He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

sábado, 15 de marzo de 2014

Le pido a Dios que me libre de Dios


Honshirabe” de Rodrigo Rodríguez…

 


 

He aquí un magnífico artículo del teólogo Jose María Castillo titulado “Le pido a Dios que me libre de Dios” y publicado el 21 de octubre de 2010.

 

“Le pido a Dios que me libre de Dios. Esto es lo que le pedía a Dios el Maestro Eckhart, uno de los místicos más grandes que ha tenido la Iglesia en su larga historia. Este hombre, que nació en 1260 (Hochheim - Alemania) y murió en 1327 (Avignon - Francia), fue un dominico que ocupó cargos de gobierno y enseñanza en su Orden Religiosa y en la Universidad de Paris. En 1326, el arzobispo de Colonia inició un proceso contra las enseñanzas de Eckhart en sus sermones. El asunto llegó al papa Juan XXII, que residía en Avignon. Pero el místico dominico se sometió, de antemano, a la decisión que pudiera tomar el Pontífice. Eckhart viajó a Avignon para defenderse ante el papa, pero antes de poder presentar su defensa, murió inesperadamente.


No pretendo aquí exponer la doctrina del Maestro Eckhart, enseñanza compleja y no siempre fácil de interpretar, que se basa en el más hondo radicalismo evangélico, en ideas filosóficas que tienen su origen en Plotino, y en la “Guía de Descarriados”, de Maimónides. Como es lógico, todo esto no cabe en el post de un blog tan sencillo como éste. Dicho esto, lo que hoy quiero plantear es que el tema de Dios, que tendría que servir para unirnos a los humanos, con frecuencia sirve para todo lo contrario. Porque es un hecho que a Dios en sí mismo nadie lo ha visto ni lo puede ver (Jn 1, 18). Por eso cada pueblo, cada cultura, cada religión, cada grupo humano y cada individuo “se lo representa” como puede. O quizás como a cada cual le conviene o le interesa.


El problema no está en que cada creyente se invente “su propio dios”, de acuerdo con sus particulares conveniencias. No se trata de eso. El problema radica en que las personas que creen en Dios, por eso mismo, tienen la tendencia (inconsciente) a relacionar determinados ámbitos de su vida y su conducta, no con Dios en sí, sino con la “representación de Dios” que cada cual se hace. O quizá con la “representación de Dios” que le han impuesto a cada uno en el ambiente religioso en el que se desenvuelve, en el que vive, y al que sin duda se somete. Sobre todo, cuando el creyente de una determinada religión está persuadido de que esa religión ha sido “revelada” por Dios mismo. Incluso - lo que es más complicado - cuando el creyente pone toda su fe y su vida entera en un Dios que se ha “revelado” así, tal como el creyente lo piensa y lo acepta. Con lo cual, lo que sucede es que la “representación”, que nos hacemos de Dios, la identificamos con “Dios en sí mismo”. O sea, identificamos nuestra representación “inmanente” con el Dios “trascendente”.


Y aquí, en el proceso íntimo (que se vive en la intimidad del espíritu) que acabo de apuntar, ahí es donde empieza el peligro. El enorme y asombroso peligro que, sin duda, intuyó el Maestro Eckhart. Es verdad que el pensamiento del gran místico alemán iba mucho más lejos, hasta la idea misma de Dios. Yo no me refiero ahora a eso. Estoy hablando de nuestros comportamientos. Y bien sabemos que hay zonas de nuestra conducta - desde nuestras ideas hasta nuestros hábitos de vida - que, si los explicamos a partir de una presunta voluntad absoluta de Dios, por eso mismo los hacemos tan absolutos, tan intocables, tan indiscutibles, que, como es lógico, detrás de posturas tan férreas, tan intransigentes, tan agresivas y hasta tan violentas, sin duda alguna es que, detrás de esas posturas (tan absolutamente intolerantes), tiene que haber un “dios intolerante”, quizá un “dios violento”. Por eso, a veces, ocurre que las posturas más profundamente irracionales son, en el fondo, posturas profundamente religiosas.

Muchas veces, al ver cómo se comportan o cómo hablan algunas personas, me he preguntado: “¿En qué dios creerá este hombre o qué dios tendrá en su cabeza esta mujer?” Yo me planteo muchas veces esta pregunta porque no me cabe en la cabeza que Dios, que es el Dios-Padre de todos los mortales, pueda estar legitimando, justificando, impulsando o promoviendo el insulto, la palabra humillante, la falta de respeto, la intolerancia, la dureza de corazón.... Por no hablar de la ofensa descarada, del abuso del débil, y de tantas otras situaciones que causan dolor, malestar, división, y otras cosas que hasta da vergüenza mencionar. Cuando pienso en estas cosas y en este tipo de situaciones, no puedo dejar de recordar los numerosos textos de los cuatro evangelios, en los que Jesús afirma e insiste que quien “recibe”, “acoge”, “escucha” o “rechaza” a un ser humano, aunque sea el ser humano más débil, un niño, es a Jesús y a Dios a quien “recibe”, “acoge”, “escucha” o “rechaza” (Mt 10, 40; Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 10, 16; 9, 48; Jn 13, 20). Más aún, en el juicio definitivo que Cristo el Señor hará de todas las naciones de la tierra, el criterio determinante de ese juicio será lo que cada cual hizo o dejó de hacer con cualquier ser humano (Mt 25, 31-45). Porque la dignidad de todo ser humano es tanta que se identifica con la dignidad misma de Dios.

El Maestro Eckhart supo extraer, de las enseñanzas de Jesús, lo más profundo que seguramente hay en tales enseñanzas: a Dios lo encontramos “en el otro”. Lo encontramos o lo despreciamos en “los otros”. El peligro y el horror de las religiones consiste en que podemos llegar a “divinizar” nuestros sentimientos más turbios y nuestros resentimientos más bajos. Cuando, en nombre de la defensa de la fe en Dios, privamos a alguien de su dignidad, de su libertad o de sus derechos, incurrimos en una auténtica idolatría blasfema. Hasta el extremo de que, por defender a “dios”, despreciamos y ofendemos al verdadero Dios, el Dios que está en cada ser humano. El problema está en que, para vivir esto, no basta tenerlo en la cabeza. Lo absolutamente necesario es lo que el mismo Eckhart denominaba “el despojo de todo interés, de todo deseo de toda posesión, de todo apego”, que nos aleje del otro o nos enfrente al otro, sea quien sea. En este caso, la “espiritualidad” se convierte en “identidad” del espíritu humano con la divinidad. Así, y sólo así, superamos la religión y la metafísica, la división de lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano, y centramos nuestra vida en la honradez, el respeto, la bondad sin límites y la sinceridad sin fronteras”

 


 
Hasta aquí el extraordinario artículo de José María Castillo, digno de meditar y que nos edifica bastante. Después de leerlo, es imposible no recordar ese celebérrimo dicho zen que reza así: Si te encuentras con Buda en tu camino, mátalo. Y que además Raimundo Panikkar afirmaba: Si te encuentras con Cristo en tu camino, cómetelo. ¿Qué quería significar con ello? Exactamente nada. Hay respuestas que debe encontrar uno mismo. Pero sí diré que el Buda al que hay que matar es el que se encuentra fuera de nosotros y delante, porque Buda sólo es interior. Igualmente comerse a Cristo significa interiorizarlo y dejarlo que viva por la fe, en nuestro corazón.

 

Como ya escribí en otro post de este Blog, la clave auténtica de todo lo aquí expresado se encuentra en la misteriosa y sobrecogedora ‘inteligencia’ o ‘vastedad de la conciencia’ que todo lo abarca. Su esencia, la naturaleza que la define es el Vacío. No otra cosa es la realidad que somos. El ego, el naffs, o como quiera llamarse, es una construcción lingüística fruto de la mente analítica (conceptual y abstracta), ampliamente consensuada por el sistema socio-cultural, con un valor de uso y de ordenación de la realidad a nivel humano, pero que carece de existencia real en tanto que entidad propia. Es una máscara, o un grupo de máscaras. Una auto-imagen que se repite incesantemente a sí misma. Cuando olvidamos esto, cuando el ser que somos se identifica con la máscara/persona a través de la cual se expresa, surge el sufrimiento. Un sufrimiento que siempre acompaña al sentido de identidad…


En el Taoísmo existe una consciencia de la presencia de la dimensión trascendente que está simbolizada por el vacío -tan dominante en las pinturas de paisajes-. Pero este vacío no es no-ser en el sentido negativo (no es por tanto nihilismo), sino el No-Ser que trasciende incluso al Ser y es sólo oscuro debido a un exceso de luz. Semeja la oscuridad divina a la que se referían los Padres del yermo, o el desierto de la Deidad de los gnósticos sufíes. También es el Sol Negro de la tradición hiperbórea. Es por ello que este No-Ser o Vacío es también el principio del Ser, y a través del Ser, el principio de todas las cosas...


Así, leemos en el texto sagrado del taoísmo, el Tao Te-Ching: “Todas las cosas bajo el Cielo son productos del Ser, pero el Ser mismo es el producto del No-Ser”. En esta sencilla afirmación está contenido el principio de toda metafísica, al señalar la estructura jerárquica de la realidad y la dependencia, de todo lo que es relativo, respecto del Absoluto y del Infinito, simbolizados por el Vacío o No-Ser que es ilimitado e ilimitable. Llamémoslo Nada…


Desafortunadamente, una y otra vez el hombre lo confunde con sus ideas -lo “identifica”- y así, nada hay más alejado de esa Realidad que somos que nuestros deísmos, nuestros ídolos, nuestros dioses -siendo “Dios” en cierto modo el último ídolo a abatir, el obstáculo más grande de todos en el camino de nuestra propia autorrealización, por tratarse de una idea superlativa, de un Superego enmascarado, de un concepto, de un nombre.

 

En dicho sentido, Nietzsche tiene entera razón cuando afirma que “el hombre ha creado a Dios”. De hecho, todo el mundo que vemos surge de nuestro pensamiento. Nada del mundo nos es pues ajeno. Lo que nos sobrepasa, lo que nos constituye, es precisamente lo que se nos escapa, nuestra más radical hondura e intimidad. Lo más inmediato es invisible, porque está oculto en el hombre. Por eso nada es tan difícil de explicar como lo evidente y no existen palabras para la verdad. Aquello no pensado ni pensable, eso que somos, y que no nos ha creado ni hemos creado, es inefable, porque está más allá de todo proceso, idea o pensamiento. -Tal y como expresó en un auténtico rapto Ernst Jünger: “Miro en mi acuario como en un espejo, que me refleja lejanos tiempos tal vez nunca existidos. Lo que nunca ha existido y en ningún lugar. ¡Sólo esto es verdad!”.




El signo distintivo de los seres realizados -y sólo hay unos pocos- es que van al fondo de las cosas. Estos seres saben por propia experiencia que “el amor no es un acto mental, sino la entrega, el valor y la capacidad de sumergirse sin reservas en la sobrecogedora vastedad de la conciencia que todo lo abarca” (Emilio Fiel).
 En efecto, y como dice también el susodicho autor, conocido como Miyo,  “sólo la pura conciencia universal es amor en acción”. En cierto sentido, esto es lo que yo he llamado “A-Mor sin amor”. Porque el Amor sin fisuras, sin dualidad, es aquel que ha superado los planos mental y emocional. Este Amor de una pureza sin mácula es el fons et origo al que hacen referencia los místicos. Esta fuente natural hay que considerarla en el estricto sentido de la palabra, como anuladora de las construcciones de la cultura y de la historia, de forma que las categorías de la libertad y de la dependencia, del bien y del mal, de lo racional y lo irracional que solemos asociar con la conciencia humana del mundo del ser, no le son aplicables; como tampoco lo son las categorías ordinarias de la fe religiosa.


Por eso todo despertar, toda iluminación, no es sino una restauración que hace eclosionar la subjetividad desde su fuente misma, lo que significa un regreso a esta vida en una nada más allá del ser. Y cuando esto se descubre, o se lo encuentra de nuevo, se desarrolla una fuerza explosiva…


Esta conversión hacia la subjetividad elemental más allá del ego es un proceso en el que se nos revela un nuevo punto de vista de la divinidad al margen de la justicia, del bien, del mal e indiferente a los juicios de valor. Este punto de vista del que hablo hay que entenderlo como el de la aparición de un no-yo que ha abandonado su propio fundamento, como el de la nada de la deidad, como el de la aparición de un amor y un bien absoluto. En este contexto, la divinidad sobrepasa a “Dios” como persona, y el no-ego sobrepasa al “yo” como persona. Surge así un Eros global, un amor que sobrepasa lo personal y deviene en transpersonal, un amor inabarcable sin adjetivos, sin atributos, cuya naturaleza es el vacío. Un amor que retiene tanta luz que no puede verse, y que está en la quietud del centro, alrededor del cual se mueven ilusoriamente todas las cosas…


Un amor que nos traspasa como una lanza en el costado que alcanza nuestro corazón, y que se derrama para hacer posible que crezcan las flores sobre la tierra yerta. Un amor que fulmina con su luz, que no es… más que el latido infinito de una mirada.

 

 

Termino ya este post con una reflexión más de Emilio Fiel, “Miyo”, que en su obra “El despertar del corazón de Hispania” (Ediciones Mandala) afirma: “Sólo el amor íntegro puede vencer al miedo (…) El amor no es un hijo bastardo de la mente sino el fruto de afrontar sin soportes a esa sobrecogedora inteligencia que todo lo abarca. El amor exige el paso de la corriente eléctrica, la aceptación profunda tanto de lo que nos gusta como de lo que nos disgusta, del bien como del mal, pues está más allá del mental emocional. El fruto emocional de la mente es el amor travestido en moralina y en dependencia. Sólo la pura conciencia universal es amor en acción”.


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