He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

lunes, 7 de noviembre de 2011

Las tres metamorfosis - camello, león, niño - y el mito del progreso

He aquí un bello poema de Rumi con una música excelente que merece la pena escuchar…


Me gusta mucho la distinción que establece Osho entre el ser ‘revolucionario’ y el ser ‘rebelde’. Y digo que me gusta bastante la definición que de ambos conceptos establece el sabio hindú porque considero que es esencial entender la diferencia entre ambos arquetipos para así comprender mejor el salto auténtico que debemos dar las personas que estamos en el camino de alcanzar la plenitud… Escribe Osho: “… Un revolucionario trata de cambiar la sociedad, se preocupa por la sociedad y el Estado. Un revolucionario puede estar en contra de esta sociedad, pero no está en contra de la “sociedad” como tal. Un revolucionario está en contra de esta sociedad y desea crear otras sociedades producto de su imaginación, de su propia utopía, pero no se opone a la “sociedad”… - Un rebelde está absolutamente fuera. No se preocupa ni de esta sociedad, ni de ninguna otra sociedad. Sabe que todas las sociedades son prisiones y que como máximo, han de ser toleradas; eso es todo. No hay posibilidad de que ninguna sociedad sea realmente libre. La sociedad no puede ser libre. Ninguna revolución triunfará; todas las revoluciones, sin excepción, han fracasado. Y los que saben, saben que la revolución es imposible.

No es posible cambiar las multitudes porque las multitudes no poseen corazón alguno. No es posible cambiar las estructuras, porque la gente se aferra a las estructuras. Las cambiarán si les proporcionas otra estructura. Cambiarán esta estructura por otra, esta esclavitud por otra. Pero no pueden ser libres. La multitud teme ser libre. Se aferra, siempre quiere pertenecer a algo. El vacío interior obliga a todos a pertenecer a alguien, a algo, a algún dogma, a algún partido, a alguna filosofía, a alguna iglesia. Entonces uno siente: ‘No estoy solo’. – La libertad es la capacidad de estar solo… y cuando estás infinitamente solo, alcanzas una cierta pureza, una inocencia… Un rebelde es aquel que ha comprendido, que ha madurado, y que por tanto ha abandonado toda esperanza de revolución social. Un rebelde es aquel que sabe que la sociedad será siempre la misma. La revolución podrá cambiar la cáscara, la forma exterior, pero en lo profundo seguirá siendo la misma.

Sólo el individuo puede cambiar, sólo el individuo puede convertirse en un Buda. La sociedad no puede nunca Iluminarse. Todas las sociedades seguirán siendo bárbaras, rudas, primitivas. Sólo el individuo podrá alcanzar esas alturas, las cumbres más elevadas, estando totalmente solo, totalmente en silencio, totalmente unificado con la Existencia. – Sé rebelde. Y no confundas revolución con rebelión. La ‘revolución’ es el juego de la sociedad... Un revolucionario no es espiritual. No le preocupa cambiarse a sí mismo. Piensa que si los demás cambian, todo se arreglará. Un revolucionario vive en la ilusión. Todas las revoluciones han fracasado, han fracasado estrepitosamente. Y la revolución suprema no puede triunfar. Su actitud misma está completamente mal orientada; es un esfuerzo para cambiar al otro… La ‘rebelión’ es un salto de consciencia, es Ver que la sociedad seguirá por su podrido camino de siempre. Estamos hartos de verlo todos los días… Por eso, abandónala. No estoy diciendo que escapes; ese abandonar, como nos han enseñado todos los grandes Maestros, es un acto interior. Permaneces en ella, pero no eres ya ella. No le perteneces. Superficialmente, continúas en ella. Vas al mercado, vas a la oficina, vas a la fábrica, cumples con tus deberes, pero en lo profundo ya no formas parte de ella. Te conviertes en una flor de loto; el agua pútrida de la sociedad no te moja. Esto es lo que quiero decir con ‘abandonar’…” [El verdadero sabio, págs. 147-148]

Siguiendo la clasificación nietzscheana, que Osho recoge también en otra de sus obras, podríamos afirmar sin lugar a dudas que las masas, las multitudes serían los ‘camellos’. Los revolucionarios, los guerrilleros, los indignados, los bohemios…, los que rugen contra ‘esta’ sociedad (la sociedad de turno, la que les toca) pero no contra la sociedad como tal, serían los ‘leones’. Camellos y leones son las dos caras de una misma moneda, dos facciones que se retroalimentan constantemente en la historia, que se necesitan mutuamente para sobrevivir y que son intercambiables con suma facilidad. De hecho, al final del círculo, en su broche, son siempre indistinguibles. - Esto lo representó genialmente, en el séptimo arte, y por citar un solo ejemplo, Elia Kazan en su célebre película “¡Viva Zapata!” (1952) que interpretó magistralmente Marlon Brando. No hay más que ver el final de esta obra maestra del cine para percibir el juego a la perfección… - Más allá del espíritu gregario y del espíritu dionisiaco, más allá de los ‘camellos’ y los ‘leones’, se encuentra el espíritu apolíneo, el ‘niño’, el que realmente ha comprendido después de pasar por las dos anteriores fases y haberse atrevido a dar el salto fuera de la rueda samsárica, fuera de la moneda corriente y común de la falsa dicotomía resignación-revolución. Hablamos del niño no como espíritu infantil, sino como inocencia del devenir, como un ser -el rebelde- que ha entendido el juego y se ha salido, al fin, de él. Y es que cuando lo entiendes, te vas, automáticamente, sin elección… Lo abandonas como un acto interior, independientemente de donde te encuentres, dentro o fuera de la sociedad, esto es ya del todo indiferente.

Todos, todos, todos los profetas, los místicos, los santos, los grandes maestros del espíritu que han venido a la tierra han sido rebeldes, y no han venido para “cambiar” nuestro tiempo sino para elevarnos por encima del tiempo… Esto salta a la vista -por poner un ejemplo- en el Evangelio, donde jamás se plantean los problemas estrictamente temporales, que son el espejuelo de nuestra época: Cristo vino únicamente para atraernos a la vida eterna. Que, como consecuencia -por añadidura, como se dice en la parábola de los pájaros del cielo y los lirios del campo- ese don celeste guíe y aligere nuestra marcha por los caminos de la tierra, es una verdad de experiencia. El hombre, al buscar lo absoluto y lo infinito donde realmente se encuentra, evita en el uso de lo finito y relativo esa desmesura que es la fuente de su desesperación y de su desdicha. Al estar por encima del tiempo, se encuentra en condiciones para soportar y llenar lo mejor posible los estrechos límites que aquél le impone. Se puede tolerar mejor, como decía Osho.

Ahora bien, el tiempo no deja de ser una prisión móvil, un ciclo fatal y monótono del que sólo es posible escapar por las dos facultades orientadas hacia lo eterno: la sabiduría (que no el conocimiento) y el amor (que no la filantropía). El movimiento rotatorio del tiempo, que hace alternar los contrarios, excluye todo poder indefinido de creación y toda promesa de liberación: nada nuevo bajo el sol. Los adoradores del progreso que ignoran esta condición de fatalidad se asemejan a esos presos enloquecidos por el largo encierro que se abalanzan una y otra vez contra las paredes de su celda para verse rechazados inexorablemente hacia el punto de partida en un movimiento sin fin. Los hindúes llaman a esta ilusión “el extravío de los contrarios”. El reflujo y retroceso de todos nuestros deseos, desde las pasiones individuales hasta las revoluciones colectivas, la fecundidad inicial y el aborto final de todos nuestros esfuerzos temporales confirman incesantemente esta ley. Charles Péguy hablaba ya de “esos retornos que vuelven siempre a lo mismo” y de “los progresos más quebrantados que la vieja costumbre”.

La aceleración actual de la historia debida al progreso tecno-científico tiene por efecto precipitar la rotación de la ardilla cautiva, pero nunca conseguirá ampliar los límites de la jaula. El círculo del tiempo permanece infranqueable. La única “superioridad” que tenemos sobre nuestros antepasados está en las facilidades que encontramos para explorar con mayor celeridad el territorio de nuestra prisión (hemos hecho la cocina más grande), privilegio maravilloso en apariencia, pero luego decepcionante, porque nos lleva a darnos cuenta de nuestra incurable cautividad. El hombre posmoderno se ufana de las mil posibilidades que hoy tiene para realizar sus más pequeños deseos. ¿No recuerda que desde siempre la realización de nuestros deseos es la que nos revela precisamente su vanidad? Como bien decía el escritor francés La Rochefoucauld -que era budista sin saberlo- “si conociéramos a fondo lo que deseamos, no desearíamos nada”.

Cuanto más grande es la distancia entre la sed y la copa, más tiempo disfrutamos del falso consuelo de la ilusión. Cuando el ser humano se arrastraba penosamente de un extremo al otro de su caverna, su ignorancia podía confundir fácilmente la roca del fondo con la salida: lo finito era tan largo y tan difícil de alcanzar que daba la impresión de lo infinito. En cambio, hoy, la reducción de todas las distancias en el tiempo y en el espacio hace del consuelo de la esperanza un comprimido que se traga como una simple píldora. ¿Qué permanece en el alma de un hombre de negocios que toma el avión para Nueva York, del temblor de emoción íntima de los compañeros de Marco Polo zarpando con rumbo nuevo hacia un magnífico Oriente…? Mientras el hombre se dirige hacia bienes que ve emerger entre los límites del sueño y de lo imposible, un espejismo embarga su camino y, aunque alcance la meta soñada, la fiebre dorada de la espera sigue dando su colorido a la posesión. Pero en un mundo empequeñecido y dominado en el que la realización sigue a la promesa como una sombra o un puro eco, toda ilusión se desvanece a penas concebida, y al desaparecer los espejismos nos quedamos solos ante un desierto de vanidad. La ola de desesperación y de nihilismo en la que hoy se sumerge el alma humana es el exacto reflejo de la ola de optimismo temporal de los adoradores del progreso y una prueba más de la naturaleza cíclica del tiempo y de la identidad de los contrarios.

Los que buscan la salvación y la liberación temporal verán sin duda estos planteamientos como “pesimistas”. Pero podemos contestarles cierta y contundentemente afirmando que son ellos los que llevan a los seres humanos a la consternación y la impotencia al orientar sus deseos hacia un ídolo infecundo. El tiempo sigue siendo lo que es: un círculo y una prisión. Pero nosotros seguimos siendo lo que somos: seres capaces de romper ese círculo y salir de esa prisión. Negarse a creer en la virtud intrínseca del cambio, no hacer depender nuestras esperanzas de las promesas del futuro, no significa desesperar del hombre, porque el tiempo no es la fuente total ni la entera medida del hombre. La vida temporal tiene muros entre los que la parte inferior de nosotros mismos quedará siempre cautiva, pero como no hay un techo, el abandono será siempre posible por arriba. Sólo refugiándonos por la contemplación y el amor en la espiral infinita de la eternidad conseguiremos escapar del círculo finito del tiempo -que en sus vueltas repetitivas no deja de ser el Sâmsara-. Esta salida está abierta no a una vaga humanidad relegada, en lo horizontal, a un futuro quimérico (que es el gran engaño de las ideologías y la gran estafa del sistema y sus mass media), sino a cada uno de nosotros y en la hora misma en la que vivimos, aquí y ahora. ¿Quién habla, pues, de pesimismo? No es necesario correr tras el espejismo de lo que “un día será” cuando podemos unirnos ya, y verticalmente, a la plenitud de lo que es…

El mito del progreso consiste en esperar del futuro una felicidad que las condiciones de la existencia terrena (dolor, vejez, enfermedad, muerte…) hacen imposible, pidiéndole absurdamente al tiempo que nos libere del tiempo. Frente a esta utopía ilustrada e hilarante que nos plantea un futuro que nunca llega, impidiéndonos vivir y gozar en el presente, el realismo de un ser humano autorrealizado nos enseña a elevarnos hacia la vida eterna. En definitiva, y como dijo Cristo, “buscar primero el reino de Dios y su justicia”, que no es la justicia humana ciega e inestable, sino la reconciliación luminosa del hombre con su Fuente, por la que se restituye el equilibrio básico de la creación y se solventan por añadidura, en cuanto nuestra fragilidad lo consiente, los problemas temporales que llenan a nuestra época y que son incomprensibles al nivel del tiempo. Porque hasta los problemas de la tierra tienen su solución en el cielo: aunque la pregunta se plantea aquí abajo, la respuesta sólo puede llegar desde lo alto. Así podemos entender, por ejemplo, la gran belleza -como metáfora y como realidad que apunta a lo más elevado- del momento en que Buda alcanzó la iluminación tras la contemplación de Venus en el firmamento… Y es que aunque la ruta de los barcos surca el mar, la luz que los guía entre las olas proviene de un faro que se eleva por encima de las aguas…

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