He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Mito del Progreso (II Parte)

Hoy traigo una música verdaderamente preciosa y mística que se titula “You’re the Mother of the World” – Tú eres la Madre del Mundo. Esta melodía pertenece a la compositora irlandesa Constance Demby. Una canción verdaderamente increíble en la que cada nota se encuentra en su lugar con una gran precisión y pureza…


Con frecuencia se me ha acusado de ‘pesimista’ porque no creo en el progreso, en el Edén futuro forjado por la técnica y la ciencia. Sin embargo, aunque no crea en el porvenir, creo en la eternidad que puede fecundar todas las horas del tiempo, creo en una presencia absoluta que es también un presente y que se puede alcanzar hoy… ¿Quién es más optimista: el que sólo cree en un futuro idealizado, en una promesa que nunca se cumplirá, o el que sabe, como yo, que el paraíso nos espera en la entraña de cada instante…?

La vida me ha enseñado que lo esencial, que lo mejor que podemos hacer, es enaltecernos por encima del tiempo y elevarnos hacia la eternidad. No existe, por tanto, en la historia más que un solo progreso irrefutable, y este progreso es tan poco temporal que se mide, para cada uno de nosotros, en la liberación de los lazos del tiempo. Así, lo divino se inserta en el tiempo como un acontecimiento, pero escapa al tiempo por su naturaleza. Como la luz solar, que entra y se difunde en la órbita terrestre, pero que no es de la tierra. Lejos de testimoniar a favor del ‘sentido de la historia’, como hacen los adoradores del progreso, la pedagogía divina nos descubre más bien que la historia, sometida a sí misma, no tiene sentido (“una historia contada por un idiota que nada significa”, decía Shakespeare). Y que el verdadero progreso del hombre no depende ni mucho menos de sus adquisiciones temporales -prosperidad material, facilidades técnicas, desarrollo de la instrucción…-, sino de su manera de usar esas cosas en orden a su fin eterno.

Nunca hemos de conformarnos al siglo, sino que nuestra tarea fundamental en la vida ha de ser la consecución de la metânoia, la transformación de la mente, la amplitud de la consciencia. Esta es la gran novedad, la única novedad digna de ese nombre, la que versa no sobre el tener, sino sobre el ser: el despojamiento del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo. No es una cosa que el tiempo aporta, sino algo que se conquista contra el tiempo y los ídolos de este mundo. “Mi alma ha abandonado mi historia” cantaba Catalina Pozzi. Y Lanza del Vasto, comentando a san Pablo, nos dirá: “¿Qué puede acontecerle de nuevo al hombre viejo?”

Que se me entienda bien. Cuando revelo como una tontería y una irreverencia el optimismo barato (y fútil) de los adoradores del progreso, no estoy haciendo una apología de esa mentalidad plañidera que considera a la tierra como un “valle de lágrimas”. Que no se me confunda pues con aquellos seres reactivos que ya Nietzsche calificaba, con entera razón, como “los alucinados del trasmundo”, los cuales, incapaces de toda plenitud temporal, nos martillean sus oídos con su desprecio por la tierra y por la vida y con sus esperanzas en un más allá forjado por su imaginación compensadora. De hecho, aquéllos con su exaltación y éstos con sus lamentos, sufren todos del mismo mal: el mimetismo de la vida ausente. Que este mimetismo se aplique al futuro o al más allá, poco importa: en ambos casos es consecuencia del mismo malestar y de la misma huida ante el presente y ante la eternidad verdadera de la que éste es imagen. - El gran poeta Juan Eduardo Cirlot canta así a la tierra, en sus “Poemas a Numancia”…

¡Oh, tierra! Tierra, campos, rosas,
rosales de tierra desgarrada:
de tierra de silencio y de amargura
abierta a los puñales y los besos...

Aquí quiero cantar, sobre tu pecho,
la inmensa soledad de tus llanuras,
el oro calcinado de tu trigo,
la noche de tu sombra y de tu pelo
salvajemente ardiente...

Quiero llorar por tus montes violetas,
por tus vientos helados, por tus surcos
sembrados con metales y con huesos;
porque pareces el fondo de un océano,
colmado de naufragios...

¡Oh, tierra! Tierra mía, tierra antigua,
durísima y paterna...

¡Qué gran poema…! Esta vida terrena, que amo con toda la ternura de un hijo, con toda la pasión de un amante, me ha atiborrado de dones que desbordan mi anhelo, y sé que cuando muera tendré los ojos y el corazón colmados de sus dulces recuerdos. Pero, ¿qué es el recuerdo de una imagen, más que el reflejo y la promesa de un modelo? Y, por otra parte, ¿puedo hacer cosa mejor que desear el modelo a través de sus huellas, de sus vestigios? Lo más puro que la tierra me ha dado es lo que me venía de más allá de la tierra (algo así como la conmoción de los dedos del escultor sobre el mármol de la estatua…) y que era, no un bosquejo del porvenir, sino una llamada hacia la perfección inmortal. Lo que me atrae más allá de la vida temporal son esos fulgores de eternidad que la atraviesan y que no es capaz de retener. Tengo sed de la luz inmarcesible de la que proceden esos fulgores efímeros…

Nunca hablaré mal de la tierra. Lo que me defrauda, lo que me hace sentir la herida del destierro, no es la tierra, sino el tiempo y el mal (tan bien resumido y cifrado por Cioran: “Historia Universal. Historia del Mal”). El tiempo que limita mi alegría y el mal que la mancha. Pero ni uno ni otro son esenciales a la creación; constituyen tan solo una especie de palimpsesto (sin raíz ontológica alguna) que oculta, que tapa, que cubre la Realidad.

A través de disoluciones y coagulaciones hemos de ir transformándonos con todas las cosas, hasta convertirnos en el hombre nuevo. Pero esta novedad nada tiene en común con la que persiguen los esclavos de la moda y de la actualidad, que encuentran la perdición (buscando la salvación) en los surcos abiertos por el carro de la historia. Se la encuentra no caminando hacia el futuro, sino elevándose hacia la eternidad…

“Los tiempos más inciertos son también los más seguros, porque uno sabe a qué atenerse acerca del mundo” escribió Donoso Cortés. Es verdad, en las épocas tumultuosas, se agudiza ese sentimiento de que el mundo no es nuestra verdadera patria. Pero ¿acaso los tiempos tranquilos y prósperos no nos enseñan la misma lección? El mundo puede ‘traicionarnos’ de dos formas: negándonos los bienes que nos podría dar (salud, paz exterior, prosperidad material, etc.) u otorgándonos estos bienes con una abundancia que hace saltar a la vista su vanidad. Al fin y al cabo, este segundo camino -que fue el de Buda- es sin duda el más seguro, porque mientras el hombre se ve privado de los bienes aparentes, aún puede creer en su valor; pero cuando se ha saciado de ellos y, a pesar de todo, continúa sintiendo el hambre y el vacío, ya no puede hacerse más ilusiones sobre los alimentos terrestres. La decepción inexorable no está en el fracaso, sino en rastro de vacío que sigue al éxito. Para que el hombre aprenda definitivamente que su íntima condición es la de un desterrado, tal vez sea necesario que agote todas las posibilidades de su condición terrena... - En el Siddharta de Hermann Hesse se refleja claramente esto que aquí afirmo -

“No se agotarán dichas posibilidades”, objetan los idólatras del progreso. Y hasta nos prometen viajes espaciales -turismo cósmico- para demostrar que muy pronto se abrirán todos los caminos escondidos del cielo… Pero este planteamiento exige una doble respuesta. Suponiendo que tales aventuras sean posibles (ya un millonario ruso se dio una vueltecita alrededor de la Tierra), ¿no seguiremos encontrando, en la pluralidad infinita de esos mundos, el lugar de nuestro exilio y de nuestras esperanzas perdidas? En verdad, no lograremos alejar el destierro por mucho que hagamos retroceder las fronteras. Napoleón no hubiera estado menos solo en la inmensa Siberia que en la pequeña isla de Santa Elena. Por mucho que lo intentemos, doquiera que vayamos siempre nos quedaremos en este viejo punto del velo de las apariencias, en la vieja vertiente temporal del ser. Aunque lo expandiéramos hasta los albores del infinito, este mundo no cambiaría de naturaleza, y aunque lográramos ampliar el campo de nuestra visión a todo lo que el ojo puede apetecer, no por eso habríamos franqueado el umbral del mundo invisible. Es cierto que podemos variar nuestros sueños hasta el infinito, pero todos los sueños posibles no lograrían hacernos despertar. Podemos añadir muchos decorados al “gran teatro del mundo”, pero seguiremos siendo siempre los viejos actores de la misma comedia, las víctimas del mismo drama de siempre. Y no habremos logrado desvelar el misterio del velo de la muerte, ni el misterio de esa vida nueva que nos espera…

“¡La muerte va a hacerse inútil!”, exclamaba hace menos de dos siglos el insigne escritor Víctor Hugo, embriagado por el vaticinio de los viajes futuros del hombre por el espacio (Julio Verne sabía más, y acertando en sus profecías, no se dejó empero deslumbrar por el ‘futuro’). ¡Qué pobre concepción de la muerte, reducida a la condición de embarcadero para un largo viaje espacial! La muerte no tiene la misión de revelarnos lo que el ojo aún no ve, sino lo que el ojo no podrá ver jamás… Ese mundo tan fabulosamente dilatado será siempre incapaz de saciar nuestra sed de absoluto. Más aún, es necesario preguntarse si tampoco podrá comunicarnos sus relativas riquezas. Aunque conquistáramos el universo, ¿dejaríamos de ser hombres? ¿Qué medio encontraríamos para prorrogar nuestra naturaleza hasta la medida de nuestras conquistas? El límite, la amenaza del agotamiento no estará ya en el objeto, sino en el sujeto. ¿Cómo podremos asimilar todos los bienes que nos lluevan desde ese futuro cuerno de la abundancia? Novedades inagotables, mundos maravillosos… ¿pero qué milagro nos hará falta para conservar el aguijón de la curiosidad y la embriaguez del descubrimiento? La experiencia enseña que el aumento de las posibilidades materiales provoca por lo general una mengua de las facultades de admiración y de aceptación (*) y que los hastiados se reclutan entre los ricos y los poderosos. Y si esto ya es verdad para nuestro humilde planeta, ¿qué será entonces a escala del universo? ¿Qué océanos de tedio acecharán a los dueños de un mundo sin fronteras?

Este peligro es aún mayor porque la conquista del universo material implica una concentración casi absoluta del espíritu sobre la creación y la consecución de los medios materiales proporcionados a este fin, y como consecuencia (habida cuenta que el hombre no puede desarrollarse a la vez en todos los sentidos) un olvido correlativo de las realidades de la vida interior: dos cosas que caen plenamente bajo la advertencia eterna de Jesús el Cristo cuando afirma: “¿De qué le sirve al hombre ganar el universo entero, si pierde su alma?” El hombre perderá quizá su alma para conquistar el universo y, ante el universo conquistado, se encontrará sin alma para disfrutar de él, de suerte que encontrará su más mortal derrota en su suprema victoria.

En ‘Aurora’ ya advertía Nietzsche: “el afán de conocimiento perderá al hombre irremisiblemente...” Esto ya está sucediendo hic et nunc con el enorme envite del complejo tecno-científico a nivel mundial. Una densísima sombra se cierne sobre la humanidad... Pero nunca hemos de olvidar que, en el fondo del universo profanado, el Espíritu aguarda siempre ser conocido, re-conocido, es su eterna desnudez. El hombre de hoy está llegando a los límites de lo posible y se encuentra prisionero del mundo y de sí mismo, de acuerdo, pero esta circunstancia también es una oportunidad para que lo que quede de alma a los seres humanos se torne hacia lo invisible, hacia lo eterno…

(*) Con entera razón, el filósofo alemán Max Scheler afirmaba: “La muchedumbre de los estímulos agradables mata justamente la función y el cultivo del goce, y cuanto más abigarrado, alegre, ruidoso y atractivo se hace el conjunto, más triste es el interior del hombre…” Esto que se escribió hace casi un siglo, ¿no es hoy más cierto que nunca? Sólo hay que mirar a nuestro alrededor para darse cuenta hasta qué punto hemos equivocado la dirección y hemos subvertido los valores. Un mundo ‘ilimitado’ que ignora o niega el infinito, cubriendo y ocultando la Realidad, se hace necesariamente luminoso por fuera y oscuro por dentro. Mientras que, por el contrario, un ser iluminado y consciente es oscuro por fuera (a los ojos del mundo y como consecuencia incluso de la irradiación que emite) y luminoso por dentro.

Llega un momento en la vida, verdaderamente sagrado, en que ya no es posible dejarse engañar por las luces de neón del gran teatro del mundo, sobre todo cuando se ha tenido el enorme privilegio de conocer a seres de luz que han sabido contagiarte de su interior ebriedad divina y de su exterior sobriedad y empaque. Aquí se encuentra la autenticidad y ya no hay juegos que valgan…

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