He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

domingo, 20 de noviembre de 2011

La diana es tu corazón

La Blanca Rosa del Templo del Kyudo en Londres. Exhibición estival femenina con melodía de fondo: ‘Pétalos


Y del gran compositor de piano André Gagnon, esta deliciosa y dulce melodía titulada “Soneto para Elina


El amor no es un acto mental, sino la entrega, el valor y la capacidad de sumergirse sin reservas en la sobrecogedora vastedad de la conciencia que todo lo abarca” Miyo

He querido empezar este post con una reflexión de Emilio Fiel, “Miyo”, porque me parece muy adecuada con respecto al tema que voy a tratar, y que un poco más adelante voy a desarrollar. Este mismo autor, Miyo, en su obra “El despertar del corazón de Hispania” (Ediciones Mandala) afirma: “Sólo el amor íntegro puede vencer al miedo (…) El amor no es un hijo bastardo de la mente sino el fruto de afrontar sin soportes a esa sobrecogedora inteligencia que todo lo abarca. El amor exige el paso de la corriente eléctrica, la aceptación profunda tanto de lo que nos gusta como de lo que nos disgusta, del bien como del mal, pues está más allá del mental emocional. El fruto emocional de la mente es el amor travestido en moralina y en dependencia. Sólo la pura conciencia universal es amor en acción…”

La clave auténtica de lo aquí expresado se encuentra en esa misteriosa y sobrecogedora ‘inteligencia’ o ‘vastedad de la conciencia’ que todo lo abarca. Su esencia, la naturaleza que la define es el Vacío. No otra cosa es la realidad que somos. El ego, el naffs, o como quiera llamarse, es una construcción lingüística fruto de la mente analítica (conceptual y abstracta), ampliamente consensuada por el sistema socio-cultural, con un valor de uso y de ordenación de la realidad a nivel humano, pero que carece de existencia real en tanto que entidad propia. Es una máscara, o un grupo de máscaras. Una auto-imagen que se repite incesantemente a sí misma. Cuando olvidamos esto, cuando el ser que somos se identifica con la máscara/persona a través de la cual se expresa, surge el sufrimiento. Un sufrimiento que siempre acompaña al sentido de identidad…

En el Taoísmo existe una consciencia de la presencia de la dimensión trascendente que está simbolizada por el vacío -tan dominante en las pinturas de paisajes-. Pero este vacío no es no-ser en el sentido negativo (no es por tanto nihilismo), sino el No-Ser que trasciende incluso al Ser y es sólo oscuro debido a un exceso de luz. Semeja la oscuridad divina a la que se referían los padres del yermo, o el desierto de la Deidad de los gnósticos sufíes. También es el Sol Negro de la tradición hiperbórea. Es por ello que este No-Ser o Vacío es también el principio del Ser, y a través del Ser, el principio de todas las cosas...

Así, leemos en el texto sagrado del taoísmo, el Tao Te-Ching: “Todas las cosas bajo el Cielo son productos del Ser, pero el Ser mismo es el producto del No-Ser”. En esta sencilla afirmación está contenido el principio de toda metafísica, al señalar la estructura jerárquica de la realidad y la dependencia, de todo lo que es relativo, respecto del Absoluto y del Infinito, simbolizados por el Vacío o No-Ser que es ilimitado e ilimitable. Llamémoslo Nada… Desafortunadamente, una y otra vez el ser humano lo confunde con sus ideas - lo “identifica” - y así, nada hay más alejado de esa Realidad que somos que nuestros múltiples deísmos, nuestros ídolos, nuestros dioses [“el hombre es una fábrica de hacer dioses” afirmaba, con entera razón, Henri Bergson], siendo “Dios” en cierto modo el último ídolo a abatir, el obstáculo más grande de todos en el camino de nuestra propia autorrealización, por tratarse de una idea superlativa, de un Superego enmascarado. Es la más grande invención de todas, sin duda, pero la idea “Dios” no tiene nada que ver con lo “Divino”; el “Dios” que pensamos no es “Dios”… En dicho sentido, Nietzsche estaba en lo cierto cuando afirmaba que “el hombre ha creado a Dios”. De hecho, todo el mundo que vemos surge de nuestro pensamiento. Nada del mundo nos es pues ajeno. Lo que nos sobrepasa, lo que nos constituye, es precisamente lo que se nos escapa, nuestra más radical hondura e intimidad. Lo más inmediato es invisible, porque está oculto en el hombre

Por eso nada es tan difícil de explicar como lo evidente y no existen palabras para la verdad. Aquello no pensado ni pensable, eso que somos, y que no nos ha creado (la creación es ‘obra’ del demiurgo) ni hemos creado (todo lo que ‘creamos’ es obra de la mente), es inefable, porque está más allá de todo proceso, idea o pensamiento. -Tal y como expresó en un auténtico rapto Ernst Jünger: “Miro en mi acuario como en un espejo, que me refleja lejanos tiempos tal vez nunca existidos. Lo que nunca ha existido y en ningún lugar. ¡Sólo esto es verdad!”-.

El signo distintivo de los seres realizados -y sólo hay unos pocos- es que van al fondo de las cosas. Estos seres saben por propia experiencia, como dice Miyo, que el amor íntegro y auténtico no es un acto mental sino “la entrega, el valor y la capacidad de sumergirse sin reservas en la sobrecogedora vastedad de la conciencia que todo lo abarca”. Y, en efecto, como dice también el susodicho autor “sólo la pura conciencia universal es amor en acción”. En cierto sentido, esto es lo que yo he llamado “A-Mor sin amor”. Porque el Amor sin fisuras, sin dualidad, es aquel que ha superado los planos mental y emocional. Este Amor de una pureza sin mácula es el fons et origo al que hacen referencia los místicos. Esta fuente natural hay que considerarla en el estricto sentido de la palabra, como anuladora de las construcciones de la cultura y de la historia, de forma que las categorías de la libertad y de la dependencia, del bien y del mal, de lo racional y lo irracional que solemos asociar con la conciencia humana del mundo del ser, no le son aplicables; como tampoco lo son las categorías ordinarias de la fe religiosa.

Por eso todo despertar, toda iluminación, no es sino una restauración que hace eclosionar la subjetividad desde su fuente misma, lo que significa un regreso a esta vida en una nada más allá del ser. Y cuando esto se descubre, o se lo encuentra de nuevo, ¡se desarrolla una fuerza explosiva…! Esta conversión hacia la subjetividad elemental más allá del ego es un proceso en el que se nos revela un nuevo punto de vista de la divinidad al margen de la justicia, del bien, del mal e indiferente a los juicios de valor. Este punto de vista del que hablo hay que entenderlo como el de la aparición de un no-yo que ha abandonado su propio fundamento, como el de la nada de la deidad, como el de la aparición de un amor y un bien absoluto. En este contexto, la divinidad sobrepasa a “Dios” como persona, y el no-ego sobrepasa al “yo” como persona. Surge así un Eros global, un amor que sobrepasa lo personal y deviene en transpersonal, un amor inabarcable sin adjetivos, sin atributos, cuya naturaleza es el vacío. Un amor que retiene tanta luz que no puede verse, y que está en la quietud del centro, alrededor del cual se mueven ilusoriamente todas las cosas… Un amor que nos traspasa como una lanza en el costado que alcanza nuestro corazón, y que se derrama para hacer posible que crezcan las flores sobre la tierra yerta. Un amor que fulmina con su luz, que no es… más que el latido infinito de una mirada…

Todo esto nos lo podemos vivir de muy diferentes formas, pues cualquier camino tomado con consciencia nos puede conducir al Despertar… Una de esas vías es el Kyudo, esto es, “el camino del arco”. En el siglo VIII, el tiro con arco formaba parte del ceremonial cortesano japonés. Más adelante se desarrolló como técnica de combate y en el siglo XVI, con la aparición de las armas de fuego, el arco perdió su importancia. No obstante, los samurais siguieron cultivando el arte del tiro, transformándolo en una práctica espiritual por influencia del budismo zen con el propósito de crecer interiormente. Por eso, lo primero que es menester afirmar es que el Kyudo es ante todo y por encima de todo un camino de perfección. No en vano el propósito de este arte ancestral es purificar la mente y el corazón, un aprendizaje espiritual que requiere toda una vida. Y al decir ‘aprendizaje espiritual’ digo bien, porque la Doctrina del tiro con arco afirma claramente que éste no se refiere ni a la tradicional técnica combativa de antaño ni al deporte competitivo, sino que se refiere a la arquería donde el tirador, en una cuestión de vida o muerte, se enfrenta consigo mismo...

Expresado de otro modo, puede decirse que es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en el centro inmóvil. Es entonces cuando surge lo último y lo más excelso: el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco y sin flecha; el maestro vuelve a ser discípulo: el fin es el comienzo y el comienzo, consumación. Por eso, el tiro con arco de ninguna forma puede significar un intento de lograr algo exteriormente... Arco y flecha son tan solo un pretexto o un camino hacia la meta y no la meta misma. Esto es comprensible si tenemos en cuenta que todas las artes zen, los Do -en chino Tao- [el camino del té (chado), de las flores (kado), de la caligrafía (shodo), de la espada (kendo), etc.] son no sólo la expresión de la hermosura y de lo bello, de una ‘belleza oculta’, sino que también constituyen puentes hacia la vida cotidiana, porque de lo que en realidad se trata es que la vida diaria se convierta en una obra de arte, es decir, que toda la vida surja no del ámbito del pequeño yo limitado, sino del Ello…

En el Kyudo esto es más que evidente si atendemos a su proceso. Así, para lograr sostener el arco en la posición correcta, tensarlo y lograr la relajación requerida, es necesario concentrar toda la atención y mantener una respiración adecuada. La respiración tiene una coparticipación en cada postura y en cada movimiento, como asimismo en la articulación entre ellos, y debe llegar a ser algo natural. Después de lograr estirar el arco relajadamente (cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el “universo”) el tirador ha de estar preparado para una nueva tarea particularmente difícil: disparar. El disparo se logra cuando se abre la mano derecha con un movimiento suave de forma que ningún estremecimiento recorra el cuerpo. Este movimiento es muy difícil de lograr, porque es necesario que no exista intención alguna. El arte genuino no conoce fin ni intención. Cuanto más se empeña el tirador en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto más se alejará de ello. Lo que obstruye el camino es la voluntad activa. Es importante pues aprender a esperar, para lo cual es necesario desprenderse de sí mismo, quedando así sólo el estado de tensión del tirador sin intención alguna. Para lograr esta actitud no activa (el Wu Wei taoísta), el alma necesita un apoyo íntimo que obtiene al concentrarse en la respiración; cuanto más intensa es esta concentración en la respiración, más se desvanecen los estímulos exteriores, de tal forma que pareciera que el individuo está aislado por envolturas impermeables…

Después de un período en que lo único que se sabe y se siente es que uno respira, espontáneamente la respiración misma se va haciendo borrosa, hasta que finalmente es posible llegar a alcanzar una sensación de increíble liviandad. En ese estado de suspensión, de vacío en el que no se piensa ni se aspira a nada definido, ni se apunta a ninguna dirección determinada, se sabe sin embargo que se es capaz de lo posible y lo imposible desde esa plenitud energética. Es justo aquí donde se reconoce la genuina presencia del espíritu. Y es también el momento del hanare, cuando se dispara la flecha, instante sublime en el que el arquero no debe pensar en dar en el blanco, sino en entregarse por completo a la acción que está realizando. Este instante (también llamado urori) es comparable al rocío que se acumula sobre una hoja: cuando ésta ya no puede sostenerlo, la gota cae al suelo; entonces la hoja, liberada del peso, vuelve rápidamente a su posición original…

Los maestros saben que el camino que sigue la flecha hasta dar en la diana refleja el propio estado de espíritu: el tiro sólo será certero si se ejecutan los movimientos correctos y la mente no se ve perturbada por pensamientos de ningún tipo. Energía bajo control. Por esto, no debe extrañarnos que muchas personas descubran la soledad y la tranquilidad a través del kyudo. La concentración aísla del mundo exterior y el equilibrio interior se hace imprescindible. De hecho no se perfecciona el instrumento; es el ser humano el que tiene que mejorar. Con calma. La ambición y la prisa generan tensiones. Y ¿de qué sirve acertar en el blanco si arquero, flecha y arco no se funden en una unidad? Así el maestro kyudoka ya no busca, encuentra. Y lo que encuentra es que la diana es su corazón. De este modo todo se funde hasta el punto de que el hombre, el artista, la obra, todo se convierte en uno…

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