He aquí un enlace realmente maravilloso. Se trata del último Lied de Richard Strauss, Im Abendrot - Al Ocaso, cantado por una de las mejores sopranos del mundo, Nina Stemme. La versión orquestal es magnífica y las imágenes que se van sucediendo son muy hermosas. Este Lied fue la última canción -un auténtico canto de cisne- de Richard Strauss. El genial compositor alemán puso música a un precioso poema de Joseph von Eichendorff, cuya letra en español pongo más abajo. Mencionaré además algo revelador: Richard Strauss estaba profundamente enamorado de su esposa y ella también lo amaba a él con pasión. Envejecieron juntos. Y fue justo antes de morir, cuando Strauss compuso esta canción verdaderamente deliciosa y melancólica... Y es que el amor crea belleza por doquier…
Con penas y alegrías,
mano a mano, hemos caminado.
Reposemos ahora de nuestros viajes,
en la tranquila campiña.
A nuestro alrededor se inclinan los valles,
ya la brisa se ensombrece.
Sólo dos alondras alzan todavía el vuelo
soñando de nuevo en el oloroso aire.
ya la brisa se ensombrece.
Sólo dos alondras alzan todavía el vuelo
soñando de nuevo en el oloroso aire.
Acércate y déjalas trinar,
pronto será hora de dormir,
para que no podamos perdernos
en esta soledad.
pronto será hora de dormir,
para que no podamos perdernos
en esta soledad.
Oh, inmensa y dulce paz,
tan profunda en la puesta de sol,
qué fatigados estamos por haber caminado.
¿Será esta, entonces, la muerte…?
tan profunda en la puesta de sol,
qué fatigados estamos por haber caminado.
¿Será esta, entonces, la muerte…?
Comentaba hace unos días que sin poesía y sin amor la vía del guerrero no se puede recorrer. Para mí es un hecho que el amor es lo decisivo y que del amor depende llevar una vida auténtica, y siendo el guerrero el ser más auténtico de la tierra no puede sino amar. Y es que sólo el A-Mor (sin muerte) puede crear un nuevo mundo de felicidad y esperanza en el seno más íntimo de cada ser humano. No en vano, fijémonos bien en que el Amor es-lo-que-hace-ser; lo que singulariza, lo que distingue e individualiza, ya que el amor es lo más profundo, intenso, único, inefable que existe en el universo… Evoco ahora una bellísima y profunda imagen que gustaba de repetir Hermann Hesse en sus fantásticos relatos: el amor es una llama que lo consume todo y cuya luz obnubila todo lo demás hasta el punto de cegarnos de verdad para todo lo que no es el objeto de ese amor… Como en esos bellos símbolos de los bustos griegos con los cuencos de los ojos vacíos (pensemos en Homero), los que aman descubren de verdad que el amor no es que sea ciego, sino que ciega para todo lo demás. La intensidad de su luz ciega de tal modo, que todo, todo, todo, se vuelve oscuro alrededor. Todo deja, súbitamente, de tener importancia, al ser sobrepasado, aplastado, asfixiado, por la naturaleza impresionante de una experiencia primordial, existencialmente única, vertebradora de una riquísima y fluyente vida interior, sin parangón, sin comparación posible, de una luminosidad tal, que, como el sol, todo lo ve (el amor sabe ver dentro de lo más recóndito del ser amado; como la luz que llega hasta las profundidades del mar) y lo transfigura (las piedras, la hierba, la tierra, cobran vida y relieve al amanecer; del mismo modo se transforman los rostros de quienes se aman, pasando a emitir una luz que viene de dentro..)
Hace mucho tiempo, justo antes de iniciar el camino de la espada, leí la famosa novela “Muerte en Venecia”, de Thomas Mann. Admiraba por aquel entonces los cuadros de Rembrandt. Y me sorprendía la experiencia estética que vislumbraba Yukio Mishima al contemplar la figura contorsionada y doliente del martirio de san Sebastián. Me llamaba también la atención esa “sonrisa de los inmortales”, de la que Hesse hiciera mención. Y me apasioné con la teoría de los colores, tanto de Goethe, como de Hamann... Pues bien, gracias a todas estas experiencias estéticas total y absolutamente interrelacionadas, estuve plenamente inserto en una dinámica fulgurante, dionisíaca, transformadora de toda mi realidad existencial, tanto interior como circundante. Al comprender, en el atrio del camino, lo que era el Amor de verdad, aprehendí cómo de la combinación de la luz y de la sombra, emerge una claridad nueva, un vislumbre dela Eternidad , de una ‘terra incognita’ donde ya no hay surcos ni caminos, donde ya no hay leyes ni reglas, ni señales ni palabras, y donde se anda volando... Un mundo mejor que el primigenio, donde el paraíso original aún no conocía la mácula del conocimiento, de la libertad, del derecho a equivocarse y a errar por el vasto desierto de este mundo, de esta historia de locos, “llena de ruido y de furia, que nada significa” (en palabras de Shakespeare, en Macbeth).
Hace mucho tiempo, justo antes de iniciar el camino de la espada, leí la famosa novela “Muerte en Venecia”, de Thomas Mann. Admiraba por aquel entonces los cuadros de Rembrandt. Y me sorprendía la experiencia estética que vislumbraba Yukio Mishima al contemplar la figura contorsionada y doliente del martirio de san Sebastián. Me llamaba también la atención esa “sonrisa de los inmortales”, de la que Hesse hiciera mención. Y me apasioné con la teoría de los colores, tanto de Goethe, como de Hamann... Pues bien, gracias a todas estas experiencias estéticas total y absolutamente interrelacionadas, estuve plenamente inserto en una dinámica fulgurante, dionisíaca, transformadora de toda mi realidad existencial, tanto interior como circundante. Al comprender, en el atrio del camino, lo que era el Amor de verdad, aprehendí cómo de la combinación de la luz y de la sombra, emerge una claridad nueva, un vislumbre de
Tras la luz primordial, y tras la experiencia del dolor y del desgarramiento, emerge, si se sabe encontrar el oro alquímico que todos llevamos dentro, ese amor que, como el sol, todo lo ve y transfigura. Surge, doy fe de ello, la flor de loto, la isla en medio del océano, la tierra nueva en la que los lirios florecen, inmarcesibles, sin que haya más dolor, ni lágrimas, ni sufrimiento en este universo demiúrgico, que pide a gritos su transfiguración…
Esta experiencia fundante, originaria, esencial, la han conocido, por fuerza, todos los guerreros del espíritu y ella les ha dado la fuerza y la determinación por la que se han comprometido intrínseca y nuclearmente a recorrer el camino con todas las consecuencias. Sin reproches, ni dolamas ni quejas, lejos del victivismo, asumiendo la responsabilidad y la impecabilidad que conlleva ser un peregrino de la eternidad... Por eso, todo guerrero que se precie, que lo sea de verdad, se confía plenamente al Amor (del que ha sentido toda su fuerza expansiva), a su Dama, y en la fuerza de este amor encuentra la certeza de que el camino lo ha encontrado a él, y no al revés, de modo que no tenía elección. Sólo un ser despierto comprende que la libertad auténtica se da cuando no hay elección posible… La unidad, la in-dividuación es absoluta…
Como guerrero, mi confianza está puesta aquí, solo aquí, en la unidad, no puedo conformarme nunca a la disociación, la cual siempre acecha. Yo me enfrento a ésta por el camino de la espada, de la noble acción, del acto guerrero de la impecabilidad. Como guerrero, ya sé por experiencia que la lucha nunca puede tener como objetivo el abismar definitivamente esa división que a la dialéctica le agrada generar por doquier; sino que la acción consciente tiene como único fin el reunir -una y otra vez- en la fragua los componentes de un solo metal, los trozos rotos en un único acero. En el dojo, que es la fragua del guerrero, se descubren todos esos trozos rotos… Sí, todas las miserias del ego se te muestran cruda y abiertamente, sin autoengaños, sin cegueras, para de inmediato, a fuego vivo, fundirlos y templarlos después desde tu Yo más profundo… Desplegar ese panorama, indicar su acción y acometerla es ahora la tarea de mi vida…
Debo aclarar que antes de iniciarme en el camino de la espada, me faltó durante largos años el coraje físico suficiente para soportar el sufrimiento y asumir el dolor dentro de mí, adecuado e inherente al rito de transformación, de muerte y resurrección, que conlleva toda iniciación antigua. Tenía que hallar el medio. Y ese medio lo encontré, gracias a la Vía del Guerrero, en la acción consciente y en la determinación de exigirme un cuerpo estrictamente energético como vehículo. Esto último es más importante de lo que cabe imaginar. Es realmente esencial el convertir al cuerpo en energía, y las artes marciales de matriz budista, no tienen más fin que éste... ¡Si la gente supiera, por ejemplo, qué acción más noble y elevada es curtir el cuerpo y el alma a un tiempo en la fragua del zazen y del kendo! Porque al cuerpo, ya digo, nunca hay que desestimarlo. Ni el pensamiento, ni la palabra, ni la literatura aislados, que para el guerrero ya pertenecen a la noche, son suficientes para proveernos de un cuerpo apropiado, antes al contrario la vida centrada exclusivamente en la ‘esfera mental’ es inobjetablemente causa sui de flaccidez y del desarrollo de un vientre blando y prominente, lo cual siempre -como afirmaba mi Maestro- es favorecedor de las ilusiones, las emociones débiles, los egoísmos y la indolencia física y espiritual…
En consecuencia, se ha de proporcionar al cuerpo el mismo valor que tiene el espíritu. Pero de esto ya hablaré más adelante… - Por cierto, aconsejo vivamente leer “El código del samurai. Bushido”, de Inazo Nítobe, en Ediciones Obelisco. Es una obra muy buena y sumamente esclarecedora…
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