El pasado 19 de febrero publiqué en este blog un artículo magnífico de Javier Salaberria titulado 'El Ronin Sufi'. Ahora vuelvo con mucho gusto a editar otro magnífico artículo de este autor. Dignas son de meditar, como siempre, sus sabias palabras...
Javier Salaberria - Lunes, 5 de mayo de 2014
Una de las mayores catástrofes humanitarias de la historia del siglo XX fue la provocada por la artificial partición del Indostán, herencia póstuma del colonialismo europeo. Del desmoronamiento del Raj Británico nacen primero la India y Pakistán (1947) y posteriormente Sri Lanka y Birmania (1948) así como Bangladesh (independizado de Pakistán en 1971).
Con este mar de fondo la realizadora pakistaní Sabiha Sumar decidió abordar, en un documental, la tragedia humana que supuso para decenas de miles de familias -especialmente para sus mujeres- la ruptura de la convivencia intercultural y religiosa característica del Indostán tradicional. Sin embargo, nadie quería hablar de lo sucedido. El dolor, más de 50 años después, seguía vivo y las heridas no habían cicatrizado aún. De ese modo tuvo la necesidad de afrontar la historia a través de una película de ficción basada en hechos reales, un drama que tituló “Silent Waters” y que en España se estrenó en 2005 bajo el nombre de “El silencio del agua”.
La historia comienza en 1979 cuando Pakistán se empieza a introducir en la vía del islamismo después del golpe de estado del general Muhammad Zia-ul-Haq, que hizo condenar a muerte por ahorcamiento al antiguo Primer Ministro Zulfikar Ali Bhutto (padre de la posterior primera ministra Benazir Bhutto). El film plantea temas que aún están desgraciadamente de rabiosa actualidad en aquel lugar del mundo. Sin embargo, lo que se destila de esta extraordinaria historia es algo universal que escapa a un tiempo y a un espacio concreto y que bien podría describir situaciones muy cercanas e igualmente dolorosas para nosotros.
El bisturí clarividente de Sabiha Sumar sabe diseccionar el alma humana en sus contradicciones más profundas y desgarradoras. Dos formas de entender la existencia que chocan con consecuencias terriblemente dramáticas.
Por un lado, los que entienden la vida como un misterio de difícil comprensión, el agua de un río que fluye y al que hay que entregarse sin demasiadas pretensiones y con la única guía del amor. Un amor que puede ser tan poderoso e incondicional como el de una madre viuda hacia su único hijo. O, simplemente, el amor al prójimo, aunque sea de otra cultura, religión o ideología, porque, en palabras de un protagonista, “comprendo su dolor”. Ello provoca una empatía y una tolerancia que favorece la convivencia. “Yo también rezo, pero pienso”, decía su protagonista ante el discurso intolerante de su hijo islamista. “Ese Islam que tú tienes: ¿Te ha enseñado a mentir a una madre?... Si tan noble es tu causa; ¿Por qué la ocultas?”.
Frente a ese saboreo desinteresado de la existencia, se construye, ladrillo a ladrillo, el muro de lo ideológico, que no es otra cosa que la idealización del mundo y de las personas. Algo que nos lleva necesariamente a cambiar la realidad -con sus limitaciones y aparentes contradicciones- por una falsedad lógica y aparentemente coherente. Surgen entonces personajes constreñidos en una sicología inflexible, antinatural y fundamentalista. La rigidez necesariamente conduce a la violencia y ésta, al drama. Una violencia que deshumaniza cualquier principio, religión, filosofía o idea. Un dogmatismo cuyo principio básico es “el fin justifica los medios” y que indefectiblemente lleva a la aniquilación física del adversario, del sospechoso, del diferente. Pero que también lleva a la negación de la propia identidad, de los propios sentimientos y a su alienación por otra completamente artificial y prefabricada.
“Casarse por amor no forma parte de nuestras tradiciones”, decía lapidario un islamista a su prosélito. En realidad, la negación del amor va más allá. El amor es la gran debilidad que amenaza el estructuralismo ideológico, porque lo hace vulnerable. Sin embargo, es la columna vertebral de la humanidad, de los lazos entre el individuo, la colectividad y la trascendencia.
La transformación de un joven alegre, devotísimo de su madre, enamorado de una chica de la que guarda un retrato bajo la almohada y a la que seduce tocando la flauta, en un fanático religioso, manipulador, triste, gris y violento, que quiere “ser alguien” en esta vida y transformar su país por patriotismo, que dice servir a un Dios a la medida de sus propias ambiciones, que reniega del amor, de su madre, de sus vecinos y de su propia identidad; no es sólo la historia actual de Pakistán y de la India, es la historia del mundo pasado y presente. Y la historia reciente de nuestro propio país.
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