EL ISLAM ESPIRITUAL
Eugenio Trías - Diario El Mundo -
Cuando hablamos de religión tendemos a mezclar y confundir lo que debe siempre distinguirse. No es lo mismo la Inquisición española que la mística de Juan de la Cruz o de Teresa de Ávila; ni la figura política estelar de Inocencio III que el mensaje evangélico de Francisco de Asís; ni el ejercicio del poder del emperador cristiano Teodosio y los grandes textos de Agustín de Hipona; nadie confundirá jamás Pío XII con un pontífice carismático y atractivo para cualquier persona, confesional o no, como fue Juan XXIII.
Pero corremos el riesgo de que estas distinciones tan elementales, que se producen con espontaneidad en nuestro trato con la religión que nos es más próxima, se entumezcan, por ignorancia, desidia o mala fe, cuando se habla del Islam. Se tiende a aplicar entonces una distinta vara de medir, de manera que los excesos de las formas políticas recientes particularmente obscenas que pueden hacerse en su nombre hagan olvidar las más brillantes tradiciones espirituales, filosóficas, gnósticas o místicas de su larga historia.
Puede suceder, por tanto, que no acertemos a diferenciar las formas más literales y agrestes de interpretar el Corán (en clave sociológica, o política) de esas modalidades espirituales de acercarse a él, tan abundantes en esa importante religión.
La gran paradoja del Islam consiste en lo siguiente: lo que más se le reprocha desde Occidente es, justamente, lo que menos hace justicia a sus mejores esencias. Se dice a veces, con tono frívolo y descerebrado, que los creyentes de esa religión no han traspasado la edad media. Una edad media de caricatura o comic, que es el saldo o la rebaja descerebrada de un discurso ilustrado convertido en baratija convencional.
Pero lamentablemente lo más dañino y nocivo del Islam de hoy no es, precisamente, lo que proviene de esa “edad media” tan denostada como escasamente conocida. Por el contrario, constituye más bien la peculiaridad de un literalismo puritano y rigorista que surge y se expande hace muy pocos siglos; en el siglo XVIII, para ser más precisos; hablo del llamado wahabismo, hoy imperante en Arabia Saudí, y que desde allí se ha propagado por todos los integrismos reales o potenciales, hasta alcanzar cuotas de locura frenética en el experimento talibán.
Por el contrario, son muchas de las tendencias que proceden de la edad media, y que están lamentablemente bajo sospecha desde que esa desviación rigorista y literal se ha ido adueñando de muchas voluntades en el mundo islámico, las que debieran ser recreadas, pues es en ellas donde puede el Islam hallar, creo, uno de sus perennes focos de atractivo imperecedero; hablo de la gran mística del sufismo; hablo de ese Islam espiritual que desde Asín Palacios a Cruz Hernández, o desde Henry Corbin a Christian Jambet, o a Chodkiewitz, ha sido objeto de detenido estudio, traducción e interpretación.
Se asume incluso en medios pretendidamente cultos e intelectuales que el Corán no es texto que deba ser visitado, como si de un simple código legislativo se tratase (que desde luego lo fue). En el Islam espiritual se especuló de forma bien precisa sobre la distinción entre la literalidad del texto y su sentido esotérico (o espiritual), o entre ese carácter de “profecía legisladora” del texto y su necesaria asunción, a través de la interpretación, de algunos de sus más emocionantes momentos (que abundan más de lo que cierta lectura apresurada podría suponer).
Con emoción vuelvo a leer los pasajes hermosos en que comparece en el Corán la figura de Jesús hijo de María, donde coinciden los estudiosos en afirmar que allí confluyen tradiciones llamadas (en sentido estricto) “judeo-cristianas”, de procedencia oriental, no paulinas, unido a tradiciones cercanas a los evangelios gnósticos de infancia. El Jesús del Corán, antecedente último de Mahoma en la transmisión profética, presagia la figura del “señor de la resurrección” de los últimos días. Ese “amigo de Dios”, al igual que el profeta antediluviano Enoch, “andaba con Dios”, fue ascendido a sus moradas celestiales, y aunque fue perseguido por las intrigas de sus compatriotas quedó a salvo en razón de esa predilección divina; no se dice que fuese muerto y sepultado; era el señor de la vida; el profeta vitalista capaz de conceder vida a los muertos; de niño hacía figuras de barro que al soplar sobre ellas las convertía en pajarillos que volaban por los aires.
He aquí uno de los más hermosos textos que la inspiración lírica y mística ha producido:
“Dios es la luz de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara. La lámpara está dentro de un cristal. El cristal es como si fuera un astro resplandeciente. Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que ni es oriental ni occidental, cuyo aceite casi reluce aunque el fuego no lo ha tocado. Luz sobre luz. Dios guía su luz hacia quien Él quiere, Dios expone parábolas a los hombres, y Él es el Conocedor de todas las cosas”.
¿Quién ha escrito este hermosísimo texto, en el que, en línea neoplatónica, se sugiere una propagación de figuras luminosas, o iluminadas, la hornacina, la candileja, el cristal rutilante? Todo ello alumbrado, sin roce, por un enigmático árbol, Árbol de la Vida, un olivo “que casi reluce aunque el fuego no le ha tocado”.
Sobre ese texto se centrará la gran meditación platónica, aristotélica y neoplatónica que, procedente de fuentes siríacas, alimentará una de las más grandes filosofías de toda la historia: Ibn Sina, o Avicena; Ibn Rusd, o Averroes, Al-Gazzali, o Algazel, por citar a los más conocidos. Éste último es, por cierto, una figura incomprendida por ciertas tradiciones que siempre se abrevan del clásico estudio decimonónico de Ernest Renan sobre Averroes. Pero sobre todo en ese texto se apoyará la tradición del sufismo, que tiene en Ibn Arabí su figura más grande; y lo mismo otras tradiciones (especialmente iranís) en las que chiísmo y sufismo se entrecruzan; y que llegan a siglos más cercanos (como a través de Molla Sadra, en pleno renacimiento safaví, en el siglo XVI).
Ese texto citado pertenece al Corán. Constituye parte de su célebre “aleya de la Luz”. Y es que el Corán se halla mucho más impregnado de tradiciones a la vez proféticas, sapienciales y de raíz helenístico de lo que podemos imaginarnos. Está mucho más impregnado de platonismo y neoplatonismo de lo que quisiéramos reconocer quienes ignoramos hasta qué punto esas tradiciones no son exclusivamente europeas. O no son patrimonio exclusivo “occidental”. Llegan al Islam. La sombra de Platón y de Plotino es alargada.
Se habla de un modo tópico y convencional de la decadencia del Islam tras la invasión mogol, o después de Averroes, en el canónico sentido trazado por Ernest Renan en el pasado siglo en un estudio célebre (pero hoy en muchos aspectos anticuado); toda la investigación islámica reciente se esfuerza en corregir ese corte drástico a favor de una percepción más compleja, que incluye muchas formas vivas de espiritualidad que se prolongan con relación al momento en que ciertos aspectos de la filosofía islámica son acogidos por la escolástica cristiana. Lo malos es que no nos libramos de concebir siempre esas tradiciones de manera instrumental; tienen valor sólo en razón del uso que de ellas pudo hacerse en el occidente cristiano (por parte de Tomás de Aquino, por ejemplo). Sucede lo mismo en el terreno del arte.
Se olvida, por ejemplo, cuando se habla de dicha decadencia, que suele datarse por lo general en el siglo XIII, nada menos que el gran Imperio Mogol del norte de la India, que surge en pleno renacimiento, por referirnos a nuestro calendario histórico occidental; allí se desarrolla, sobre todo desde el siglo XVII, una de las formas arquitectónicas más extraordinarias de toda la historia de la construcción (siendo el Taj Mahal, simplemente, la perla de esa corona; pero desde luego no la única).
O se olvida que el Islam mantuvo, y mantiene, vivas sus tradiciones místicas y sapienciales, o gnósticas. Y así ha sido hasta hoy, o al menos hasta que esa secta literalista y rigorista, el wahabismo, se fue enseñoreando del inequívoco resurgimiento de una cultura postrada por el colonialismo, por el fracaso del experimento nacionalista o socialista, o por el fracaso también, en parte, de una occidentalización unilateral. Ese infortunado triunfo de la vertiente más reaccionaria del Islam moderno se ha dedicado, desde su hegemonía reciente, a omitir y silenciar, o a prohibir, lo más brillante de ese Islam espiritual.
Pero el Islam no tiene que buscar muy lejos la fuente de su renovación; basta con que reavive las mejores tradiciones de su espiritualidad, librándose de la estrecha horma que el wahabismo le ha impuesto; en esas tradiciones puede encontrar formas extraordinarias en que prevalece el Dios del Amor (o de la Misericordia) sobre ese Dios terrible en que cierta caricatura del Islam parece a veces deleitarse en los últimos tiempos.
Espigando el propio Corán pueden hallarse, si se sabe leer y subrayar lo que merece ser leído y subrayado, todo aquello imperecedero del texto que puede proporcionar remansos de inspiración y reflexión, hoy como ayer, a quien vive en el marco de esa religión; y a todo aquél que posee suficiente sensibilidad para dejarse impregnar de los mejores contenidos que encierran siempre los “libros sagrados”.
No hace falta mucha imaginación para contextualizar en el Corán los pasajes que son propios de la legislación de la época, y los que, por todas partes, permiten enriquecer un legado de espiritualidad y de posible mística que el Islam, lo mismo que el judaísmo o el cristianismo, supo generar, quizás con el fin de amortiguar su rigorismo monoteísta (como también sucedió con la gnosis kabalista, tan estupendamente estudiada por Gershom Scholem, el amigo de Walter Benjamín, en relación al también rigorista monoteísmo talmúdico de las tradiciones judías).
El Islam necesita su tempo. Desde Einstein sabemos que la contemporaneidad es un concepto físico falaz; no son los mismos los relojes ni las varas de medir que rigen aquí en la tierra, en la estrella Sirio, o en una convulsión infernal cuasi-estelar; mucho más debiera asumirse ese principio de relatividad generalizada en el ámbito, más complejo, de los eventos históricos y culturales. Si es cierto, como dice Huntington, en uno de los pasajes más brillantes de su texto, que la revolución iraní recuerda la teocracia rigorista implantada por el consorcio sacerdotal calvinista en la ciudad de Ginebra, también debiéramos saber que países como Irán, que han podido efectuar esa peculiar modalidad revolucionaria “islámica” (en versión chiíta duodecimal), se hallan ya sumidos en un proceso imparable e irreversible de cambio. Irán ha sido siempre una de las grandes canteras de la renovación espiritual del Islam.
Algún día los pueblos islámicos despertarán de ese mal sueño patriarcalista y falócrata que tanto les perjudica. Mahoma siempre anduvo rodeado de grandes mujeres, su viuda protectora, su hija Fátima, y tantas más. Ciertos pasajes del Corán, perfectamente comprensibles en el contexto histórico en que surgieron, si se saben leer con sensibilidad histórica, no entumecen los pasajes perennes que el texto puede sugerir a una lectura atenta. El Corán, como todos los textos sagrados, no puede leerse literalmente, sino siempre con respeto, empatía y distancia.
Y no vale decir: “aunque ese texto sea el Libro Santo revelado por Dios”; aquí, como siempre, rige la norma de Proust: les quoiques sont parce que inconnues. ¡Precisamente porque es Libro revelado por Dios (o tenido por tal por la fe islámica) debe leerse siempre espiritualmente! Sólo así la letra resplandecerá en su brillo verdadero.