La otredad en la infancia y la muerte
El niño deja de ser el «otro» cuando deja de ser niño.
El muerto deja de ser el «otro» cuando cumple con el papel que se le asigna y
se convierte en cadáver, aquello que ya no existe...
22/02/2014 -
Autor: Abdel-latif Bilal Ibn Samar -
Fuente: Webislam
Muchas críticas al compromiso religioso lo asimilan a
la neurosis y el infantilismo, y recorren a la imagen del hombre inmaduro,
incapaz de aceptar la angustia del vacío existencial al que se llega con la
etapa adulta. Sin embargo, estas mismas reprobaciones también coinciden en
menospreciar la primera infancia y no reconocerla como una edad completa,
primordial. Sus críticas, por consiguiente, reflejan más su poco interés por
esta etapa de la niñez que los posibles reproches que puedan plantear al
comportamiento religioso de un adulto.
Como en muchos otros ámbitos, la primera infancia del
ser humano permanece marginada del pensamiento «serio». El niño queda, de este
modo, relegado a la figura del «otro», una categoría que en las últimas
décadas, gracias a los planteamientos postcoloniales, aparece con frecuencia en
la crítica al llamado «eurocentrismo», aunque quizá no desde este marco
inclusivo con el que planteamos las cuestiones.
Esta crítica entiende al «otro» como aquellos
descartados del enfoque central, basado en una imagen imperial, patriarcal y
racial. Pero es muy significativo que uno de los prejuicios más habituales
cuando se designa al «otro» en este ámbito homogeneizador sea,
precisamente, equiparar a los pueblos subyugados, colonizados o,
directamente, eliminados, con el comportamiento infantil y su inmadurez. Desde
idéntica óptica patriarcal, ocurre lo mismo con las mujeres.
Hoy día, la otredad viene representada por todo
aquello más vinculado a su condición natural, la fitra, desde el medio ambiente
y los animales, hasta las comunidades humanas cuyo ritmo de vida responde al
ciclo natural o todavía se resisten a abandonar la sacralidad orgánica. De un
modo radicalmente heterodoxo, este conjunto-otro no sólo acoge a personas, sino
actitudes, edades, culturas, etapas, hábitos, seres... La infancia, que entró
en el conjunto-otro (vinculado a la fitra) desde el primer momento, todavía no
ha salido. Y lo que resulta más significativo, no se trata tan sólo de la
infancia de los «otros». Desde esta óptica, el niño, cualquier niño, queda
excluido de la vida plena al igual que cualquier persona-pueblo subyugados.
Ambas figuras deberán padecer la educación impositiva y unidireccional del
excluyente, movido por su alejamiento de la fitra. Sólo a través de premios y
castigos, el excluyente consigue modelar el comportamiento de esos «otros» (ya
sea niño, mujer, indígena... o todo a la vez), tachados de incompletos,
inmaduros, diferentes y, por consiguiente, perturbadores.
En esta exclusión, encontramos también el mundo
invisible de los muertos y los yinns, impregnados ambos de misterio y
considerados, desde el ámbito del excluyente, como una auténtica amenaza. Son
el gran miedo. Su existencia nos altera de tal modo que decidimos excluirlos en
el fondo de la otredad, en el último recoveco más lejano del saco que
intentamos cerrar con cal y canto. Cuando la defensa de la convivencia insiste en
aceptar al «otro», suele olvidarse de este aspecto invisible donde conviven
fuerzas psíquicas, antepasados y otras entidades «molestas» para la
homogeneizada supremacía del excluyente. Pero todas las sociedades conectadas a
su condición primal reconocen estos aspectos y trabajan con ellos con un
propósito sanador. Logran integrarlos afrontando su especificidad no visible,
intangible. Cuando, por ejemplo, recuperamos la figura de los antepasados para
admitir su validez en el sistema familiar, donde muertos y vivos conviven (o
co-mueren), descartamos un ámbito «real» asociado sólo a lo vivo para
incorporar/aceptar la operatividad-funcionalidad de lo muerto.
Niños y muerte
Pero, ¿acaso las voces, silenciadas pero presentes, no
continúan pluralizando, pese a todo? Es interesante también comprobar cómo esta
otredad, pese a su diversidad, tiene elementos afines. Los niños y el mundo
invisible de los muertos, por ejemplo, son dos momentos muy cercanos e íntimos,
históricamente inseparables. «Los niños no creen en la muerte del espíritu»,
asegura el psicoanalista Didier Dumas, que trabaja con niños sicóticos:
"El hecho de que no lleguen a adaptarse a nuestra
realidad suele ser compensado por todo tipo de dones sobrenaturales. Y si no
creen en la muerte es porque la mayoría tienen, como los chamanes, la capacidad
de entrar en contacto con los muertos. ... Si queremos superar ideologías,
ignorancias, prohibiciones y prácticas, tenemos que considerar a los niños,
como bien explica Élisabeth Kübler-Ross, como nuestros maestros, sobre todo
cuando padecen problemas mentales contrarrestados por los dones que nosotros no
entendemos o por enfermedades incurables... Kübler-Ross también dice que los
niños que saben que tienen una enfermedad incurable han recibido un regalo: un
desarrollo mental muy superior a la media y una sabiduría espiritual ante la
muerte de la que la mayoría de los que intentan trabajar en este terreno están
muy lejos." (1)
El niño deja de ser el «otro» cuando deja de ser niño,
cuando se comporta como un adulto en miniatura. El muerto deja de ser el «otro»
cuando cumple con el papel que se le asigna y se convierte en cadáver, aquello
que ya no existe, sin ningún tipo de interrelación con el mundo de los vivos,
ninguna trasmisión ni influencia, cuando se identifica con lo inerte y
estático.
Cuando experimentamos esta otredad (tanto en la muerte
como en el nacimiento de un ser querido) necesitamos más que teorías si
queremos pasar del estado excluyente al inclusivo. Lo vivencial pasa por un
cambio en uno mismo. A nivel espiritual es un entrenamiento para el morir antes
de morir, una oportunidad idónea para enterrar aquellos presupuestos que nos
alejan de la fitra. En este proceso de lograrlo se consigue un diálogo, donde
buscamos convivir con el otro y no que el otro asimile tu condición (de adulto,
de vivo...). Se genera un nuevo espacio de relación real (o más acorde con lo
real).
Cementerios
Paseando por Sarajevo, pienso en lo interesante de las
ciudades que hacen de sus cementerios parques céntricos y no acotados donde
pasear y jugar. Lugares de convivencia ideales para la expresión del otro:
naturaleza, niños, muertos, ancianos... Mientras la guerra en Bosnia mostraba
la cara más despiadada del ser humano, había quienes resistían de forma inesperada.
Pienso en aquellos que recorrían cada noche Sarajevo, escondidos de los
francotiradores, recitando el Corán para apotar luz en medio de la oscuridad.
Pienso también en el emotivo documento de Dzevad Karahasan, Sarajevo: Diario de
un éxodo (2), donde nos cuenta las representaciones teatrales de sus alumnos al
aire libre y en un entorno devastado. Y leo, en esa misma ciudad, las
reflexiones del profesor Enes Karic, entre otras cosas traductor del Corán al
bosnio. En uno de sus libros (3) recopila estimulantes ensayos escritos durante
esos años de exterminio: 1992, 1993, 1994, 1995... Al igual que hace Karahasan
con su diario, ambos autores nos muestran la capacidad de mantener un centro
interior que hace frente, de modo sutil pero permanente, a la agresión masiva e
indiscriminada que sufre la ciudad desde donde escriben. No se trata de
evasión, pues ambos nos hablan también de la injusticia y el sufrimiento que
experimentan, pero es su modo de defenderse del odio, su manera de no caer en
ese conjunto afín, completamente aniquilador, de no odiar a quienes te odian.
Entre otras muchas cuestiones, Karic dedica un capítulo a un escritor del siglo
IX llamado Al-Baghdadi y sus reflexiones, desde la belleza, sobre la muerte
(4). Decía, por ejemplo, que los úteros y las tumbas son dos espacios
similares, donde el ser humano no ha decidido el momento de entrar allí y en
ninguno de los dos sitios nos imaginamos qué viene después. El llanto del bebé
al nacer es reflejo de este desconocimiento a lo que hay en el mundo, igual que
el miedo del muerto. Nos cuenta Karic que, al final de su tratado, Al-Baghdadi
describe cómo deberían ser los cementerios, donde las lápidas deben construirse
con las piedras de las montañas locales, todo rodeado de vegetación y, lo más
importante, deben colocarse en sitios donde hay vida y dejar que los niños
jueguen allí en vez de convertirlo en un lugar apagado y tenebroso. Algo que
todavía se conserva el algunos parques urbanos de la misma Sarajevo, donde
tumbas antiguas del periodo otomano conviven con la proliferación de lápidas
fechadas en esa sangrienta década de los noventa.
Esta relación especial con las tumbas se mantiene viva
en muchos sitios, donde se conserva la costumbre de pasar largos ratos y dormir
en las tumbas de personas espiritualmente vivas para recibir su baraka. La
misma sensación la conseguimos cuando dormimos junto a un recién nacido. ¡La
luz que desprende es tan fuerte y su cuerpo tan pequeño! Un bebé es capaz de
acaparar toda la atención, incluso en una reunión de sesudos intelectuales,
precisamente por esa emanación.
En el mundo de lo invisible, en muchas mezquitas,
todavía en la actualidad, se dejan algunas filas vacías para que los yinns
puedan hacer el salat junto a los humanos. Hasta cierto punto, el discurso
sobre la salud, homogéneo, es una nueva manera de no aceptar al otro. Continúa
siendo un pretendido universalismo excluyente, impositivo. La muerte y la forma
de conceptualizarla también está presente en el discurso del «otro», desde
pueblos con otras culturas a los propios niños.
Cuando Al-Baghdadi compara útero y tumba como espacios
que uno no ha escogido y que sirven de albergue previo a una nueva etapa,
contempla también el camino que transcurre entre ambos espacios: la vida. Pero
cuando esta es radicalmente breve, la aflicción nos invade de tal manera que el
dolor experimentado es mayor que si nos arrancan un órgano sin anestesia. En la
propia ciudad de este autor del siglo IX, Bagdad, los niños nacen ahora
deformados por culpa de los químicos utilizados en las armas que han devastado
el país. Al igual que hace el profesor Karic, que es capaz de encontrar un
mínimo de serenidad para escribir sobre la belleza de la muerte, los beneficios
del ramadán o los recintos sufíes en medio de los paisajes naturales bosnios
mientras a su alrededor el mundo perece, imaginamos que si Al-Baghdadi fuera un
escritor del Bagdad actual, no dejaría de recomendar la importancia de cubrir
las tumbas con hierba verde-azulada, «reflejo de las profundidades del cielo»,
a pesar de toda la desgracia vivida en la última década. El sabr, la paciencia
serena y activa tan exhortada en el paradigma coránico, es la vacuna y el
escudo, frágil, provisional e imprescindible, para sobreponernos a estos
crímenes.
NOTAS
1. En Patrice Van Eersel y Catherine Maillard, Mis
antepasados me duelen. Psicogenealogía y constelaciones familiares, Obelisco,
Barcelona, 2004, pp. 91-92.
2. Dzevad Karahasan, Sarajevo: Diario de un éxodo,
Círculo de lectores, Barcelona, 2000.
3. Enes Karić, Essays (on behalf) of Bosnia, El
Kalem, Sarajevo, 1999.4. El título ya es ilustrativo: «The beauty of death» (La belleza de la muerte).
No hay comentarios:
Publicar un comentario