“Honshirabe” de Rodrigo Rodríguez. La flauta shakuhashi nos transporta a lo más profundo de nosotros mismos…
Shayj Abu’l Abbas al-Mursi, el Qutb, dijo: “Es difícil alcanzar al Shayj. Es fácil alcanzar a Allâh”. Ciertamente, el comportamiento de los santos, de los místicos, de los maestros, de los profetas…, de los seres de luz en definitiva, está fuera del dominio de la psicología corriente, de ahí que se vean envueltos a menudo de un aura de extrañez e incluso de impopularidad. Los decepcionados suelen ser gentes que fundan sus relaciones con el prójimo sobre las leyes de la simpatía, la sensibilidad o la atracción espontánea. Estas personas, que son la inmensa mayoría, se hallan, ya digo, decepcionadas ante los santos, ante los iluminados. De entre los innumerables ejemplos que podría poner, aquí tenemos, dentro del mundo católico, lo que una novicia confesaba acerca de santa Teresa de Lisieux: “Yo la observaba por todas partes y no podía descubrir jamás en ella una falta. No sentía por ella atracción natural alguna. Huía más bien de ella. No porque no la estimara; al contrario, la hallaba demasiado perfecta. Si lo hubiera sido un poco menos, me hubiera animado más”.
Tal extrañamiento frente al mundo circunstante que juzga por criterios naturales, es eco del personal extrañamiento de los santos, puesto al servicio de su misión. El santo, cuyo corazón está lleno de amor, no conoce ni la inquietud ni la abstracción. Y siempre tiene un propósito claro, una misión a cumplir. Durante la realización de ésta, no necesita reflexionar sobre lo que ha de hacer en cada momento. Sólo necesita escuchar en lo más íntimo de su ser una voz que es silencio, que es un vacío y que también es plenitud... Y no es que estas personas no conozcan el dolor, lo conocen como todo el mundo, sólo que no lo transforman en sufrimiento. Padecen, por así decir, de instante en instante, con consciencia, mientras que el resto del mundo se desespera y se desanima pensando en lo pasado y en lo por venir. El místico vive en el eterno presente, en el centro puro e íntimo de su ser, pues sabe por experiencia que si se apartase de su centro caería en la nada, en la inquietud, en el puro no poder. Si a la voluntad del cielo -como decían los sabios taoistas- le oponemos la propia voluntad, ya no nos queda garantía alguna de que permanecemos en la verdad…
Todo maestro auténtico es, en su comportamiento, desconcertante e imprevisible, pues parte de su misión es romper el tonal y las inercias de aquellos que se mueven todavía en la dualidad de la mente. Por esto, usa de una serie de procedimientos que con la mente periférica es imposible entender en su profundo significado. Pero tienen un sentido profundo. Y, al final del recorrido, el buscador, el peregrino de la eternidad, ve que lo que parecía tan difícil, tan complejo, tan lejano, es muy sencillo, y estuvo siempre aquí y ahora, pues se trata de nuestra naturaleza esencial, que ya es luz y a la que no le falta nada. Descubrirlo es un ir destapando capas que se han ido adhiriendo a lo largo de nuestra vida y que no nos pertenecen (ideas, prejuicios, opiniones, pensamientos, máscaras…), un ir descorriendo velos, un ir quitando y nunca un ir poniendo. La contemplación estricta es escuela de despersonalización, de expansión de la consciencia…
Por esto precisamente, el Maestro nos lleva a nosotros mismos, pues ¿en qué otro lugar si no podemos hallar la verdad que nos constituye, el fondo abisal e inasible que somos? No hay un adentro ni un afuera, sino una Totalidad omniabarcante que se manifiesta en la multiplicidad infinita de las cosas. Y entonces, cuando ya no somos una entidad separada, sino que nos encontramos subsumidos en el Todo, un amanecer vuelve a ser un amanecer, un arroyo que fluye vuelve a ser un arroyo que fluye, y un ocaso vuelve a ser un ocaso… Sin diálogo interno, las cosas vuelven a ser lo que son, no son vistas ni ven, porque ya todo es Visión. Stricto sensu nunca hemos dejado de ser lo que somos, y no hemos ido a ninguna parte…
La luz se encuentra en el fondo del pozo de la consciencia, bajo muchas paladas de tierra. Hay que bajar al centro de la tierra para subir al cielo. Un ser de luz, autorrealizado, alcanza el silencio primordial, donde todo habla sin pronunciar palabra alguna. Todo es signo que comunica por sí mismo, con su energía reveladora, de modo que el ruido del parloteo (de cualquier tipo de parloteo, ya sea oral o mental) cesa por completo. Y ya no hay nada que transmitir. Como bien decía Cioran: “En realidad no hay nada que decir, por eso son incontables la cantidad de libros”. Parece un koan. En puridad, se ha escrito y se escribe tanto (tal y como sucede con la logorrea verbal, que es su complemento) para desvelar inútilmente la extrañeza inquietante y abrasadora que produce el flujo incesante e inaprehensible del devenir, el cual es un vacío infinito en el que, si nos sumergimos, podemos sucumbir. Por ello, y por citar un ejemplo, Georges Bataille dijo aquello tan célebre de que “Nietzsche fue un pájaro abrasado por la luz…” No toda alma, por grande que sea, puede soportar los abismos que se le abren bajo sus pies. El mismo Nietzsche, en su Zarathustra, dijo: “Corazón tiene el que conoce el miedo, pero domeña el miedo, el que ve el abismo, pero con orgullo. El que ve el abismo, pero con ojos de águila, el que aferra el abismo con garras de águila: ése tiene valor…”
Algo está muy claro: es preciso morir antes de morir. Y dar el salto a ese vacío infinito, a ese hondón del espíritu, con confianza, con locura y pureza, con heroísmo y audacia, con valor y entereza. A los seres de una pieza, a los no divididos (in-dividuos), a los seres excepcionales, pertenece el cielo y ellos/as heredarán la tierra, coadyuvando de este modo a la meta sublime de la insoslayable apocatástasis: cuando la Luz sea todo en todas las cosas…
Mientras tanto, considero determinante el señalar un fenómeno que es esencial entender: podemos llamarlo ‘el reflujo del tiempo’, el cual, a mi juicio, nos presenta una tímida prefiguración de la eternidad. Veamos… Los hombres y los acontecimientos se despojan poco a poco de su artificialidad para revelar su grandeza y su pureza, y lo que no tiene grandeza ni pureza se hunde en el olvido. Los hombres de finanzas, los intrigantes, los políticos corruptos y los que alcanzan un falso prestigio triunfan en lo inmediato, pero mueren sin dejar rastro. Hay que reconocer en justicia que, de todas las gestas de los hombres, la historia sabe retener con preferencia precisamente aquello que la trasciende. El tiempo, que devora todo lo que ha creado, al retirarse hace emerger todo lo que no ha nacido de él. El flujo de la actualidad exalta un momento lo efímero, su reflujo descubre lo eterno. Un simple potentado o un triste comerciante de cualquier época pueden jugar en el mundo un papel más brillante que el de un Heráclito o un Plotino, pero a medida que nuestras miradas los contemplan desde más lejos, unos y otros van encontrando su verdadero lugar, unos en el olvido y otros en la luz.
Pero ¿por qué la humanidad que a distancia discierne tan bien las verdaderas grandezas las desconoce de cerca? Porque un genio, un héroe o un santo vivos son al mismo tiempo ejemplo para nuestro fervor y un reproche para nuestra mediocridad. Después de muertos siguen siendo ejemplos, pero no en forma de reproche. Con ilusión perdonamos al ser eterno, con tal de que su eternidad, debidamente enmarcada y colocada en una vitrina como una obra maestra de museo, no pueda aguijonear nuestro presente. Es así como estamos contentos en la doble vertiente de nuestra naturaleza: por una parte, contemplamos lo que es eterno y, por otra, no presenciamos su punzante encarnación en el tiempo, lo que hace que el espectáculo no comprometa a nada y no turbe nuestra serenidad farisaica. Vivir sin ideal no es posible; traducir este ideal en vida es demasiado ‘difícil’ y ‘arriesgado’: por eso estamos encantados de admirar sin vernos forzados a seguir. Se puede incluso formular la ley siguiente: los héroes y los santos resultan aceptables y venerables en la medida en que los contemplamos lo bastante de lejos como para sentirnos totalmente dispensados de imitarlos. Con esta admiración infecunda creemos pagar suficientemente el tributo debido a su grandeza.
Utilizamos las grandezas del pasado para ignorar o perseguir sin escrúpulos las grandezas presentes. Cada generación levanta tumbas a los profetas asesinados por sus padres, a la vez que sobre esas tumbas inmola a sus propios profetas. Se mata a Jesús en nombre de Moisés; se mata a Savonarola y a santa Juana de Arco en nombre de Jesús. De este modo, los hombres ilustres y poderosos, ahora apáticos y aprovechables para todos los fines en el silencio de la eternidad, nos sirven de escudo y a la vez de espada contra los grandes hombres que todavía viven. Nuestra mediocridad envidiosa, siempre ávida de superarse sin perderse, encuentra su reposo en este subterfugio: puede negar o incluso oprimir la grandeza al mismo tiempo que adora sinceramente su imagen. Una imagen de la que se embriagan por muy bajo precio, como en el teatro. Así cualquier tirano doméstico podrá llorar en un espectáculo, al contemplar la desgracia de una mujer o de unos niños tratados brutalmente. Y, de regreso a su casa, continuará maltratando a su propia familia. La muerte es la rampa tras de la cual la grandeza se convierte en espectáculo y, como todo espectáculo, termina siendo tan excitante como ineficaz.
Los grandes maestros, los seres de luz, son antorchas que nos iluminan y nos queman. Muertos, se transforman en estrellas que alumbran sin quemar. Y nosotros veneramos más la luz cuanto menos sentimos su quemazón. Es una manera más de separar lo que el Espíritu ha unido. Así, por ejemplo, Jesús el Cristo fue “la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”, y él dijo a su vez: “Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se propague?”. Pues bien, su luz queda pero pocos portan su fuego. En verdad, raras son las personas que mueren antes de morir; escasos son los hombres que pierden su vida para ganarla. Por eso, el mundo es tan frío...
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