de angustia nos refiere el gran escritor nipón: “He decidido sacrificarme por las viejas y hermosas tradiciones del Japón, que desaparecen velozmente día a día, fiel a códigos de lealtad y honor existentes en esta milenaria cultura”. Extractando una frase de ‘Hagakuré’ de Jucho Yamamoto, su precursor literario, dijo también Mishima: ­ “En la muerte, entre dos caminos hay que elegir aquel que se muera más deprisa. La muerte jamás es un deshonor. Nunca es vana. La profesión de samurai es el misterio de la muerte, que adquiere como la manera más bella de morir, con dignidad, haciendo eco a la unidad eterna de los polos”. “Tal vez es la muerte el momento supremo y único de la perfección. Qué pena cuando la vida se vuelve indigna y el mundo escoge la infamia como modo de vida, coronándola como buena y ‘santa’…” Es tal vez ahí cuando Mishima perpetúa su vida, como un ejemplo, como un arquetipo de pureza. “Cuando se pierde el honor, es un alivio morir, la muerte no es sino un retiro seguro de la infamia” (Código samurai). “Necesitaba morir y morir bien, morir como un poeta con el cuerpo y las concepciones viriles de un héroe” (Mishima).

Esta heroica concepción de la existencia también se dio en su día en Occidente. Así, por ejemplo sucedió con los vikingos, que consideraban como un deshonor y una vergüenza terrible el morir ancianos y postrados en un catre. No se dieron apenas casos. Casi todos morían en la batalla, al grito de Odín, o se daban muerte tirándose por precipicios cuando percibían la decadencia del cuerpo. Hoy, empero, y en todas partes, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella. Vivir bellamente y morir de manera hermosa realizan la gran muerte. Como dijera el gran poeta alemán R. M. Rilke: “No deseo morir como un número, en hospitales, en masa, anónimo, con una vida triste y aburrida, una muerte que te viene, sin prepararla, sin diseñarla”.

Como buen guerrero, la muerte significaba para el mentado Mishima (fiel al espíritu samurai) un asunto de honor, creyendo como los antiguos griegos que “la muerte noble, temprana y violenta es un signo de predilección de los dioses”. Eran hombres de otro temple…

Enlace recomendado de hoy:

domingo, 30 de octubre de 2011

La No-Dualidad originaria. Todo es Uno

Concentrándonos en los mudras de la danzante (la maestra Laura Orsina), en los paisajes, en la música, en el movimiento de las nubes, vivido como un Todo, podemos alcanzar una gran paz y una gran energía vivificante perfectamente aunadas. Todo esto lo encontramos en esta maravillosa melodía titulada Eternal Dance Danza Eterna compuesta por Levon Minassian y en cuyo subtítulo puede leerse (traducido del inglés): “Todo está en constante movimiento, transformándose a sí mismo. Nada se detiene. Todo regresa”.  


“¡Oh peregrinos del santuario! ¿Adónde vais, adónde?
¡Volved! ¡Volved! ¡El Amado está aquí!
¡Su presencia bendice toda vuestra vecindad!
¿Por qué vagáis en el desierto? ¡Vosotros que buscáis a Dios!
¡Vosotros mismos sois Él! ¡No necesitáis buscar!
¡Él es vosotros, en verdad! ¿Por qué buscáis lo que nunca se perdió?”

Shams-e Tabriz (m. 1248)

El “surgimiento de la dualidad” ha sido llamado de muy diversos modos en los distintos mitos de los pueblos que componen la humanidad: ‘caída’, ‘vacío psíquico’, ‘ruptura del huevo primordial’, ‘partición del Andrógino’, ‘hundimiento de la Atlántida’, ‘muerte de Baldur’, ‘pérdida de la inocencia’, etc, etc, etc. - Sea como fuere, el resultado de tal fenómeno es lo que describe nuestro estado actual como seres escindidos y en permanente búsqueda, o como seres durmientes que aún no han despertado… En todo caso, no hemos de olvidar que un suceso acaecido in illo tempore es de hecho un suceso que no ha sucedido nunca, se trata de un fenómeno ilusorio, una sombra, un velo sin realidad ontológica alguna. Todo esto es un sueño, inclusive esto que estoy escribiendo. O como dicen los shaivas y los shâktas: Mâyâ, esto es, la separación de objeto y sujeto. El sujeto empieza a ser tal cuando el objeto empieza a ser objeto. El objeto es constituido por el sujeto, y el sujeto es establecido por el objeto. A esto se le llama en el hinduismo “dependencia mutua” (anyonyashraya). Todos los conceptos son causa de su causa y efecto de su efecto: es algo aporético. Mâyâ es por tanto el principio de irrealidad (anirvacaniya), sin origen, sin ‘etimología’, la ignorancia sin comienzo…

El universo, la infinidad de las cosas, la sociedad humana, todo el conocimiento humano, no es nada, sino conceptos virtuales; el espacio ‘infinito’, el tiempo ‘sin final’, etc., están solamente en la mente. La realidad, ‘tat’ (Brahman, Âtman…) es la cesación de la conceptualización, de la identificación con lo limitado…

Las identificaciones son el producto de la mente. La función de la mente es producir formas y agrupaciones, correspondencias, atribuciones, entre supuestas entidades que no son nada sino conceptos, imágenes. Identificado por su mente y con su mente, el sujeto dormido padece, sufre identidades que son limitaciones, alienaciones. Encantado, atormentado por el espectro de la humanidad, de la deidad, de la consciencia, mirando como el esclavo de Platón las sombras sobre la pared de su cueva, encerrado en el hospital de locos de la consciencia, es víctima de la historia que se cuenta en su mente, su diálogo interior. Como un águila educada por gallinas, que cree ser ella misma una gallina, el ser humano pasa una vida de sufrimiento, al no ser lo que realmente es. Sí, toda condición es ilusoria, debido a Mâyâ, toda identificación es ‘avidyâ’, ignorancia, el origen del sufrimiento sin origen...

Millones de personas gastan toda su energía en proclamar que son lo que no son. Se identifican con un conjunto mente-cuerpo, con un “sujeto”, quien, como tal, recibe atribuciones, cualidades y está en correlación con objetos (y otros sujetos, pero, en cuanto ‘otros’, considerados como objetos). Pero nada de esto es… Como bien dice Halil Bárcena: “Para quien sabe ver, todo es Él, según la expresión derviche. Las realidades hablan cuando yo callo. Mientras vivo inmerso en la cacofonía de mi ruido interior, lo de fuera no es más que el espacio en el que resuena el eco amplificado de mis deseos y temores, mis expectativas y necesidades. Veo sólo lo que mi patrón interpretativo me permite ver, esto es, muy poco, a penas nada. Sin embargo, ahí delante hay una inmensidad de sentido. Percibirla no depende más que de la calidad de la mirada. A ojos sufíes, saber ver es la cuestión. Para quien sabe ver, todo cuanto hay se convierte en símbolo que habla del otro mundo, el de la pura sutilidad que se anuncia tras lo múltiple y formal. Quien sabe ver alcanza a comprender y sentir la naturaleza primordial de las cosas, o lo que es lo mismo, la realidad real. Sin embargo, pocos son los que se dan cuenta de todo ello. Hay quien mira y no ve. Son la mayoría. Hay quien mira, no ve y cree ver. Estos son bastantes: ciegos conduciendo a ciegos. Pero, hay quien mira, desde el silencio más radical de sí mismo, y ve. Estos son los menos, pero gracias a ellos se sostiene el mundo…”

Aconsejo vivamente la lectura de dos obras magníficas sobre esta materia. La una es ‘El libro de la Nada’ del patriarca zen Sosan; y la otra es ‘El Tratado de la Unidad’ del místico sufí Ibn al Arabi. Ya de esta época contemporánea, muy esclarecedora es también la obra ‘La doctrina sufí de la Unidad’ de Leo Schaya.

He aquí un profundo fragmento del ‘Libro de la Nada’:

Volver a las raíces es encontrar el significado,
pero perseguir apariencias es alejarse del origen.
En el momento de la iluminación interior
se transcienden las apariencias y el vacío.
A los cambios que parecen ocurrir en el mundo vacío
los llamamos reales solamente debido a nuestra ignorancia.
No busques la verdad; tan sólo deja de mantener opiniones...

No permanezcas en el estado de dualidad;
evita cuidadosamente esas búsquedas.
Si queda rastro de esto o aquello,
de lo correcto o lo incorrecto,
la esencia de la Mente se perderá en la confusión.
Aunque todas las dualidades proceden del Uno,
no te apegues ni siquiera a este Uno.
Cuando la mente existe imperturbable en el Camino,
nada en el mundo puede ofender; y cuando ya nada
puede ofender, deja de existir tal como era antes.
Cuando no surgen pensamientos discriminatorios,
la mente de antaño deja de existir…

Recomiendo hoy este bello y sencillo blog de sabiduría sufi:






 

sábado, 29 de octubre de 2011

La filosofía como heroísmo. Caminando sobre abismos...

Cada día estoy más convencido de que una de las posibles maneras de escribir la historia de la cultura pasa por contar la historia de las casas de sus creadores: la de las torres de Quevedo, Montaigne o Jung, la de la casa de Wittgenstein en Noruega, la de Nietzsche en Sils Maria o la cabaña de Martin Heidegger… Este último habitó una casa de madera de 40 metros cuadrados, junto a su esposa, en la Selva Negra, hogar al que se refirió el autor de ‘Ser y tiempo’ en “Por qué vivo en provincias”. De la idea de arquitectura que se derivaba tanto de su filosofía -“el lenguaje es la casa del ser”- como de aquella cabaña habló Heidegger en “Construir-Habitar-Pensar”, la conferencia que leyó en 1951 a los arquitectos encargados de reconstruir las ciudades alemanas destruidas en la segunda guerra mundial. A la vez que contraponía a los modernos conceptos de Espacio, Tiempo y Técnica los de Lugar, Memoria y Naturaleza, el filósofo defendía una vuelta radical a los orígenes tanto del pensar como del construir y, así, radicalmente, escribía: “En la profundidad de una noche de invierno, cuando una salvaje tormenta de nieve rodea la cabaña y cubre todo, es el tiempo perfecto de la filosofía…”

Los grandes filósofos han tenido mucho de profetas. El pathos filosófico es consustancial a la grandeza filosófica. A cierta, al menos. Lo fue originariamente y parece serlo en todo pensador -Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, como ejemplos últimos- que lo que quiere de verdad es un nuevo modo de ser y de pensar, una nueva determinación fundamental de vida. Esto es, una traslación cósmica, lo que se ha dado en llamar también como “Gran Tránsito”. Desde esta perspectiva, la Revolución Francesa sería un “Pequeño Tránsito” y las piruetas de los primeros hombres en la Luna una bobada. El “Gran Tránsito” está por llegar, como bien profetizó Nietzsche, y como claramente vislumbraron algunos grandes espíritus del siglo XX...

Uno de esos grandes espíritus fue sin duda Ludwig Wittgenstein, prototipo del intelectual de rasgos individualistas y geniales frente a los pragmáticos y eruditos ilustrados. El maestro frente al profesor. Característica fundamental de Wittgenstein fue el sentimiento o la sensación de aislamiento en que pensaba, en su cabaña (Skjolden) más que en la cátedra (Viena). Se dirigía sólo a quienes querían iniciarse en un nuevo modo de ver las cosas y no a la comunidad científica ni a la ciudadanía. Para él la filosofía, y esto es esencial saberlo, no era una empresa científica, sino estética. Su ideal filosófico era la búsqueda de claridad redentora, de abrimiento de la conciencia y del mundo. No ofrecía verdad sino veracidad, ejemplos no razonamientos, motivos no causas, fragmentos y ensayos no sistemas. Trataba de comprender no de juzgar, de persuadir no de demostrar. De filosofar, no de hacer filosofía. “La tarea de la filosofía -decía el autor del Tractatus- es tranquilizar el espíritu con respecto a preguntas carentes de significado. Quien no es propenso a tales preguntas no necesita la filosofía”. La filosofía entendida así libera de los agobios y esclavitudes que problemas mal planteados suponen para el espíritu. Problemas que quieren formularse lógicamente y a ese nivel no significan nada; ni tienen solución ni son problemas, por tanto. Agobian porque rompen la cabeza sin sentido, cuando lo que han de esperar, más bien, es un movimiento del ánimo que traiga claridad, un cambio de modo de pensar que los diluya, un cambio de vida que rebane su importancia. La filosofía, bien entendida, esto es, concebida como meditación en profundidad -en lo vertical, un viaje en el silencio hacia el abismo, hacia el vacío…- no es por consiguiente reflexión, no es ‘pensamientos’, sino terapia del espíritu, paz hondísima, hondura abisal…

“Desconfianza de la gramática es la primera condición para filosofar” proclamaba Wittgenstein en 1916. Ya Nietzsche señaló claramente que la gramática es una “teología”, “una metafísica para la plebe”. Para el filósofo teutón, la gramática es la sede del orden racional de lo que ocurre, el fundamento último de la distinción y la jerarquización de las cosas, como núcleos estables, estructurados; es lo que hace pensable, es decir, fijo, lo fluente. La gramática es pues un dique frente al devenir. Dejamos las cosas en la gramática con la falsa certeza de poder recuperarlas más tarde sin cambios inexplicables racionalmente; ella “conserva” nuestros objetos y nuestra misma identidad como sujetos, nos promete un rostro reconocible, y, por tanto, responsable, al que poder seguir llamando “yo”… Pues bien, tanto Nietzsche como Wittgenstein desconfiaban de la gramática, esa razón que acota la libertad del pensar al estático orden de lo decible, porque sabe que todos los ídolos venerados durante siglos, ídolos morales, religiosos, metafísicos, se fundamentan en la aparente humildad de las categorías gramaticales, de cuyo cerrado horizonte son deudores todas las negaciones idealistas de la vida, no menos la nítida idea de Platón que la brumosa de Kant. En dicho sentido, la filosofía que inaugura Nietzsche no habla ya desde la óptica del sujeto, sino desde “la óptica de la vida”. Ésta es fuerza, voluntad de poder que valora y confiere valor. Si el lenguaje es vehículo de comunicación interhumana, el requisito de liberarse de la gramática como condición previa a la superación del error, tiene como consecuencia la necesidad del aislamiento individual, la disgregación del mundo social. Para Nietzsche y su “escuela” (Wittgenstein, Heidegger, Derrida, Deleuze, Blanchot, Cioran…), el sujeto que piensa -la res cogitans cartesiana- ha de dejar paso al individuo que en solitario se sumerge en el océano infinitamente múltiple y cambiante de la vida, en cuyo seno se ve arrastrado por fuerzas irresistibles que ponen a prueba sus energías…

Como puede verse, esta postura netamente filosófica está desprovista de un método y se acerca mucho a las cosmovisiones orientales, sobre todo se aproxima bastante al taoismo y al zen. -No en vano, el último Heidegger, por citar un ejemplo, tiene en su pensamiento un claro sabor zen…- Nada tiene esto de anómalo, y para nada debe extrañarnos si atendemos en profundidad y sobre todo a lo que más nos concierne y caracteriza, esto es, a la naturaleza del lenguaje. Y es que antes de saber si es verdadero o falso lo que decimos hay que saber si siquiera decimos algo cuando hablamos. Y si decimos algo, qué decimos y desde donde lo hacemos, desde qué juego lingüístico, qué contexto, qué forma de vida…, porque lo tristemente cierto es que proferimos constantemente palabras que circulan como monedas cuyo valor ya está de antemano amortizado; palabras irresponsables, extrañas como dichas por nadie y repitiendo siempre lo mismo: un decir que se intercambia cuando la realidad, en el mismo acto, ha sido retirada. Un decir que no dice nada, que opaca más aún la luz de lo infinito que podría alumbrarnos en todos nuestros planos…

El lenguaje es la casa del ser, y el hogar que habitamos habla de nosotros, de lo que nos habita, de cómo escribimos en la vida, sea cual sea la forma que elijamos para expresarnos. La escritura, bien lo sabemos, tiene sus propios códigos, estructuras cuya observancia provee de aptitudes y capacidades a quien ostenta el título de autor. Códigos en primer lugar gramaticales, mediante los que el lenguaje se configura como estructura que hace posible, y por ello limita, la expresión -y quizás la constitución- de los sentidos posibles. Pero también códigos culturales, una tradición por referencia a la que el discurso del escritor se constituye en un juego de afirmación y de negación. Códigos, por fin, sociales que convierten al escritor en intelectual, con capacidades más o menos reconocidas para intervenir en los distintos ámbitos de la estructura de la sociedad. Pero estos códigos que estructuran la acción del escritor sobre el lenguaje, la cultura o la sociedad, y que por tanto le confieren una forma de poder ilusorio, no son suficientes en absoluto para transmitir algo que esté pleno de significado. Por esto, el escritor auténtico vive constantemente junto a los acantilados, asomado siempre al abismo, precipitado en el vértigo de la experiencia de una radical imposibilidad: la de culminar la constitución del sentido. Ello supondría acceder a una realidad más allá de las palabras que lo asedian... Él o ella obran en la tensión en la que las palabras hablan, ahondándolas hasta la imposibilidad de cerrar el círculo de la significación.

El escribir se presenta entonces como una forma de experiencia para la que la significación opera al modo de una creencia inicial que hace posible la realización de la obra, pero que no sabría dar cuenta de su propia consistencia y ante la que la noción de estructura se muestra insuficiente o, por mejor decirlo, incapaz de soportar el peso de lo que querría fundamentar. Este es ni más ni menos el momento del salto al vacío, el instante de la metamorfosis, que trasciende todas las formas y las estructuras, telas de araña que configuran las múltiples redes de lo posible, que conforman el tejido inconsútil del universo, entes desprovistos de sentido pero necesarios para ir desenrollando la madeja que posibilita la existencia de todos los viajes, de todos los retornos, de todos los sueños que nos sueñan, de todas las fronteras que nos señalan la ausencia de límites… Sólo entonces comprendemos que el vacío es plenitud y que el ser se fundamenta en la nada, sombra que se disipa ante la luz de la palabra que no puede ser pronunciada…

Al final del trayecto, la plétora del silencio, y más allá aún, la luz del origen conteniendo todo el universo repleto de significados, de mundos dentro de otros mundos, ebriedad de lo divino a donde se llega por la senda invisible donde se pierden todos los caminos…

Hoy recomiendo una web extraordinaria. - Aconsejo vivamente que se lea el primer artículo que aparece hoy en su portada, “Silencio sentido, los sentidos del silencio” escrito por Aitxus Iñarra...-

viernes, 28 de octubre de 2011

Tiempo y Energía. Fiestas alineadas y alienadas...

En base a acontecimientos históricos o míticos de eso que llamamos ‘pasado’, cada religión, cada pueblo, cada cultura marca una fecha concreta como el comienzo de un nuevo año. Los antiguos romanos comenzaban el año en los idus de marzo, de ahí que todavía hoy, en nuestro calendario, los meses de septiembre (séptimo), octubre (octavo), noviembre (noveno), diciembre (décimo) indiquen claramente un orden que ya no responde a nuestro tempo, que comienza en enero con lo cual hay un desfase de dos meses. Los musulmanes, los judíos, los budistas… tienen su propio calendario, que es diferente a aquel por el que nos regimos en el mundo occidental, que es el gregoriano. Es curioso, pero ahora caigo en la cuenta de que todos los ‘comienzos de año’ tienen un sentido en casi todas las tradiciones menos en la nuestra. Unos hacen comenzar el año en base al comienzo de una estación, otros en base a un acontecimiento salvífico o mítico, pero el paso del 31 de diciembre al 1 de enero no responde a nada. En todo caso, tendría más sentido comenzar el año el 24 de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno. Pero la fecha del 1 de enero no se ubica en ningún ‘tiempo de poder’ ni responde a ninguna alineación astrológica… En puridad, solo los solsticios y los meridianos de cada estación tienen correspondencias energéticas astrales y telúricas en las que el ser humano -que se coloca en su centro- puede ser beneficiado.

También, si un grupo nutrido de seres humanos, a nivel planetario, decide alinearse energéticamente en círculos de fuego, puede alcanzarse una gran fuerza interior, una iluminación fulgurante, independientemente de la fecha en que se decida hacerse tal unión de espíritus. Ahora bien, como dije antes, fechas convencionales como la “nochevieja” o la tontera infantil de los 10, 10, 10; los 11, 11, 11… y cosas así están completamente desprovistos de significado en sí mismos. Están fuera de cualquier tipo de alineación real. Son datas convencionales, sin repercusiones astrales, en las que se concita bien al contrario toda la puerilidad universal del hombre de hoy y su tedium vitae. – En el fondo, cualquier tipo de evento basado en una efeméride es un tonal absurdo e irrisorio que forma parte -no lo olvidemos- de la sociedad de masas, pues lo gregario está presente en todos los acontecimientos del año, hasta en la visita a los cementerios... Es el signo de los tiempos, y tiene un nombre muy concreto: alienación. Quien mejor definió este fenómeno tan contemporáneo y tan omnipresente en nuestras sociedades frustradas y nihilistas fue Heidegger, con una de sus frases lapidarias: “Todo el mundo es el otro pero nadie es uno mismo”.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, no quiero quedarme anclado en esta serie de consideraciones -todavía superficiales- que he pronunciado sobre las festividades vacías de sentido. Es menester ir a la raíz del asunto. En la verticalidad, hay visión porque nos encontramos en un haz de luz que no divide el espacio y que no parcela el tiempo. El rayo que no cesa no estructura ni pesa, es sólo luz indivisa y eterna. Pero en la horizontalidad todo cambia, ya que yacer es ocupar un espacio, y como tal, dividirlo. Al pesar y comparar los volúmenes de los cuerpos, se gestan las primeras estructuras, y la imperiosa necesidad de tal voracidad requiere de un tempo, de una temporalidad, de una construcción artificial milimétrica que marque las fases de un movimiento que si no es pensado deviene en locura, en un “irse” sin límites ni medidas. Y nace así ese flatus vocis que es el tiempo, y con él el calendario, y con éste las fiestas que en un principio eran todas de origen agrícola…

Como se colegirá de mis reflexiones, que voy enhebrando a vuela pluma, no tengo nada en contra de las fiestas ni de la forma en que se celebran -no tiene sentido oponerse a los signos de los tiempos ni a nada, como igualmente absurdo es participar en el barco de los locos-. Fluir es la superación de la adhesión o el rechazo. Ser supone incluso la comprensión de que lo festivo en un sinsentido razonable. Se necesitan puntos de inflexión para no caer en el vacío. Las dualidades corporeizadas han de seguir su marcha, la pauta de sus procesos, con sus ficticios antagonismos. Esto forma parte de ese entramado de relaciones multidireccionales que forzosamente se nos escapa, pero en el que una suave voz nos advierte de su insoslayable perfección. Un juego, una trama, una comedia perfecta…

Hablaba el otro día en este blog de ese viaje maravilloso a ninguna parte que supone una vida consciente, pero no hablaba claro está de la consciencia ordinaria, puesto que ésta abandonada a sí misma, y en relación a la inocencia animal, conduce a la locura -una locura que nos constituye en tanto que hombres-. El mundo de la consciencia, de la dualidad posterior -en puridad, in illo tempore- a la fisura, es el universo de la inconsciencia generalizada. A través del mito (y estamos ahítos de ellos, hoy más que nunca) y a través de la sintaxis del lenguaje (la náusea de la logorrea, tan variada e invasiva hoy por hoy) nos tranquilizamos y nos damos la ilusión de tener a la realidad controlada. Pero sucede que en la historia lineal, en la horizontalidad de la marcha errante de la humanidad (donde las masas han imperado e imperarán siempre), todo lenguaje, todo sistema formal, todo proceso de pensamiento llega, tarde o temprano, a la situación límite de la autorreferencia: de querer expresarse sobre sí mismo. Surge entonces la vivencia de lo infinito, como dos espejos enfrentados y obligados a reflejarse mutua e indefinidamente. En uno de esos pliegues puede quedar atrapada nuestra consciencia egoica, en una especie de locura que no es para nada liberación de las garras del tiempo y del espacio. De hecho, en un espejo sin reflejo, oscuro y macilento, se encuentra adherida esa contemporaneidad de entidades corporeizadas en masas uniformes -en su angustiante alienación- que es la sociedad actual. Toda cultura (que trabaja y celebra, que divide y parcela el tiempo y el espacio, que genera diferencia y controversia) no es más que un exorcismo… Lo festivo no es sino un hito más de esa angustia que necesita hacer el recorrido hacia sí misma para no ahogarse en su propio vómito.

La conciencia ordinaria se ha ido alejando ilusoria y fácticamente del origen merced al vehículo del lenguaje simbólico. Se trata sin duda de un enorme salto evolutivo pero que tiene un precio, pues el animal pensante que es el hombre se da cuenta de que con el lenguaje nace el tiempo, en los verbos y en las percepciones; y, como bien explicaba Sören Kierkegaard, tiempo es sinónimo de angustia. Nace también la disociación entre el actor y sus acciones, entre el sujeto, el verbo y el predicado. Y con ello la mayor fuente de angustia imaginable, el gran terror del yo aislado… Sucede entonces algo impresionante, a saber: que con el mismo lenguaje que genera la ansiedad intenta el hombre construir remedios a esa ansiedad. Siendo éste el circuito vicioso de toda cultura. En nuestra sociedad occidental -cuya acepción no es para mí una noción geográfica (puesto que abarca el mundo entero) sino astrológica (en cuanto ocaso)-, sociedad histórica por excelencia, los infructuosos remedios a la ansiedad toman forma de instituciones, ideologías, creencias, normas, fármacos… En las sociedades más primitivas, la ansiedad y el desorden se neutralizan por el efecto de lo imaginario, lo simbólico, las prácticas ritualizadas… En uno y otro caso, exorcismos para conjurar el hálito de la locura que conlleva sumergirse en un vacío sin límites ni fronteras. Sólo en casos muy diferenciados y críticos, se salta de lo simbólico a lo místico; se recupera la no-dualidad originaria a través de una experiencia trans-personal y post-verbal. Se vuelve al “eterno presente”, pero no desde la pre-conciencia animal sino desde la post-conciencia mística. La vivencia del Yo/Atman como abismo interminable… Y entonces no existen los días, ni los meses, ni los años, ni las fiestas ni los duelos, ni los juegos de artificios ni las penas. Hacia ese haz de luz divina e indivisa nos dirigimos a través de disoluciones y coagulaciones en ese proceso alquímico que es la vida de quienes hemos despertado y estamos viajando ya de regreso a casa…

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jueves, 27 de octubre de 2011

La Metamorfosis en el Arte. Muerte y Transfiguración

Nada más adecuado, para el tema que hoy expongo, que escuchar suavemente como fondo de mi texto esta música melancólica y autumnal de Philip Glass: el poeta actúa…


Metamorfosis

Oscuro y enterrado, como búho,
espera en el silencio húmedo,
aplazando la sordidez,
consume murmullo tras murmullo
cada palabra,
como si fuera el último bocado
antes de la metamorfosis.

Aplasta férreamente
las posibles disensiones,
depura lo superfluo
que se antepone al valor mismo
de las cosas, pervirtiéndolas.

Sólo queda lo indescriptible,
aquello que se da por llamar
lo inefable.

Razón de esta búsqueda, este diario
ejercicio de crear la vida
con despojos cercenados a cadáveres...

Este poema de Hölderlin nos viene a manifestar, entre otras cosas, que si no hubiera poesía en los tiempos sombríos nunca hubiera habido poesía. También que donde está el peligro -como reconocía el mismo vate- ahí se encuentra precisamente la salvación. Hay, de hecho, una muy acertada expresión de Goethe que dice que “hay una relación muy estrecha entre la verdad y la derrota”. La poesía, a mi entender, asume precisamente estas dos instancias: la de la verdad estética por un lado y la de la derrota por otro. ¿No estaría el poeta de alguna manera navegando en la orilla de la derrota, en el sentido de que la palabra parece siempre no ser lo suficientemente poderosa como para manifestar el espíritu del que emana…?

De aquí se infiere la más que comprensible melancolía que siente profundamente todo auténtico artista. El pathos de un ser de luz lleva siempre en efecto el sello de una cierta melancolía difícil de describir, quizá porque sepa mejor que nadie que se gana perdiendo. No hay otro modo en este mundo. Si queremos subir, querremos bajar; sólo si subimos bajando alcanzaremos el monte de la perfección. El grano de trigo debe morir para que fructifique…

Todo esto lo comprendió perfectamente Friedrich Hölderlin. De ahí su poema, metamorfosis: variación en la forma, transformación infinita, precisamente a partir de la experiencia germinal del límite. Somos de hecho los humanos seres fronterizos en constante metamorfosis. -El mismo ejercicio poético, de hecho, es una transmutación inacabable-. La metamorfosis implica una mudanza porque es una muda de piel, para seguir evolucionando, creciendo a través de las edades, de los universos…

En mi opinión, de entre todos los elementos de la creación el árbol es el que mejor nos comunica esta gran realidad. Fijémonos cómo el árbol está ligado con las grandes aguas, con la transparente fuente y con los ríos turbulentos que circulan en las entrañas de la tierra. Mientras que la calma firmeza del árbol y el ruido monótono del viento a través de sus hojas invitan al espíritu a reposar, la incesante actividad de las diferentes especies de animales que se alimentan de sus raíces y de sus ramas nos recuerda la naturaleza, que jamás reposa y jamás se fatiga. Esto último es importante destacarlo, y es algo que no se le pasó por alto ni a la alquimia tradicional ni a la inmensa mayoría de las mitologías: la transmutación, la metamorfosis incesante de la naturaleza… Como tan extraordinariamente bien cantaban los antiguos Vedas hindúes, “en la naturaleza todo está en constante transformación y celebración…”

En el caso de la relación entre la música y la metamorfosis, ahí tenemos por ejemplo esa magnífica obra que es Muerte y Transfiguración (1890) de Richard Strauss. El muy moderno aliento de esta extraordinaria sinfonía resulta sorprendente: tanto su sobrecogedora polifonía, de texturas saturadas, como su cacofonía extraordinariamente trabajada cuyo centro de gravedad implosiona en lugar de explotar, no sólo resultan fascinantes sino que suponen además una ventana que muestra horizontes mucho más vastos... Así también, en otra grandiosa obra de Strauss, Metamorfosis (1944), singularmente en el comienzo y en el final, la forma es transparente, terminando el movimiento con un mensaje de esperanza suscitado por la tonalidad, por el juego instrumental, por la orquestación... La Metamorfosis podría sin embargo durar eternamente, como la Vida misma, que nunca muere… Por esto, me gustaría recordar aquí las últimas palabras que pronunció en sus últimos momentos el gran músico mentado, R. Strauss: “Hace cincuenta años”, dijo, “compuse ‘Muerte y Transfiguración’ (Tod und Verklärung)”. Luego, tras un silencio, añadió: “No me equivoqué. Era precisamente eso”.

En verdad, un auténtico escritor no escribe libros, un auténtico pintor no pinta cuadros, un auténtico músico no compone piezas…, sino que cada uno de ellos, en su modo de expresión, realiza su obra. Una obra, un Ars Magna, que no es una figuración, sino una transfiguración alquímica de la realidad, en la que lo esencial es lo que perdura y en la que el autor no conoce la prisa a la hora de señalar un hecho que se demora pues, en puridad, la obra no termina nunca. Como tan hermosamente señaló Goethe: “que no puedas llegar nunca, eso es lo que te hace grande…”

En el límite en el que el propio límite deja de serlo para convertirse en un tránsito, vemos un inquietante e ineludible testimonio: su realización corresponde desde luego a la fe profesada en lo más recóndito del alma. Si recordamos los últimos compases del poema sinfónico citado, comprenderemos lo que quiere decir esta constatación en presente, cuando lo último se convierte en un comienzo: todo lo que se presintió, todo por lo que hubo lucha y esperanza, mantenida como un desafío, es eso exactamente. Gravedad triunfante del coro con el que finaliza la sinfonía ‘Resurrección’ de Gustav Mahler: “¡Oh!, créeme, corazón, no pierdes nada. Guarda, sí, guarda para siempre lo que fue tu amor, lo que fue tu lucha…” – Sólo importa una cosa en la noche que envuelve nuestras vidas humanas: que crezca esa luz, esa incandescencia que permite reconocer la “Tierra Prometida”… la Tierra de las Ciudades de Esmeralda…

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martes, 25 de octubre de 2011

Un viaje maravilloso a ninguna parte

Recomiendo escuchar suavemente, como fondo de mi breve relato, esta sencilla y bella melodía de Philip Glass…


Era todo como un sueño, había vivido sin saberlo dentro de una totalidad sin centro y sin fisuras. No tenía conciencia de nada, tan sólo había existencia y nada más. No tenía nada que pensar, no había nada que comprender. Todo era como una inmensa llanura, sin hitos ni figuras, sin antes ni después, completa en sí misma. Nada era “grande” ni “pequeño”, ni “limitado” ni “ilimitado” puesto que en aquel vasto océano lo latente no había sido extraído aún ni actualizado por el soplo del espíritu… Y, de repente, mi mirada comenzaba a verse a sí misma… Una distorsión inesperada me empujaba a una eterna vigilia, sacándome del mundo del sueño, de la no-vida y de la no-muerte, al que no volvería nunca más.

Un conjunto de imágenes, de conceptos, de símbolos se iban reproduciendo sin cesar por una especie de imperativo que no podía controlar. En este despertar me asomé como una piedra que surgía del fondo del mar. El aire se curvaba frente a mí, empezando así a vislumbrar las primeras imágenes de aquellos enhiestos árboles que, en la orilla, parecían estar lejos, muy lejos, pero cuyas raíces, sin embargo, todavía estaban en mi pecho. Era todo aquello un sentir tan puro, tan inocente, tan vívido y refrescante, que no podía imaginar que aquel esbozo de emoción líquida y transparente se adentraría más adelante por las intrincadas sendas de un laberinto de sueños que se sueñan a sí mismos…

Sin darme cuenta, me vi abocado a un devenir inconmensurable, a una vida fluyente e inaprensible, a una plétora de multiplicidad tal… que sólo la locura podía resolver, en su irresoluble condición, la vastedad de aquel enigma sin nombre. ¿Adónde asirse pues…? Antes de que pudiese formular ninguna pregunta en un mundo sin cuestionamientos ni respuestas, advinieron como en un misterioso cortejo palabras, categorías mentales, representaciones simbólicas, y un sin fin de redes de araña perfectamente entrelazadas. Entre tantas estructuras, formas, figuras geométricas, números, ideas y pensamientos, un vislumbre fugitivo me devolvió a la realidad primera. Todos los espejos, tanto los más límpidos como los más oscurecidos, reflejaban cada cual a su modo que era la inconsciencia de la conciencia primigenia la que nos había lanzado a recorrer los dédalos infinitos del universo. Y estaba bien que así fuera, pues no podía ser de otra manera.

De un sueño sin consciencia a una inconsciencia sin sueño, el reto que se me presentaba aquí y ahora era asombrosamente hermoso. Mi perplejidad como mi asombro no tenía fin, y no estaba solo en esta singular empresa, en esta esplendorosa singladura… Habiendo pasado por las múltiples fases del sistema mental humano, habiéndome perdido por un sin fin de caminos en desiertos y bosques, en valles y montañas, tenía sin duda que volver a dormir para poder despertar. Pero ya nunca sería como el sueño primero, al que nunca se regresa. La no consciencia, como la inocencia, no es recuperable una vez perdida. Tampoco tenía sentido seguir en la conciencia ordinaria, que no es sino inconsciencia que se ha alejado del sueño primero.

Se hacía necesario por tanto un salto a la consciencia absoluta, a la luz primigenia que habita en el fondo de la matriz del universo. Un viaje maravilloso a ninguna parte, sumiéndose en la oscuridad de Isis, en la cueva de las sombras donde palpitan titilantes todas las estrellas. Adormecimiento de todas las potencias hasta la cesación de todo pensamiento, de toda idea, de toda imagen, disolución de todo acontecer más allá aún del último signo… Apartar con un inmenso amor todos los velos, detener la respiración, hasta los latidos del corazón sumir en un silencio inmenso… Morir antes de morir para estar realmente vivo. Morir a todo con la dulzura de un nombre impronunciable en los labios. Cerrar los ojos rozando el silencio de la vida para despertar a la consciencia de lo que ya somos, pero ya sin consciencia de sí, siendo uno con el Todo.

Y amar, amar, amar sin medida envueltos en la luz de un eterno gozo…

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lunes, 24 de octubre de 2011

Alcanzar la plenitud a través de la música

Después de muchos años de lecturas, por un lado, y de escuchar mucha música por otro, he llegado a la conclusión de que el vocabulario de la prosodia y de la forma poética, de la tonalidad y de la cadencia lingüísticas, coinciden deliberadamente con el de la música. Desde Arión y Orfeo a Hölderlin y Rilke, el poeta hace canciones y canta palabras... La poesía lleva hacia la música, se convierte en música, cuando alcanza la intensidad máxima de su ser. Por ejemplo, en los ‘Himnos a la Noche’ de Novalis, vemos cómo la prosa lírica de esta obra breve, densa y sublime, gira en torno a una metáfora de musicalidad cósmica e imagina el espíritu del hombre como una lira tocada por la gracia divina. El vate alemán (auténtico trovar-clus) trata de exaltar el lenguaje hasta ese estado de oscuridad rapsódica, de disolución nocturna desde el cual puede pasar con mayor naturalidad hacia la luz, hacia el canto... ¡Y es que, en puridad, nada puede igualarse a la música! Son muchos mis compositores favoritos [Haendel, Palestrina, Tomás Luis de Victoria, Cristóbal de Morales, J. Desprès, Haydn, Beethoven, Schubert, Brahms, Schumann, Liszt, Chopin, Vivaldi, Bruckner, Elgar, Faurè, Gounod, Wagner, Dvorak, Smetana, Vaughan Williams, Grieg, Sibelius, Monteverdi, Glück, H. Purcell, Bellini, Donizetti, Verdi, Puccini, Bizet, Berlioz, Tchaikovski, G. Mahler, R. Strauss.....], pero por los que siento una auténtica pasión melómana y espiritual son BACH y MOZART.

La producción musical de Johann Sebastian Bach es inmensa. Las dos Pasiones (según san Mateo y San Juan), el Magníficat, las Cantatas, los Conciertos de Brandenburgo, las Variaciones Goldberg, las Suites para violoncello, el Arte de la Fuga (órgano), la Misa en B minor, etc, etc, etc. ¡Cómo aconsejo escuchar esta música sublime, inmensa! La humanidad no ha conocido otro genio que haya presentado con un mayor pathos el drama de la caída en el tiempo y la nostalgia del paraíso perdido. Las evoluciones de su música -profundamente espiritual- dan una grandiosa sensación de ascensión en espiral hacia los cielos. Con Bach, ciertamente, nos sentimos a las puertas del paraíso; nunca en él. La presión del tiempo y el sufrimiento del hombre caído en el tiempo amplifican la añoranza de mundos puros (esa ‘sed de plenitud’ de la que hablaba Teresa de Lisieux), pero no nos transplantan a ellos. El pesar por el paraíso es tan esencial en esta música que hasta los críticos musicales y los analistas más eminentes (inclusive los biógrafos, recopilando documentos testimoniales) se han preguntado si Bach tuvo alguna vez otros recuerdos que no fueran los del paraíso. Una inmensa e irresistible llamada resuena proféticamente en la música de Bach, y ¿cuál es el sentido de esa llamada sino sacarnos de este mundo? ¡Porque con Bach, efectivamente, nos elevamos dramáticamente hacia las alturas! Quien en el éxtasis de esta música no haya sentido lo transitorio de su condición natural y no haya vivido la serie de mundos posibles que se interponen entre el paraíso y nosotros, no entenderá nunca por qué sus tonalidades están constituidas por besos de ángeles... Lo trascendente tiene en Bach una función tan importante que nos muestra de una manera clara que, todo cuanto le es dado vivir al hombre tiene sentido únicamente en relación con su condición en el más allá.

Bach, por consiguiente, nos invita a una cruzada para descubrir en el alma humana, más allá de las apariencias, el recuerdo de un mundo divino. Toda la música de Bach evoca, por ello, la tragedia de la Caída. El exilio terrenal de los hombres es su motivo y su sentido oculto... De ahí que a Bach sólo podamos entenderlo cuando nos alejamos de nuestra condición actual (y de la turbamulta de este ruidoso e inarmónico mundo) y nos instalamos en nuestro primer recuerdo. En puridad, su música se encarga de realizar en nosotros esa inefable anamnesis.

Acongojado por la caída en el tiempo, Bach solo vio la eternidad. El pathos de esta visión consiste en representar musicalmente el proceso de ascensión a la eternidad (en espiral, naturalmente), y no la eternidad en sí misma. Una música, por ende, en la que no somos eternos, sino que lo seremos. -Dice Teresa de Lisieux: “La eternidad no tiene ni límites, ni fondo, ni orillas...”- La Eternidad es, en efecto, la ruptura completa del tiempo y la entrada, no en otro orden de existencia, sino en un mundo sustancial y radicalmente diferente. A la visión perenne de la discrepancia absoluta entre tiempo y eternidad, Bach le dio un perfil sonoro. La eternidad no es concebida como una infinidad de instantes [esto es el infinito, que es una especie de ‘eternidad en el tiempo’, una ‘totalidad inmanente en el devenir’, y que para nada tiene que ver con la eternidad en su sentido más profundo], sino como un instante sin centro y sin límites, un Eterno Ahora (en feliz expresión de San Agustín). El Paraíso es, pues, el instante absoluto, un momento redondeado en sí mismo, en el que todo es ‘actual’... -Dice la santa de Lisieux: “… El tiempo es sólo una ilusión, un sueño. Dios nos ve YA en la gloria y goza de nuestra beatitud eterna…”

Si con Bach lloramos el paraíso perdido, con Mozart estamos en el paraíso. Por eso, Wolfgang Amadeus Mozart es el non plus ultra, el culmen de la belleza musical. A pesar de morir joven, la producción musical mozartiana es también inmensa -gracias a su genial precocidad-. Diez conciertos, cuarenta y dos sinfonías, sus óperas principales [La Flauta Mágica; Don Giovanni; Las bodas de Fígaro; El rapto del serrallo; Cosi tan futte; La clemenza de Tito...], el celebérrimo Requiem, la Misa en C major (o Misa de la Coronación), etc, etc, etc.

¡Con Mozart, ya sí estamos en el paraíso! Su música es realmente mirífica, paradisíaca. ¡También sugiero que se escuche porque es toda una meditación…! Sus armonías son un baile de luz en la eternidad. De la música mozartiana podemos aprender perfectamente lo que significa la gracia de la eternidad: un mundo sin tiempo, sin dolor, sin historia... - Si Bach nos hablaba de la tragedia de la caída; Mozart nos habla de la glorificación de los hombres en el cielo. Esta elevación está tejida -en su música- de serenidad y transparencia, juego de colores. La evolución en espiral de la música de Bach indicaba, como antes dije, en su mismo esquema, una insatisfacción con el mundo, con lo que se nos ha dado, una sed de conquistar la pureza perdida. Sin embargo, la espiral -y esto es muy importante- no puede ser el esquema de la música paradisíaca, porque el paraíso es el límite final de la ascensión: más arriba ya no es posible llegar...

En Mozart, la ondulación significa la apertura receptiva del alma al esplendor paradisíaco. La ondulación es, por así decirlo, la geometría del paraíso, como la espiral es la geometría de los mundos interpuestos entre la tierra y el paraíso. -Hay algo que martillea incesantemente mi cerebro, que me seduce y me roe el alma a un tiempo, y se trata de aquello que escribió el poeta francés Mallarmé sobre las primeras composiciones de Mozart, sobre los primeros minuetos que compuso a los seis años: “El hecho de que un niño haya podido vislumbrar semejantes armonías es una prueba de la existencia de Dios y del paraíso por el anhelo…” Tenía razón Mallarmé; toda la música de Mozart, pura y aérea, nos transporta a otro mundo y tal vez a un recuerdo… ¿No resulta de hecho extraño que, purificados por ella, vivamos todas las cosas como recuerdos que nunca se convierten en lamentos? ¿Y eso por qué? Porque el mundo de Mozart, el que su música nos ofrece, posee la misma consistencia que los recuerdos; es inmaterial…

Se ama la música celestial de Mozart porque priva a la vida de su dirección entrópica y declinante, convierte el entusiasmo en vuelo y sus alas son portadoras de fortuna y no de fatalidad. ¿Quién podría decir donde termina la gracia y empieza el sueño? Esta música de ángeles me ha hecho descubrir, entre otras cosas, una categoría nueva: el estado de ‘suspensión’, de ‘planeamiento’, de ‘trance’. En este estado he aprendido de verdad lo que es la profundidad de las serenidades... Y si admiro profundamente a Mozart es porque él nos enseña con su música lo que será la humanidad cuando ya no conozca el dolor ni el miedo. En la música de Mozart están contenidos, de facto, todos los símbolos de la felicidad suprema y eterna: la ondulación, la transparencia, la pureza, la serenidad.

Sólo puedo decir, ya para terminar, pues me faltan palabras para describir lo que la música de Mozart significa para mí, que las melodías mozartianas tienen su plenitud en la más alta tonalidad del alma, sobre las cimas donde florece el ígneo lirio del Amor Eterno...

Cello Suite nº 1 Prelude de Bach


Air on a G-String de Bach


Ave Verum Corpus de Mozart


Sonata para dos pianos K. 448 de Mozart

domingo, 23 de octubre de 2011

Meditar en silencio

“No hay nada en todo el universo que se parezca tanto a Dios como el silencio…” Meister Eckhart

Como Nietzsche, como Klossowski, como Heidegger, y como Samuel Beckett entre otros, en los últimos años de su vida, el filósofo Ludwig Wittgenstein dejó de hablar. Se refugió en el más absoluto silencio. Y, como los autores mencionados, terminó sus días en una cabaña escondida en mitad de un bosque, meditando, paseando, haciendo las labores del campo, y sin escribir nada. Había comprendido… Poco antes de morir, Wittgenstein fue visitado por su hijo, que le instó a hablar, a escribir, a dar conferencias, pero no obtuvo respuesta. Cuando su hijo se marchaba ya, como sabía que no lo vería más, le dijo (fueron sus últimas palabras). “Hijo mío, hay que callar porque, en rigor, no hay nada que hablar…” - Y lo último que escribió en su Diario, un año antes de morir, fue: “… el silencio es un indicio de encontrarnos ante algo profundo e importante, algo ante lo cual interrumpimos la cháchara para prestar oídos a otro tipo de voz que la palabra, pues lo que no puede ser dicho aún puede ser mostrado…”

En el séptimo arte, hay una obra cumbre y realmente estremecedora que nos relata precisamente la importancia axial del silencio. Me refiero a una película del genial director de cine sueco Ingmar Bergman y que se titula “Persona” (1966). Una célebre actriz deja repentinamente de hablar, de la noche a la mañana, sin ninguna razón aparente, y desconcierta de tal modo a todo su entorno, a sus compañeros de profesión, a su familia, a las personas que la admiran, que la toman por loca y la ingresan en un hospital psiquiátrico. La examinan y ven que su aparato fonal y vocal está perfectamente. Sencillamente, ha decidido dejar de hablar. A partir de ahí, la enfermera que la cuida, los médicos que la examinan, y hasta el resto de los pacientes, ante este silencio estremecedor empiezan a confrontarse con sus propios miedos, con sus sombras, con el sentido de sus vidas… El silencio de la actriz les remueve sus profundidades, y hace posible que tengan planteamientos que nunca antes habían tenido… El caso es que el espectador que ve esta película sale por fuerza de ella meditabundo, preguntándose muchas cosas sobre la necesidad del lenguaje, sobre el sentido profundo del silencio…

Más allá del pensamiento y de la razón, todos los seres de luz han meditado en silencio. En la pura meditación silenciosa, todo el panorama del universo se ‘contempla’ de un vistazo, sin hacer nada ni quitar nada. Meditar significa dejar simplemente que el panorama del universo sea tal como es: imperturbable y sereno, sin límites... Dejar pues simplemente que las cosas sean tal como son… El pájaro canta, la flor brota por sí misma, de forma natural. No se les ocurre epatar a nadie. El pájaro canta sin más, la flor brota sin más. De esta manera se realizan ellos mismos, como ellos mismos, por sí mismos... Sin añadir ni quitar nada 

Wittgenstein lo entendió perfectamente e incluso lo refleja con humor en su Diario: “Las diez mil cosas permanecen totalmente serenas. Incluso cuando el viento sopla y agita las flores. Y cuando llueve y mi preciado traje se moja, yo soy el único que se irrita, la lluvia se mantiene tranquila (…) La gente dice que tengo una gran nariz, pero mi nariz nunca ha dicho eso de sí misma ni se ha preocupado jamás por ello. Es grande y calla. Es igual con el resto de las cosas: son como son, sin pensar en ello. Llevado a la práctica esto significa Iluminación…”

En verdad, fundamentalmente, sólo existe el espacio abierto. El fundamento último, lo que somos realmente es espacio (sin tiempo, sin forma, sin vórtices...) Nuestro estado mental más fundamental, antes de la creación del ego/mundo, es de tal naturaleza que se da en él una apertura básica o prístina, una libertad esencial, una cualidad de espaciosidad absoluta y radical; aún ahora, y desde siempre, hemos tenido esta cualidad abierta. El que ha hecho de su vida una Meditación, que es mucho más que meditar, la ha Visto, vive en ese espacio... – Si no Vemos por lo común, es porque durante miles de años todos nuestros ancestros, todo el mundo que nos rodea, nosotros mismos, hemos sido adiestrados (sic) para ser ciegos, para no Ver desde que nacemos. Tomemos un ejemplo: cuando percibimos un objeto, en el primer instante de nuestra niñez se daba una percepción repentina y directa en la cual no había proceso lógico o conceptualizante, sino que nos limitábamos a percibir el objeto sobre un fondo abierto. Pero, ¡ay!, inmediatamente ‘después’, con el tiempo y el adiestramiento generacional, nos aterramos y empezamos a correr por todas partes tratando de encontrar algo que añadirle, ya sea tratando de encontrar un nombre para ese objeto, ya una casilla en la cual lo podamos ubicar o clasificar. De ahí surgen gradualmente las demás cosas…

Este proceso de involución no toma ninguna forma sólida, se trata más bien de un proceso ilusorio, la formación de una creencia equivocada en un “yo” o en un “ego”. El pensamiento confundido se inclina a verse a sí mismo como algo sólido, algo continuo; pero en realidad no es más que una colección de tendencias, de acontecimientos… En la terminología budista nos referimos a esta colección como los skandhas o agregados… - El punto de partida, como antes decía, es el espacio abierto que no pertenece a nadie. En el espacio y en la apertura siempre se da una inteligencia primordial. Esto es la vidya, que en sánscrito quiere decir “la inteligencia” – precisión, nitidez, la nitidez del espacio, la nitidez en la cual hay lugar para bailar por todas partes, pero no hay peligro de tropezar con las cosas, y caerse o tumbarlas, porque hay espacio abierto…

En la obra magnífica de Lotus Péralté titulada ‘El esoterismo de Parsifal’, podemos leer el siguiente fragmento sumamente esclarecedor: “El viejo y fiel Gurnemanz toma afectuosamente de su brazo a Parsifal y le conduce dulcemente al sendero que lleva al Santuario, y la tierra, el bosque, toda la vida comienza silenciosamente a insinuarse alrededor de ellos. – Al sorprendido Parsifal, Gurnemanz le responde:

“Tú ves, hijo mío,
aquí el tiempo es el Espacio…”

Así, de forma tan simple, le revela la gran ley del Espacio que conduce al Santo Grial…”

¡¡Nosotros somos ese espacio, somos Uno con el espacio, con la vidya, con la inteligencia, con la apertura primordial…!! Pero, si somos todas esas cosas al mismo tiempo, ¿de dónde surgió entonces la confusión? ¿Hacia donde se fue el espacio…? ¿Qué sucedió? En realidad, nada sucedió. Meramente nos volvimos demasiado activos en ese espacio. Porque era un lugar tan espacioso nos inspiró a bailar por todas partes; pero la danza se hizo demasiado inquieta, comenzamos a dar más vueltas de las necesarias para expresar nuestra espaciosidad. Llegando a este punto, nos creamos una conciencia de nosotros mismos, una conciencia de que “yo estoy bailando” en el espacio… Al llegar a este punto, el espacio ya no es espacio como tal. Se hace sólido. En vez de ser uno con el espacio, sentimos que el espacio sólido es una entidad separada y tangible. Ésta es la primera experiencia de la dualidad: “el espacio” y “yo”, “yo estoy bailando en el espacio y esta espaciosidad es algo sólido, una cosa separada de mí”… Dualidad significa pensar en términos de “el espacio” y “yo” en vez de ser completamente uno con el espacio, en vez de ser espacio… Este proceso que he descrito es exactamente lo que hizo surgir la “forma”, lo “otro”…

Pero para que esto suceda tiene que ocurrir cierto tipo de privación o de desmayo, en el sentido de que se nos olvida lo que estábamos haciendo antes. Hay un alto repentino, una pausa; damos una vuelta y descubrimos el espacio sólido, como si nunca antes hubiéramos hecho otra cosa, como si no fuéramos nosotros los creadores de toda esa solidez. Hay una laguna evidente entre ambos estados que mi Maestro denominaba -siguiendo en esto a los sabios ancestrales del Antiguo Egipto, a los poetas-magos- como “vacío psíquico”. Para mí, es la expresión más adecuada para adentrarnos en el Camino que hemos de revertir a través de la Meditación… Nos encontramos inmersos en la ignorancia, en el sueño de la vida, el espejismo de Mâya en el que estamos enclaustrados/encapsulados. Matrix… Para ‘salir’ de él, hemos de meditar, esto es, tenemos que morir antes de morir. Recordemos, re-cordare, traigamos al corazón, que morir a un sueño es tan inocuo como el mismo sueño. Morir a una ilusión es como apartar una nube, para poder ver el Sol que siempre estuvo ahí…Sólo la solidez ficticia de este mundo nos inocula el miedo, el horror vacui, que es el gran impedimento que frena a millones de seres a escapar de la rueda samsárica. Así podemos entender de verdad que el verbo más perfecto para señalar la liberación absoluta, total, es: DESPERTAR… Buda significa el ‘Despierto’…

La meditación es pues un descubrimiento continuo. Como afirma el maestro Lopön Tenzin Namdak: “Nadie sabe lo que es la meditación, sencillamente medita”. Cuando se despierta, en el último estadio de la meditación, alcanzamos la cumbre, un enfoque contemplativo que es propiamente no-meditación. No hay nada que hacer, tampoco hay nada en lo que meditar y, sobre todo, tampoco hay nadie que medite. Pero para esto aún resta mucho camino que recorrer… Mientras tanto, amig@s, en el Taller que impartirán Emna Castillo y Ángela Castillo el próximo 6 de noviembre en Alcalá la Real, mi participación consistirá precisamente en introducirnos en la Meditación Silenciosa y en la Musicoterapia, de la que hablaré en otra ocasión…

En este enlace podemos escuchar un fragmento delicioso de flauta shakuhashi, que acompaña perfectamente a la meditación, que nos trae la serenidad y la paz… Se titula Lluvia matutina