He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo...

He aquí una breve melodía de Enya, preñada de hermosura y de paz, que se titula Fairytale - Cuento de hadas -. Las imágenes que la acompañan, extraídas del Señor de los Anillos, nos dan una idea de la excelsitud y la suma transparencia del mundo élfico…


Mientras contemplo el movimiento acompasado e ingrávido de los elfos, viene a mí la imagen de un conocido y breve diálogo entre el Patriarca Zen Sosan y un discípulo.

Sosan: “… Abandona todo interés en el pasado y en el futuro y vive intensamente en el ahora…”

Discípulo: “Pero el ahora no tiene dimensión. ¡Me convertiré en nadie, en nada!”

Sosan: “Exacto. Siendo nadie y nada estarás seguro y serás feliz (…) Sé nada, conoce nada, ten nada. Esta es la única vida digna de ser vivida, la única felicidad digna de ser tenida…”

Esto resume perfectamente la vida de un san Francisco de Asís… Y recuerda también aquello tan bello que escribió san Juan de la Cruz, y que sirve de título a mi post de hoy: ‘Entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo…’ Es curioso el hecho de que los genuinos buscadores de toda época y lugar fueron borrándose a sí mismos, y cuando ya lo olvidaron todo, alcanzaron el Despertar. -El mismo Ananda, cuando se Iluminó, olvidó automáticamente todo lo que había dicho Buda…- Otra característica común a todos los que alcanzan la otra orilla y que me llama muy agradablemente la atención es su desconfianza hacia lo simbólico, concretamente hacia lo gráfico. No es que lo vean como algo “malo”, pues estos seres de luz están más allá del bien y del mal, sino que lo perciben como lo que es: una rémora que entorpece la contemplación, la visión y el canto…

Las personas Iluminadas no creen en las palabras, le cuesta de facto expresarse a través de ellas, puesto que perciben que las palabras engañan. En cambio, hacen de la Visión el eje principal de su trabajo. Toda su actividad consiste en ver la vida haciéndose, en ellos/as y a su alrededor, especialmente en la naturaleza, durante sus largas caminadas por los bosques o vagando por el desierto... De esa visión en silencio surgen a veces magníficas obras de arte… Sí, estos seres de luz viven en paz, sin expectativas, e inopinadamente, sin esperarlo, la sacudida vital de la inspiración les zarandea de vez en cuando, con una constante vital ineludible y que siempre se repite: las revelaciones les llegan cuando se encuentran en pleno contacto con la naturaleza...

Si lo esencial es la Visión frente al mero ver las cosas, y cuando nos convertimos en Mirada dejamos de mirar, debemos saber también que las palabras no son la Palabra… Así, si para un pintor el sentido más importante para el conocimiento de la verdad es la vista, y dedica todo su esfuerzo al desarrollo de la visión, el escritor, el artista de la palabra, desarrolla el oído y la escucha. Un escritor (y ha habido muy pocos escritores, pues la mayoría de los que así se llaman son realmente ‘escribidores’, que es un concepto muy distinto) solo escribe cuando las palabras y las historias llegan y le cogen la mano para dibujar los sonidos, después de escuchar la vida que yace en las situaciones de mayor desolación y abandono humano... El auténtico proceso de la escritura parte, por tanto, del silencio más profundo. Tal y como afirmaba R. M. Rilke: “El silencio absoluto es el ámbito fundamental y único en el cual todo lo que es esencial es escuchado…”

En todo este contexto, podemos entender perfectamente que todo artista, que todo ser evolucionado espiritualmente, deje de hablar progresivamente y solamente escuche o vea..., o, más bien, se convierta en un cauce limpio y transparente de la Visión y la Palabra. Se trata sin duda de todo un largo proceso vital que siempre se traduce en un vaciado de conceptos y conocimientos culturales, en un ir desnudándose de prejuicios y de ideas personales, en un abandono de los deseos de autoafirmación y de cualquier deseo en general...  

Salvo en casos excepcionales de artistas geniales contemporáneos como Hölderlin, Novalis, Goethe, Nietzsche, Van Gogh, Beckett, Wittgenstein, Klossowski, Lenau, Rilke…, que supieron alcanzar la mínima expresión en la máxima simplicidad y que se fueron reduciendo al silencio como pájaros abrasados por la luz, el problema de Occidente como cultura y como civilización en estos tres últimos siglos ha sido que ha evolucionado demasiado, esto es, que ha involucionado. Ha progresado tanto que se ha alejado del Origen. La perdición del hombre moderno no es el olvido, como yo creía antes, sino la acumulación de recuerdos, la senilidad que supone el llevar -como jorobas- todo el peso de su historia… Palabras y paladas de tierra sobre el abismo de la luz… Cansancio, encorvamiento… Nosotros, los europeos de hoy, estamos empapados de todo este nihilismo hasta los huesos, nos hemos criado en él, pues nadie puede sustraerse al espíritu de su época. Afortunadamente, los que transitamos por el camino del guerrero, trabajamos, con la guía del Espíritu, en la obra alquímica del descondicionamiento, eliminando capas y capas de ideas impuestas que nunca fueron nuestras, quitándonos máscaras… En fin, se trata de un trabajo largo y arduo y en él estamos…

Ya no queremos escribir ni hablar sin más. Solo podemos tolerar el Arte, la Palabra que es música, que nos da Visión… Trazamos figuras con nuestras manos en el aire, como quien danza. Amamos lo ligero, lo volátil, el vuelo sublime de una mariposa, la levedad del aire… Mis queridos/as hermanos/as: Dibujad conmigo, antes del alba, un punto blanco sobre el lienzo oscuro y saltemos dentro de él con nuestras alas de ángel para abismarnos en la inmensidad del espacio que no conoce de formas ni fronteras…

Como rocío de otoño
posándose momentáneamente
sobre la trémula hierba, tan efímero
será nuestro paso por este mundo…

Pero seremos hojas despiertas que caen
sobre la floresta encendidas de amor…

Ningún ruido distrae el curso de mis pensamientos. Una noche en calma como ninguna… En este silencio de espanto hay un dulce aroma a sándalo, un perfume a revelación… ¿Dónde andarán los seres que fuimos…? ¿Se habrán esfumado sin que nos hayamos dado cuenta? Si así fuera, no se habrán marchado a cualquier lugar ordinario, sino a un país de niebla y nubes… Aquí y ahora el Sol asoma en nuestros corazones, sin el peso del tiempo… Recostemos pues nuestra cabeza sobre la superficie del mar, dejemos flotar nuestro cuerpo ingrávido de luz sobre la piel de la tierra… Sí, sintamos mecer nuestro espíritu como una medusa, sin oponer la más mínima resistencia. El mundo, nuestro mundo, sería un lugar más habitable si lo mirásemos siempre con estos ojos. Libres de las trabas del sentido común, lejos de los obstáculos del deseo y del apego corporal, diluyéndonos en un abrazo con la mar en calma… Dejémonos pues, hermanos y hermanas, acunar y absorber por sus aguas regeneradoras…

Ya que he mencionado el Mar en Calma, no tengo ni qué decir que éste y no otro es el telón de fondo de la Meditación Silenciosa. Y esta no es otra cosa que humildad, auténtica humildad, mera presencia… Un guerrero, un kendoka, un sufí, un zénico, un ser de luz, más allá de los nombres, es un hijo del momento, se encuentra constantemente en el presente… Presencia es nuestra capacidad para ser completos (integrales) en todo momento, alineados con nuestra sabiduría más profunda. Presencia es una capacidad para la globalidad, la cual puede desarrollarse abarcando cada vez más y más aspectos de la realidad…; es, como diría yo, algo así como una atención trascendente que reúne y armoniza todas nuestras partes y funciones, incluyendo pensamiento, sentimiento, intuición y comportamiento. ¡Si somos presencia, todas estas funciones trabajan juntas de un modo equilibrado y armónico! No hay más que fijarse en los elfos…

Sin presencia somos seres alienados, seres divididos, masa: vivimos una existencia fragmentada en la cual las acciones, pensamientos, y sentimientos a menudo entran en conflicto y en la cual no hay un ser humano presente. Me atrevo a sugerir que el 99% de la humanidad vive en estado de no-presencia, de ahí esa locura general que abarca a toda la Tierra

¿Qué tiene que ver esto con la humildad? Pues todo, porque la humildad no consiste en considerarse menos importante o menos valioso que otras personas; no es por consiguiente una falta de autoestima. Tampoco es una forma modesta de comportamiento y no es el resultado de la humillación. La humildad no es otra cosa que nuestra conciencia acerca de nuestra subordinación a algo más grande que nosotros mismos, y de nuestra interdependencia respecto de los demás seres humanos y de toda forma de vida. Humildad es vivir en el presente, en el estado de presencia absoluto, conscientes de nuestro vínculo vertical con el cielo y de nuestro vínculo horizontal con la tierra. Humildad es ser uno con el cosmos y soberbia es creer que somos más o menos que los demás. –La soberbia de “creerse inferior”, como bien vio Nietzsche, es el apetito soterrado de la voluntad de poder por adquirir la primacía sobre los que son más fuertes que uno…- La humildad, en fin, es un balbuceo, es un quedarse no sabiendo, toda ciencia trascendiendo…

De entre todas las vías posibles, y absolutamente legítimas, que los seres más despiertos han creado, el camino medio del Buddha nos trae por ejemplo el equilibrio perfecto: meditación-presencia-humildad, sin ínfulas ni teatros ni historias de ninguna clase, sin juegos… ¡¡Qué Paz!!

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martes, 29 de noviembre de 2011

Mi Viaje al Reino sin Tiempo. Luz de Hiperbórea

Aquí traigo hoy una música deliciosa, una auténtica bendición para el espíritu. Se trata de la celebérrima melodía tradicional catalana ‘El Cant del Aucells’ - El canto de los Pájaros - interpretada ni más ni menos que por Montserrat Figueras (canto); Arianna Savall (canto y arpa); Ferran Savall (canto) y Jordi Savall (viola de gamba). Bajo las imágenes de este enlace, puede leerse la preciosa letra de esta melodía anónima tanto en catalán como en castellano. – Aunque, por debajo de la letra, pueden leerse también unos textos muy interesantes, no resisto la tentación de trasladarlos aquí para que puedan leerse más fácilmente y porque merece la pena empaparse de ellos, ya que son maravillosos. “Dice Jordi Savall: ‘Todo lo que cambia permanece, y resiste el tiempo todo lo que muda. Las ideas y las creencias se transforman a lo largo de los siglos, para seguir latiendo y pervivir en la conciencia de las gentes. Las tradiciones, las lenguas, los gestos, todo se tiñe, todo se contagia, todo se convierte en algo nuevo conservando la esencia de lo antiguo’.

Quizá ningún otro arte como la música sea capaz de expresar las transformaciones que, en su devenir histórico, experimentan tanto el espíritu como la sociedad humana, al ser su materia prima el Tiempo, en sí mismo agente de transformación, de mutación, de cambio incesante. ‘Misteriosa forma del Tiempo’, como la calificó Jorge Luis Borges, la música logra además, al desvincularse de la abstracción inherente a la palabra-idea y universalizar su mensaje, penetrar en los más recónditos pliegues del corazón y del alma de los hombres, siendo el perfecto vehículo para la manifestación de lo inefable… El Cant dels Aucells (El Canto de los Pájaros), es una canción popular catalana, de origen desconocido y tradicional de Navidad. La letra gira alrededor del nacimiento del niño Jesús. En Cataluña es típico honrar a los difuntos ilustres con una despedida silenciosa, mientras se escucha esta pieza tocada al violonchelo...” - Hasta aquí lo que puede leerse bajo las imágenes que acompañan a la música del enlace de youtube. Y tras éste, en seguida, mi Viaje al Reino sin Tiempo…


El día había empezado nebuloso y opaco, y en el bosque los árboles desnudos estaban silenciosos. A través de ellos se podían ver el azafrán de primavera, los narcisos y la forsitia de color amarillo intenso. Desde la distancia era una gran extensión de terreno amarillento que contrastaba con el verde del pasto; y a medida que me iba acercando quedaba cegado por el resplandor de aquella luz dorada… Únicamente existía aquella luz que surgía de la tierra, nada más: ni el murmullo del río, ni el mirlo que cantaba su melodía matutina, ni el sonido ingrávido de las mariposas… Sólo existía aquella luz; y la belleza y el amor estaban en aquella luz…

Regresé hacia el interior del bosque, donde no había nadie más que yo, mientras empezaban a caer algunas gotas de tenue lluvia. La primavera había llegado pero en ese lugar del Norte los colosales árboles – magníficos robles, olmos y hayas – que se erguían muy silenciosos aún no tenían hojas, estaban melancólicos tras el invierno, y en espera de la luz del Sol y de un tiempo apacible.

Pasó el tiempo, quizá toda una vida, quién sabe, y al atardecer, el cielo estaba completamente transparente, y la luz que bañaba los enormes árboles era extraña y vibraba con un movimiento silencioso... La luz, en verdad, es algo extraordinario; mientras más se observa, más profunda y más inmensa se vuelve. En su movimiento abrazaba aquellos árboles, y el espectáculo era sobrecogedor. ¡Ningún lienzo hubiera podido captar la belleza de aquella luz! Era mucho más que la luz del ocaso, mucho más de lo que los ojos veían, pareciera como si el amor reposara sobre la Tierra. Vi de nuevo la extensión amarilla de forsitias y el humus se regocijaba…

Justo en el instante de ponerse el Sol, vino a mí una extraña quietud, y una sensación de felicidad, de dicha y de gozo infinitos al vivirme intensamente una paz… que no puedo describir. Un manto de estrellas cubría la tierra, también las podía ver titilar en mis manos. Y la luz del ocaso seguía allí, con unos tonos rojos y anaranjados que me trasladaron a otros mundos… ¿Cómo podía darse todo a la vez? No había respuestas; o quizá sí, y solo bastaba con mirar las siluetas de los árboles con sus delicadas ramas desnudas que se recortaban en el cielo… El césped iba lentamente rejuveneciendo, y desde la cima de un monte que antes no había percibido, se divisaba una ciudad con innumerables cúpulas, entre las que destacaba una, más alta y azulada que las demás… Un viento impetuoso e inesperado arrastró mi cuerpo hacia aquella ciudad. Surqué cual pájaro atraído por la luz crepuscular unas colinas que formaban unas fantásticas figuras. Sobrevolé profundos abismos y picos elevados. La torre más alta me atraía con una inmensa fuerza hasta que posé mis pies alados sobre ella, con una dulzura sin igual, como un beso liviano y lleno de calidez, de hondura. Entraba en el reino de la magia…

Desde aquella enhiesta torre, a la cual llegaba el indescriptible resplandor de la luz hiperbórea, pude contemplar, al fin, la Ciudad de los Sueños, la Tierra de los Ancestros, a la que pertenecía. Había alcanzado la pura sonrisa de la felicidad indivisa, la mirada pura ante un mundo luminoso poblado de seres que me esperaban desde su reino sin tiempo, y que me indicaban, con su mera presencia, que aquella sombra perdida que yo creí vigilia no era real, que aquellos laberintos y caminos tortuosos de la angustia y el dolor eran tan solo formas oníricas de la noche lúgubre del olvido… Del olvido de lo que fui, de lo que soy, de lo que Es... Al contemplar tanta belleza, tanta luz, tanta inocencia y hermosura, en aquellos seres que me saludaban y me invitaban a volar hacia su reino para regresar al fin a Casa, entendí que algunos de mis sueños pasados fueron entradas a este reino... Entendí también que tenía que volver al ‘mundo real’ para encender las llamas de los apagados, que había de regresar para hacer recordar - y, por tanto, despertar - a los que estaban soñando que es real el mundo irreal en el que están atrapados. Entendí entonces, mucho más allá de lo que cabe imaginar, que libertad es soltar y saltar con audacia y amor hacia el abismo de la oscuridad donde nada ni nadie nos sostiene, con una confianza absoluta en que seremos abrazados y acogidos por la Luz

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domingo, 20 de noviembre de 2011

La diana es tu corazón

La Blanca Rosa del Templo del Kyudo en Londres. Exhibición estival femenina con melodía de fondo: ‘Pétalos


Y del gran compositor de piano André Gagnon, esta deliciosa y dulce melodía titulada “Soneto para Elina


El amor no es un acto mental, sino la entrega, el valor y la capacidad de sumergirse sin reservas en la sobrecogedora vastedad de la conciencia que todo lo abarca” Miyo

He querido empezar este post con una reflexión de Emilio Fiel, “Miyo”, porque me parece muy adecuada con respecto al tema que voy a tratar, y que un poco más adelante voy a desarrollar. Este mismo autor, Miyo, en su obra “El despertar del corazón de Hispania” (Ediciones Mandala) afirma: “Sólo el amor íntegro puede vencer al miedo (…) El amor no es un hijo bastardo de la mente sino el fruto de afrontar sin soportes a esa sobrecogedora inteligencia que todo lo abarca. El amor exige el paso de la corriente eléctrica, la aceptación profunda tanto de lo que nos gusta como de lo que nos disgusta, del bien como del mal, pues está más allá del mental emocional. El fruto emocional de la mente es el amor travestido en moralina y en dependencia. Sólo la pura conciencia universal es amor en acción…”

La clave auténtica de lo aquí expresado se encuentra en esa misteriosa y sobrecogedora ‘inteligencia’ o ‘vastedad de la conciencia’ que todo lo abarca. Su esencia, la naturaleza que la define es el Vacío. No otra cosa es la realidad que somos. El ego, el naffs, o como quiera llamarse, es una construcción lingüística fruto de la mente analítica (conceptual y abstracta), ampliamente consensuada por el sistema socio-cultural, con un valor de uso y de ordenación de la realidad a nivel humano, pero que carece de existencia real en tanto que entidad propia. Es una máscara, o un grupo de máscaras. Una auto-imagen que se repite incesantemente a sí misma. Cuando olvidamos esto, cuando el ser que somos se identifica con la máscara/persona a través de la cual se expresa, surge el sufrimiento. Un sufrimiento que siempre acompaña al sentido de identidad…

En el Taoísmo existe una consciencia de la presencia de la dimensión trascendente que está simbolizada por el vacío -tan dominante en las pinturas de paisajes-. Pero este vacío no es no-ser en el sentido negativo (no es por tanto nihilismo), sino el No-Ser que trasciende incluso al Ser y es sólo oscuro debido a un exceso de luz. Semeja la oscuridad divina a la que se referían los padres del yermo, o el desierto de la Deidad de los gnósticos sufíes. También es el Sol Negro de la tradición hiperbórea. Es por ello que este No-Ser o Vacío es también el principio del Ser, y a través del Ser, el principio de todas las cosas...

Así, leemos en el texto sagrado del taoísmo, el Tao Te-Ching: “Todas las cosas bajo el Cielo son productos del Ser, pero el Ser mismo es el producto del No-Ser”. En esta sencilla afirmación está contenido el principio de toda metafísica, al señalar la estructura jerárquica de la realidad y la dependencia, de todo lo que es relativo, respecto del Absoluto y del Infinito, simbolizados por el Vacío o No-Ser que es ilimitado e ilimitable. Llamémoslo Nada… Desafortunadamente, una y otra vez el ser humano lo confunde con sus ideas - lo “identifica” - y así, nada hay más alejado de esa Realidad que somos que nuestros múltiples deísmos, nuestros ídolos, nuestros dioses [“el hombre es una fábrica de hacer dioses” afirmaba, con entera razón, Henri Bergson], siendo “Dios” en cierto modo el último ídolo a abatir, el obstáculo más grande de todos en el camino de nuestra propia autorrealización, por tratarse de una idea superlativa, de un Superego enmascarado. Es la más grande invención de todas, sin duda, pero la idea “Dios” no tiene nada que ver con lo “Divino”; el “Dios” que pensamos no es “Dios”… En dicho sentido, Nietzsche estaba en lo cierto cuando afirmaba que “el hombre ha creado a Dios”. De hecho, todo el mundo que vemos surge de nuestro pensamiento. Nada del mundo nos es pues ajeno. Lo que nos sobrepasa, lo que nos constituye, es precisamente lo que se nos escapa, nuestra más radical hondura e intimidad. Lo más inmediato es invisible, porque está oculto en el hombre

Por eso nada es tan difícil de explicar como lo evidente y no existen palabras para la verdad. Aquello no pensado ni pensable, eso que somos, y que no nos ha creado (la creación es ‘obra’ del demiurgo) ni hemos creado (todo lo que ‘creamos’ es obra de la mente), es inefable, porque está más allá de todo proceso, idea o pensamiento. -Tal y como expresó en un auténtico rapto Ernst Jünger: “Miro en mi acuario como en un espejo, que me refleja lejanos tiempos tal vez nunca existidos. Lo que nunca ha existido y en ningún lugar. ¡Sólo esto es verdad!”-.

El signo distintivo de los seres realizados -y sólo hay unos pocos- es que van al fondo de las cosas. Estos seres saben por propia experiencia, como dice Miyo, que el amor íntegro y auténtico no es un acto mental sino “la entrega, el valor y la capacidad de sumergirse sin reservas en la sobrecogedora vastedad de la conciencia que todo lo abarca”. Y, en efecto, como dice también el susodicho autor “sólo la pura conciencia universal es amor en acción”. En cierto sentido, esto es lo que yo he llamado “A-Mor sin amor”. Porque el Amor sin fisuras, sin dualidad, es aquel que ha superado los planos mental y emocional. Este Amor de una pureza sin mácula es el fons et origo al que hacen referencia los místicos. Esta fuente natural hay que considerarla en el estricto sentido de la palabra, como anuladora de las construcciones de la cultura y de la historia, de forma que las categorías de la libertad y de la dependencia, del bien y del mal, de lo racional y lo irracional que solemos asociar con la conciencia humana del mundo del ser, no le son aplicables; como tampoco lo son las categorías ordinarias de la fe religiosa.

Por eso todo despertar, toda iluminación, no es sino una restauración que hace eclosionar la subjetividad desde su fuente misma, lo que significa un regreso a esta vida en una nada más allá del ser. Y cuando esto se descubre, o se lo encuentra de nuevo, ¡se desarrolla una fuerza explosiva…! Esta conversión hacia la subjetividad elemental más allá del ego es un proceso en el que se nos revela un nuevo punto de vista de la divinidad al margen de la justicia, del bien, del mal e indiferente a los juicios de valor. Este punto de vista del que hablo hay que entenderlo como el de la aparición de un no-yo que ha abandonado su propio fundamento, como el de la nada de la deidad, como el de la aparición de un amor y un bien absoluto. En este contexto, la divinidad sobrepasa a “Dios” como persona, y el no-ego sobrepasa al “yo” como persona. Surge así un Eros global, un amor que sobrepasa lo personal y deviene en transpersonal, un amor inabarcable sin adjetivos, sin atributos, cuya naturaleza es el vacío. Un amor que retiene tanta luz que no puede verse, y que está en la quietud del centro, alrededor del cual se mueven ilusoriamente todas las cosas… Un amor que nos traspasa como una lanza en el costado que alcanza nuestro corazón, y que se derrama para hacer posible que crezcan las flores sobre la tierra yerta. Un amor que fulmina con su luz, que no es… más que el latido infinito de una mirada…

Todo esto nos lo podemos vivir de muy diferentes formas, pues cualquier camino tomado con consciencia nos puede conducir al Despertar… Una de esas vías es el Kyudo, esto es, “el camino del arco”. En el siglo VIII, el tiro con arco formaba parte del ceremonial cortesano japonés. Más adelante se desarrolló como técnica de combate y en el siglo XVI, con la aparición de las armas de fuego, el arco perdió su importancia. No obstante, los samurais siguieron cultivando el arte del tiro, transformándolo en una práctica espiritual por influencia del budismo zen con el propósito de crecer interiormente. Por eso, lo primero que es menester afirmar es que el Kyudo es ante todo y por encima de todo un camino de perfección. No en vano el propósito de este arte ancestral es purificar la mente y el corazón, un aprendizaje espiritual que requiere toda una vida. Y al decir ‘aprendizaje espiritual’ digo bien, porque la Doctrina del tiro con arco afirma claramente que éste no se refiere ni a la tradicional técnica combativa de antaño ni al deporte competitivo, sino que se refiere a la arquería donde el tirador, en una cuestión de vida o muerte, se enfrenta consigo mismo...

Expresado de otro modo, puede decirse que es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en el centro inmóvil. Es entonces cuando surge lo último y lo más excelso: el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco y sin flecha; el maestro vuelve a ser discípulo: el fin es el comienzo y el comienzo, consumación. Por eso, el tiro con arco de ninguna forma puede significar un intento de lograr algo exteriormente... Arco y flecha son tan solo un pretexto o un camino hacia la meta y no la meta misma. Esto es comprensible si tenemos en cuenta que todas las artes zen, los Do -en chino Tao- [el camino del té (chado), de las flores (kado), de la caligrafía (shodo), de la espada (kendo), etc.] son no sólo la expresión de la hermosura y de lo bello, de una ‘belleza oculta’, sino que también constituyen puentes hacia la vida cotidiana, porque de lo que en realidad se trata es que la vida diaria se convierta en una obra de arte, es decir, que toda la vida surja no del ámbito del pequeño yo limitado, sino del Ello…

En el Kyudo esto es más que evidente si atendemos a su proceso. Así, para lograr sostener el arco en la posición correcta, tensarlo y lograr la relajación requerida, es necesario concentrar toda la atención y mantener una respiración adecuada. La respiración tiene una coparticipación en cada postura y en cada movimiento, como asimismo en la articulación entre ellos, y debe llegar a ser algo natural. Después de lograr estirar el arco relajadamente (cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el “universo”) el tirador ha de estar preparado para una nueva tarea particularmente difícil: disparar. El disparo se logra cuando se abre la mano derecha con un movimiento suave de forma que ningún estremecimiento recorra el cuerpo. Este movimiento es muy difícil de lograr, porque es necesario que no exista intención alguna. El arte genuino no conoce fin ni intención. Cuanto más se empeña el tirador en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto más se alejará de ello. Lo que obstruye el camino es la voluntad activa. Es importante pues aprender a esperar, para lo cual es necesario desprenderse de sí mismo, quedando así sólo el estado de tensión del tirador sin intención alguna. Para lograr esta actitud no activa (el Wu Wei taoísta), el alma necesita un apoyo íntimo que obtiene al concentrarse en la respiración; cuanto más intensa es esta concentración en la respiración, más se desvanecen los estímulos exteriores, de tal forma que pareciera que el individuo está aislado por envolturas impermeables…

Después de un período en que lo único que se sabe y se siente es que uno respira, espontáneamente la respiración misma se va haciendo borrosa, hasta que finalmente es posible llegar a alcanzar una sensación de increíble liviandad. En ese estado de suspensión, de vacío en el que no se piensa ni se aspira a nada definido, ni se apunta a ninguna dirección determinada, se sabe sin embargo que se es capaz de lo posible y lo imposible desde esa plenitud energética. Es justo aquí donde se reconoce la genuina presencia del espíritu. Y es también el momento del hanare, cuando se dispara la flecha, instante sublime en el que el arquero no debe pensar en dar en el blanco, sino en entregarse por completo a la acción que está realizando. Este instante (también llamado urori) es comparable al rocío que se acumula sobre una hoja: cuando ésta ya no puede sostenerlo, la gota cae al suelo; entonces la hoja, liberada del peso, vuelve rápidamente a su posición original…

Los maestros saben que el camino que sigue la flecha hasta dar en la diana refleja el propio estado de espíritu: el tiro sólo será certero si se ejecutan los movimientos correctos y la mente no se ve perturbada por pensamientos de ningún tipo. Energía bajo control. Por esto, no debe extrañarnos que muchas personas descubran la soledad y la tranquilidad a través del kyudo. La concentración aísla del mundo exterior y el equilibrio interior se hace imprescindible. De hecho no se perfecciona el instrumento; es el ser humano el que tiene que mejorar. Con calma. La ambición y la prisa generan tensiones. Y ¿de qué sirve acertar en el blanco si arquero, flecha y arco no se funden en una unidad? Así el maestro kyudoka ya no busca, encuentra. Y lo que encuentra es que la diana es su corazón. De este modo todo se funde hasta el punto de que el hombre, el artista, la obra, todo se convierte en uno…

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sábado, 19 de noviembre de 2011

Reivindicación de la comunidad orgánica como modelo social

Maravillosa, realmente maravillosa Arianna Savall cantando “L’Amor” de su disco da “Bella Terra”. Esta melodía nos eleva en verdad el corazón…


Una de las asignaturas más importantes que el ser humano puede aprender es que forma parte de una comunidad y que su vida y su valor, como miembro de un organismo más grande que él mismo, depende de la perspicaz libertad y de la generosa autoentrega con que coopera con los otros miembros, bajo la guía de un Relato transido de Espíritu, para llegar a un fin común. Esto requiere más que un asentimiento intelectual a una proposición abstracta. Implica vencer las resistencias interiores y acabar con esa frialdad de corazón que la terminología tradicional ha dado en llamar siempre como “voluntad propia”. La voluntad propia es simplemente la determinación de buscar nuestro bien privado prefiriéndolo al bien que es común a nosotros y a los demás. La voluntad es, por consiguiente, una voluntad “exclusiva”, que expulsa de nuestra vida a los demás, a fin de poder gozar de valores demasiado pequeños para ser compartidos por más de unos pocos, o incluso por nadie. La voluntad propia es inseparable del miedo, la ansiedad y la esclavitud espiritual.

El mecanismo de la vida comunitaria, que irrumpe constantemente en la privacidad y la exclusividad de nuestra voluntad propia, está destinado expresamente a vencer la resistencia con la que evitamos nuestra plena incorporación espiritual a la vida social de la comunidad. Sin embargo, al mismo tiempo, la vida común nunca tiene la finalidad de privar al ser humano de su verdadera libertad interior, o de violentar su personalidad, y menos aún eliminar y destruir estos supremos valores. Porque si la voluntad propia nos limita y nos encierra en una privacidad demasiado reducida para permitir el crecimiento real de la vida interior, está claro que la devoción desinteresada a una causa común es uno de los medios por los que nuestra libertad y autonomía personal se pueden desarrollar y madurar mejor. Por tanto, sería una perversión de la Vía Regia, de la Philosophia Perennis, de la Tradición imaginar que la vida en común tiene únicamente la finalidad de “quebrar” la voluntad de un ser humano y disolver su personalidad en una multitud, en una masa informe sin ningún carácter individual. Hay una enorme diferencia entre una comunidad y una multitud…

Una comunidad es un organismo cuya vida común está afinada en un tono más alto que la vida del miembro individual. Una multitud empero es una mera masa informe, inorgánica, en la que la vida colectiva es tan pequeña como el nivel de las unidades más bajas que la forman. Es la suma, en fin, de intereses egoístas y contrapuestos que han de llegar a una fórmula contractual para no despedazarse entre sí. Se trata pues de una convención social basada en la especialización, en la mentira, en la apariencia, en el provecho propio y en la astucia, y como tal destinada a destruir al ser humano. Es el resultado de la concepción liberal-burguesa de la era moderna y posmoderna. A su agonía violenta -y horrible como ella misma- estamos asistiendo hoy.

Al entrar en una comunidad irrigada y animada por el Espíritu, el individuo asume la tarea de vivir por encima de su nivel ordinario y, de este modo, perfecciona su propio ser y su existir más plenamente, esforzándose para vivir por el bien de los demás, además del suyo. La máxima comprensión se alcanza de hecho cuando se experimenta que el bien de los demás y el bien propio se retroalimentan constantemente, pues toda separación es una mera ilusión, una construcción artificial del ego. - Al descender a la multitud, el individuo pierde su personalidad y su carácter, y tal vez incluso su dignidad moral como ser humano. Por ello, la precaución que toma siempre toda persona consciente de no mezclarse con la “multitud” no implica en modo alguno un sesgo de ‘misantropía’. No hay aquí el más mínimo desprecio a la humanidad. No. Tal determinación se debe al conocimiento empírico de que la multitud está por debajo del ser humano. La multitud devora lo humano que hay en nosotros y nos aliena por completo. Por este motivo, las comunidades se suelen asentar en plena naturaleza, para cortar las comunicaciones con el mundo, evitando así la turbamulta de ondas mentales caóticas que se entrecruzan constantemente en el ambiente debido a los artefactos técnicos, pues es bien sabido que el electromagnetismo es el principal causante de la enajenación y la neurosis colectiva que nos atenaza, además de un sin fin de enfermedades.

En una comunidad ubicada en plena naturaleza no sólo no se da obviamente ese problema de turbiedad medioambiental, sino que además tampoco es posible que se dé el egoísmo inorganicista característico de la sociedad de masas, de modo que se evita también la toxicidad mental, que es la peor de todas las contaminaciones. De una comunidad orgánica se espera que todos sus miembros (en la medida de sus posibilidades) repartan sus funciones de tal modo que el trabajo se realice con alegría y como plena realización de las facultades que le son inherentes a cada persona, ya se trate de cavar en la huerta, amontonar heno, cortar leña, pelar patatas, lavar los platos o barrer el suelo… A diferencia pues de la sociedad de masas, donde todo se estructura en especialidades (fragmentaciones), la comunidad orgánica se estructura en funciones totalizadoras. Es muy importante resaltar aquí la diferencia que debe ser establecida entre “especialidad” y “función”. Así, aquel que se especializa ejerce, generalmente, una actividad que se aísla de todo en lo que debería estar integrado; sin embargo, aquel que ejerce su función la ejecuta como expresión individualizada de ese mismo todo. La función corresponde a la noción que la doctrina hindú denomina como swadharma, que representa la realización para cada ser humano de una actividad conforme a su esencia.

Sentado esto, se comprende perfectamente por ejemplo que todas las tareas ordinarias de una comunidad que vive en plena naturaleza reclamen de la colaboración de todos y cada uno de sus miembros conforme a esa cosmovisión funcional aducida. Aquí es donde se deja ver claramente además, y en la praxis cotidiana, la auténtica solidaridad, que en la sociedad de masas no es más que una abstracción. - Para terminar, me gustaría destacar el hecho de que como sociedad especializada y armónica que es, la comunidad espiritual tiene que procurar formarse cuidadosamente en una atmósfera de soledad y desprendimiento en la que las semillas de la consciencia y del amor tengan la posibilidad de echar raíces profundas y de crecer sin que las ahoguen las espinas del egoísmo o las aplasten las ruedas de la avaricia o el interés propio. Y es que no hay nada peor que arrastrar la multitud dentro de uno mismo…

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jueves, 10 de noviembre de 2011

Los desconcertantes seres de luz

Honshirabe” de Rodrigo Rodríguez. La flauta shakuhashi nos transporta a lo más profundo de nosotros mismos…


Shayj Abu’l Abbas al-Mursi, el Qutb, dijo: “Es difícil alcanzar al Shayj. Es fácil alcanzar a Allâh”. Ciertamente, el comportamiento de los santos, de los místicos, de los maestros, de los profetas…, de los seres de luz en definitiva, está fuera del dominio de la psicología corriente, de ahí que se vean envueltos a menudo de un aura de extrañez e incluso de impopularidad. Los decepcionados suelen ser gentes que fundan sus relaciones con el prójimo sobre las leyes de la simpatía, la sensibilidad o la atracción espontánea. Estas personas, que son la inmensa mayoría, se hallan, ya digo, decepcionadas ante los santos, ante los iluminados. De entre los innumerables ejemplos que podría poner, aquí tenemos, dentro del mundo católico, lo que una novicia confesaba acerca de santa Teresa de Lisieux: “Yo la observaba por todas partes y no podía descubrir jamás en ella una falta. No sentía por ella atracción natural alguna. Huía más bien de ella. No porque no la estimara; al contrario, la hallaba demasiado perfecta. Si lo hubiera sido un poco menos, me hubiera animado más”.

Tal extrañamiento frente al mundo circunstante que juzga por criterios naturales, es eco del personal extrañamiento de los santos, puesto al servicio de su misión. El santo, cuyo corazón está lleno de amor, no conoce ni la inquietud ni la abstracción. Y siempre tiene un propósito claro, una misión a cumplir. Durante la realización de ésta, no necesita reflexionar sobre lo que ha de hacer en cada momento. Sólo necesita escuchar en lo más íntimo de su ser una voz que es silencio, que es un vacío y que también es plenitud... Y no es que estas personas no conozcan el dolor, lo conocen como todo el mundo, sólo que no lo transforman en sufrimiento. Padecen, por así decir, de instante en instante, con consciencia, mientras que el resto del mundo se desespera y se desanima pensando en lo pasado y en lo por venir. El místico vive en el eterno presente, en el centro puro e íntimo de su ser, pues sabe por experiencia que si se apartase de su centro caería en la nada, en la inquietud, en el puro no poder. Si a la voluntad del cielo -como decían los sabios taoistas- le oponemos la propia voluntad, ya no nos queda garantía alguna de que permanecemos en la verdad…

Todo maestro auténtico es, en su comportamiento, desconcertante e imprevisible, pues parte de su misión es romper el tonal y las inercias de aquellos que se mueven todavía en la dualidad de la mente. Por esto, usa de una serie de procedimientos que con la mente periférica es imposible entender en su profundo significado. Pero tienen un sentido profundo. Y, al final del recorrido, el buscador, el peregrino de la eternidad, ve que lo que parecía tan difícil, tan complejo, tan lejano, es muy sencillo, y estuvo siempre aquí y ahora, pues se trata de nuestra naturaleza esencial, que ya es luz y a la que no le falta nada. Descubrirlo es un ir destapando capas que se han ido adhiriendo a lo largo de nuestra vida y que no nos pertenecen (ideas, prejuicios, opiniones, pensamientos, máscaras…), un ir descorriendo velos, un ir quitando y nunca un ir poniendo. La contemplación estricta es escuela de despersonalización, de expansión de la consciencia…

Por esto precisamente, el Maestro nos lleva a nosotros mismos, pues ¿en qué otro lugar si no podemos hallar la verdad que nos constituye, el fondo abisal e inasible que somos? No hay un adentro ni un afuera, sino una Totalidad omniabarcante que se manifiesta en la multiplicidad infinita de las cosas. Y entonces, cuando ya no somos una entidad separada, sino que nos encontramos subsumidos en el Todo, un amanecer vuelve a ser un amanecer, un arroyo que fluye vuelve a ser un arroyo que fluye, y un ocaso vuelve a ser un ocaso… Sin diálogo interno, las cosas vuelven a ser lo que son, no son vistas ni ven, porque ya todo es Visión. Stricto sensu nunca hemos dejado de ser lo que somos, y no hemos ido a ninguna parte

La luz se encuentra en el fondo del pozo de la consciencia, bajo muchas paladas de tierra. Hay que bajar al centro de la tierra para subir al cielo. Un ser de luz, autorrealizado, alcanza el silencio primordial, donde todo habla sin pronunciar palabra alguna. Todo es signo que comunica por sí mismo, con su energía reveladora, de modo que el ruido del parloteo (de cualquier tipo de parloteo, ya sea oral o mental) cesa por completo. Y ya no hay nada que transmitir. Como bien decía Cioran: “En realidad no hay nada que decir, por eso son incontables la cantidad de libros”. Parece un koan. En puridad, se ha escrito y se escribe tanto (tal y como sucede con la logorrea verbal, que es su complemento) para desvelar inútilmente la extrañeza inquietante y abrasadora que produce el flujo incesante e inaprehensible del devenir, el cual es un vacío infinito en el que, si nos sumergimos, podemos sucumbir. Por ello, y por citar un ejemplo, Georges Bataille dijo aquello tan célebre de que “Nietzsche fue un pájaro abrasado por la luz…” No toda alma, por grande que sea, puede soportar los abismos que se le abren bajo sus pies. El mismo Nietzsche, en su Zarathustra, dijo: “Corazón tiene el que conoce el miedo, pero domeña el miedo, el que ve el abismo, pero con orgullo. El que ve el abismo, pero con ojos de águila, el que aferra el abismo con garras de águila: ése tiene valor…”

Algo está muy claro: es preciso morir antes de morir. Y dar el salto a ese vacío infinito, a ese hondón del espíritu, con confianza, con locura y pureza, con heroísmo y audacia, con valor y entereza. A los seres de una pieza, a los no divididos (in-dividuos), a los seres excepcionales, pertenece el cielo y ellos/as heredarán la tierra, coadyuvando de este modo a la meta sublime de la insoslayable apocatástasis: cuando la Luz sea todo en todas las cosas…

Mientras tanto, considero determinante el señalar un fenómeno que es esencial entender: podemos llamarlo ‘el reflujo del tiempo’, el cual, a mi juicio, nos presenta una tímida prefiguración de la eternidad. Veamos… Los hombres y los acontecimientos se despojan poco a poco de su artificialidad para revelar su grandeza y su pureza, y lo que no tiene grandeza ni pureza se hunde en el olvido. Los hombres de finanzas, los intrigantes, los políticos corruptos y los que alcanzan un falso prestigio triunfan en lo inmediato, pero mueren sin dejar rastro. Hay que reconocer en justicia que, de todas las gestas de los hombres, la historia sabe retener con preferencia precisamente aquello que la trasciende. El tiempo, que devora todo lo que ha creado, al retirarse hace emerger todo lo que no ha nacido de él. El flujo de la actualidad exalta un momento lo efímero, su reflujo descubre lo eterno. Un simple potentado o un triste comerciante de cualquier época pueden jugar en el mundo un papel más brillante que el de un Heráclito o un Plotino, pero a medida que nuestras miradas los contemplan desde más lejos, unos y otros van encontrando su verdadero lugar, unos en el olvido y otros en la luz.

Pero ¿por qué la humanidad que a distancia discierne tan bien las verdaderas grandezas las desconoce de cerca? Porque un genio, un héroe o un santo vivos son al mismo tiempo ejemplo para nuestro fervor y un reproche para nuestra mediocridad. Después de muertos siguen siendo ejemplos, pero no en forma de reproche. Con ilusión perdonamos al ser eterno, con tal de que su eternidad, debidamente enmarcada y colocada en una vitrina como una obra maestra de museo, no pueda aguijonear nuestro presente. Es así como estamos contentos en la doble vertiente de nuestra naturaleza: por una parte, contemplamos lo que es eterno y, por otra, no presenciamos su punzante encarnación en el tiempo, lo que hace que el espectáculo no comprometa a nada y no turbe nuestra serenidad farisaica. Vivir sin ideal no es posible; traducir este ideal en vida es demasiado ‘difícil’ y ‘arriesgado’: por eso estamos encantados de admirar sin vernos forzados a seguir. Se puede incluso formular la ley siguiente: los héroes y los santos resultan aceptables y venerables en la medida en que los contemplamos lo bastante de lejos como para sentirnos totalmente dispensados de imitarlos. Con esta admiración infecunda creemos pagar suficientemente el tributo debido a su grandeza.

Utilizamos las grandezas del pasado para ignorar o perseguir sin escrúpulos las grandezas presentes. Cada generación levanta tumbas a los profetas asesinados por sus padres, a la vez que sobre esas tumbas inmola a sus propios profetas. Se mata a Jesús en nombre de Moisés; se mata a Savonarola y a santa Juana de Arco en nombre de Jesús. De este modo, los hombres ilustres y poderosos, ahora apáticos y aprovechables para todos los fines en el silencio de la eternidad, nos sirven de escudo y a la vez de espada contra los grandes hombres que todavía viven. Nuestra mediocridad envidiosa, siempre ávida de superarse sin perderse, encuentra su reposo en este subterfugio: puede negar o incluso oprimir la grandeza al mismo tiempo que adora sinceramente su imagen. Una imagen de la que se embriagan por muy bajo precio, como en el teatro. Así cualquier tirano doméstico podrá llorar en un espectáculo, al contemplar la desgracia de una mujer o de unos niños tratados brutalmente. Y, de regreso a su casa, continuará maltratando a su propia familia. La muerte es la rampa tras de la cual la grandeza se convierte en espectáculo y, como todo espectáculo, termina siendo tan excitante como ineficaz.

Los grandes maestros, los seres de luz, son antorchas que nos iluminan y nos queman. Muertos, se transforman en estrellas que alumbran sin quemar. Y nosotros veneramos más la luz cuanto menos sentimos su quemazón. Es una manera más de separar lo que el Espíritu ha unido. Así, por ejemplo, Jesús el Cristo fue “la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”, y él dijo a su vez: “Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se propague?”. Pues bien, su luz queda pero pocos portan su fuego. En verdad, raras son las personas que mueren antes de morir; escasos son los hombres que pierden su vida para ganarla. Por eso, el mundo es tan frío...






miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Mito del Progreso (II Parte)

Hoy traigo una música verdaderamente preciosa y mística que se titula “You’re the Mother of the World” – Tú eres la Madre del Mundo. Esta melodía pertenece a la compositora irlandesa Constance Demby. Una canción verdaderamente increíble en la que cada nota se encuentra en su lugar con una gran precisión y pureza…


Con frecuencia se me ha acusado de ‘pesimista’ porque no creo en el progreso, en el Edén futuro forjado por la técnica y la ciencia. Sin embargo, aunque no crea en el porvenir, creo en la eternidad que puede fecundar todas las horas del tiempo, creo en una presencia absoluta que es también un presente y que se puede alcanzar hoy… ¿Quién es más optimista: el que sólo cree en un futuro idealizado, en una promesa que nunca se cumplirá, o el que sabe, como yo, que el paraíso nos espera en la entraña de cada instante…?

La vida me ha enseñado que lo esencial, que lo mejor que podemos hacer, es enaltecernos por encima del tiempo y elevarnos hacia la eternidad. No existe, por tanto, en la historia más que un solo progreso irrefutable, y este progreso es tan poco temporal que se mide, para cada uno de nosotros, en la liberación de los lazos del tiempo. Así, lo divino se inserta en el tiempo como un acontecimiento, pero escapa al tiempo por su naturaleza. Como la luz solar, que entra y se difunde en la órbita terrestre, pero que no es de la tierra. Lejos de testimoniar a favor del ‘sentido de la historia’, como hacen los adoradores del progreso, la pedagogía divina nos descubre más bien que la historia, sometida a sí misma, no tiene sentido (“una historia contada por un idiota que nada significa”, decía Shakespeare). Y que el verdadero progreso del hombre no depende ni mucho menos de sus adquisiciones temporales -prosperidad material, facilidades técnicas, desarrollo de la instrucción…-, sino de su manera de usar esas cosas en orden a su fin eterno.

Nunca hemos de conformarnos al siglo, sino que nuestra tarea fundamental en la vida ha de ser la consecución de la metânoia, la transformación de la mente, la amplitud de la consciencia. Esta es la gran novedad, la única novedad digna de ese nombre, la que versa no sobre el tener, sino sobre el ser: el despojamiento del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo. No es una cosa que el tiempo aporta, sino algo que se conquista contra el tiempo y los ídolos de este mundo. “Mi alma ha abandonado mi historia” cantaba Catalina Pozzi. Y Lanza del Vasto, comentando a san Pablo, nos dirá: “¿Qué puede acontecerle de nuevo al hombre viejo?”

Que se me entienda bien. Cuando revelo como una tontería y una irreverencia el optimismo barato (y fútil) de los adoradores del progreso, no estoy haciendo una apología de esa mentalidad plañidera que considera a la tierra como un “valle de lágrimas”. Que no se me confunda pues con aquellos seres reactivos que ya Nietzsche calificaba, con entera razón, como “los alucinados del trasmundo”, los cuales, incapaces de toda plenitud temporal, nos martillean sus oídos con su desprecio por la tierra y por la vida y con sus esperanzas en un más allá forjado por su imaginación compensadora. De hecho, aquéllos con su exaltación y éstos con sus lamentos, sufren todos del mismo mal: el mimetismo de la vida ausente. Que este mimetismo se aplique al futuro o al más allá, poco importa: en ambos casos es consecuencia del mismo malestar y de la misma huida ante el presente y ante la eternidad verdadera de la que éste es imagen. - El gran poeta Juan Eduardo Cirlot canta así a la tierra, en sus “Poemas a Numancia”…

¡Oh, tierra! Tierra, campos, rosas,
rosales de tierra desgarrada:
de tierra de silencio y de amargura
abierta a los puñales y los besos...

Aquí quiero cantar, sobre tu pecho,
la inmensa soledad de tus llanuras,
el oro calcinado de tu trigo,
la noche de tu sombra y de tu pelo
salvajemente ardiente...

Quiero llorar por tus montes violetas,
por tus vientos helados, por tus surcos
sembrados con metales y con huesos;
porque pareces el fondo de un océano,
colmado de naufragios...

¡Oh, tierra! Tierra mía, tierra antigua,
durísima y paterna...

¡Qué gran poema…! Esta vida terrena, que amo con toda la ternura de un hijo, con toda la pasión de un amante, me ha atiborrado de dones que desbordan mi anhelo, y sé que cuando muera tendré los ojos y el corazón colmados de sus dulces recuerdos. Pero, ¿qué es el recuerdo de una imagen, más que el reflejo y la promesa de un modelo? Y, por otra parte, ¿puedo hacer cosa mejor que desear el modelo a través de sus huellas, de sus vestigios? Lo más puro que la tierra me ha dado es lo que me venía de más allá de la tierra (algo así como la conmoción de los dedos del escultor sobre el mármol de la estatua…) y que era, no un bosquejo del porvenir, sino una llamada hacia la perfección inmortal. Lo que me atrae más allá de la vida temporal son esos fulgores de eternidad que la atraviesan y que no es capaz de retener. Tengo sed de la luz inmarcesible de la que proceden esos fulgores efímeros…

Nunca hablaré mal de la tierra. Lo que me defrauda, lo que me hace sentir la herida del destierro, no es la tierra, sino el tiempo y el mal (tan bien resumido y cifrado por Cioran: “Historia Universal. Historia del Mal”). El tiempo que limita mi alegría y el mal que la mancha. Pero ni uno ni otro son esenciales a la creación; constituyen tan solo una especie de palimpsesto (sin raíz ontológica alguna) que oculta, que tapa, que cubre la Realidad.

A través de disoluciones y coagulaciones hemos de ir transformándonos con todas las cosas, hasta convertirnos en el hombre nuevo. Pero esta novedad nada tiene en común con la que persiguen los esclavos de la moda y de la actualidad, que encuentran la perdición (buscando la salvación) en los surcos abiertos por el carro de la historia. Se la encuentra no caminando hacia el futuro, sino elevándose hacia la eternidad…

“Los tiempos más inciertos son también los más seguros, porque uno sabe a qué atenerse acerca del mundo” escribió Donoso Cortés. Es verdad, en las épocas tumultuosas, se agudiza ese sentimiento de que el mundo no es nuestra verdadera patria. Pero ¿acaso los tiempos tranquilos y prósperos no nos enseñan la misma lección? El mundo puede ‘traicionarnos’ de dos formas: negándonos los bienes que nos podría dar (salud, paz exterior, prosperidad material, etc.) u otorgándonos estos bienes con una abundancia que hace saltar a la vista su vanidad. Al fin y al cabo, este segundo camino -que fue el de Buda- es sin duda el más seguro, porque mientras el hombre se ve privado de los bienes aparentes, aún puede creer en su valor; pero cuando se ha saciado de ellos y, a pesar de todo, continúa sintiendo el hambre y el vacío, ya no puede hacerse más ilusiones sobre los alimentos terrestres. La decepción inexorable no está en el fracaso, sino en rastro de vacío que sigue al éxito. Para que el hombre aprenda definitivamente que su íntima condición es la de un desterrado, tal vez sea necesario que agote todas las posibilidades de su condición terrena... - En el Siddharta de Hermann Hesse se refleja claramente esto que aquí afirmo -

“No se agotarán dichas posibilidades”, objetan los idólatras del progreso. Y hasta nos prometen viajes espaciales -turismo cósmico- para demostrar que muy pronto se abrirán todos los caminos escondidos del cielo… Pero este planteamiento exige una doble respuesta. Suponiendo que tales aventuras sean posibles (ya un millonario ruso se dio una vueltecita alrededor de la Tierra), ¿no seguiremos encontrando, en la pluralidad infinita de esos mundos, el lugar de nuestro exilio y de nuestras esperanzas perdidas? En verdad, no lograremos alejar el destierro por mucho que hagamos retroceder las fronteras. Napoleón no hubiera estado menos solo en la inmensa Siberia que en la pequeña isla de Santa Elena. Por mucho que lo intentemos, doquiera que vayamos siempre nos quedaremos en este viejo punto del velo de las apariencias, en la vieja vertiente temporal del ser. Aunque lo expandiéramos hasta los albores del infinito, este mundo no cambiaría de naturaleza, y aunque lográramos ampliar el campo de nuestra visión a todo lo que el ojo puede apetecer, no por eso habríamos franqueado el umbral del mundo invisible. Es cierto que podemos variar nuestros sueños hasta el infinito, pero todos los sueños posibles no lograrían hacernos despertar. Podemos añadir muchos decorados al “gran teatro del mundo”, pero seguiremos siendo siempre los viejos actores de la misma comedia, las víctimas del mismo drama de siempre. Y no habremos logrado desvelar el misterio del velo de la muerte, ni el misterio de esa vida nueva que nos espera…

“¡La muerte va a hacerse inútil!”, exclamaba hace menos de dos siglos el insigne escritor Víctor Hugo, embriagado por el vaticinio de los viajes futuros del hombre por el espacio (Julio Verne sabía más, y acertando en sus profecías, no se dejó empero deslumbrar por el ‘futuro’). ¡Qué pobre concepción de la muerte, reducida a la condición de embarcadero para un largo viaje espacial! La muerte no tiene la misión de revelarnos lo que el ojo aún no ve, sino lo que el ojo no podrá ver jamás… Ese mundo tan fabulosamente dilatado será siempre incapaz de saciar nuestra sed de absoluto. Más aún, es necesario preguntarse si tampoco podrá comunicarnos sus relativas riquezas. Aunque conquistáramos el universo, ¿dejaríamos de ser hombres? ¿Qué medio encontraríamos para prorrogar nuestra naturaleza hasta la medida de nuestras conquistas? El límite, la amenaza del agotamiento no estará ya en el objeto, sino en el sujeto. ¿Cómo podremos asimilar todos los bienes que nos lluevan desde ese futuro cuerno de la abundancia? Novedades inagotables, mundos maravillosos… ¿pero qué milagro nos hará falta para conservar el aguijón de la curiosidad y la embriaguez del descubrimiento? La experiencia enseña que el aumento de las posibilidades materiales provoca por lo general una mengua de las facultades de admiración y de aceptación (*) y que los hastiados se reclutan entre los ricos y los poderosos. Y si esto ya es verdad para nuestro humilde planeta, ¿qué será entonces a escala del universo? ¿Qué océanos de tedio acecharán a los dueños de un mundo sin fronteras?

Este peligro es aún mayor porque la conquista del universo material implica una concentración casi absoluta del espíritu sobre la creación y la consecución de los medios materiales proporcionados a este fin, y como consecuencia (habida cuenta que el hombre no puede desarrollarse a la vez en todos los sentidos) un olvido correlativo de las realidades de la vida interior: dos cosas que caen plenamente bajo la advertencia eterna de Jesús el Cristo cuando afirma: “¿De qué le sirve al hombre ganar el universo entero, si pierde su alma?” El hombre perderá quizá su alma para conquistar el universo y, ante el universo conquistado, se encontrará sin alma para disfrutar de él, de suerte que encontrará su más mortal derrota en su suprema victoria.

En ‘Aurora’ ya advertía Nietzsche: “el afán de conocimiento perderá al hombre irremisiblemente...” Esto ya está sucediendo hic et nunc con el enorme envite del complejo tecno-científico a nivel mundial. Una densísima sombra se cierne sobre la humanidad... Pero nunca hemos de olvidar que, en el fondo del universo profanado, el Espíritu aguarda siempre ser conocido, re-conocido, es su eterna desnudez. El hombre de hoy está llegando a los límites de lo posible y se encuentra prisionero del mundo y de sí mismo, de acuerdo, pero esta circunstancia también es una oportunidad para que lo que quede de alma a los seres humanos se torne hacia lo invisible, hacia lo eterno…

(*) Con entera razón, el filósofo alemán Max Scheler afirmaba: “La muchedumbre de los estímulos agradables mata justamente la función y el cultivo del goce, y cuanto más abigarrado, alegre, ruidoso y atractivo se hace el conjunto, más triste es el interior del hombre…” Esto que se escribió hace casi un siglo, ¿no es hoy más cierto que nunca? Sólo hay que mirar a nuestro alrededor para darse cuenta hasta qué punto hemos equivocado la dirección y hemos subvertido los valores. Un mundo ‘ilimitado’ que ignora o niega el infinito, cubriendo y ocultando la Realidad, se hace necesariamente luminoso por fuera y oscuro por dentro. Mientras que, por el contrario, un ser iluminado y consciente es oscuro por fuera (a los ojos del mundo y como consecuencia incluso de la irradiación que emite) y luminoso por dentro.

Llega un momento en la vida, verdaderamente sagrado, en que ya no es posible dejarse engañar por las luces de neón del gran teatro del mundo, sobre todo cuando se ha tenido el enorme privilegio de conocer a seres de luz que han sabido contagiarte de su interior ebriedad divina y de su exterior sobriedad y empaque. Aquí se encuentra la autenticidad y ya no hay juegos que valgan…

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lunes, 7 de noviembre de 2011

Las tres metamorfosis - camello, león, niño - y el mito del progreso

He aquí un bello poema de Rumi con una música excelente que merece la pena escuchar…


Me gusta mucho la distinción que establece Osho entre el ser ‘revolucionario’ y el ser ‘rebelde’. Y digo que me gusta bastante la definición que de ambos conceptos establece el sabio hindú porque considero que es esencial entender la diferencia entre ambos arquetipos para así comprender mejor el salto auténtico que debemos dar las personas que estamos en el camino de alcanzar la plenitud… Escribe Osho: “… Un revolucionario trata de cambiar la sociedad, se preocupa por la sociedad y el Estado. Un revolucionario puede estar en contra de esta sociedad, pero no está en contra de la “sociedad” como tal. Un revolucionario está en contra de esta sociedad y desea crear otras sociedades producto de su imaginación, de su propia utopía, pero no se opone a la “sociedad”… - Un rebelde está absolutamente fuera. No se preocupa ni de esta sociedad, ni de ninguna otra sociedad. Sabe que todas las sociedades son prisiones y que como máximo, han de ser toleradas; eso es todo. No hay posibilidad de que ninguna sociedad sea realmente libre. La sociedad no puede ser libre. Ninguna revolución triunfará; todas las revoluciones, sin excepción, han fracasado. Y los que saben, saben que la revolución es imposible.

No es posible cambiar las multitudes porque las multitudes no poseen corazón alguno. No es posible cambiar las estructuras, porque la gente se aferra a las estructuras. Las cambiarán si les proporcionas otra estructura. Cambiarán esta estructura por otra, esta esclavitud por otra. Pero no pueden ser libres. La multitud teme ser libre. Se aferra, siempre quiere pertenecer a algo. El vacío interior obliga a todos a pertenecer a alguien, a algo, a algún dogma, a algún partido, a alguna filosofía, a alguna iglesia. Entonces uno siente: ‘No estoy solo’. – La libertad es la capacidad de estar solo… y cuando estás infinitamente solo, alcanzas una cierta pureza, una inocencia… Un rebelde es aquel que ha comprendido, que ha madurado, y que por tanto ha abandonado toda esperanza de revolución social. Un rebelde es aquel que sabe que la sociedad será siempre la misma. La revolución podrá cambiar la cáscara, la forma exterior, pero en lo profundo seguirá siendo la misma.

Sólo el individuo puede cambiar, sólo el individuo puede convertirse en un Buda. La sociedad no puede nunca Iluminarse. Todas las sociedades seguirán siendo bárbaras, rudas, primitivas. Sólo el individuo podrá alcanzar esas alturas, las cumbres más elevadas, estando totalmente solo, totalmente en silencio, totalmente unificado con la Existencia. – Sé rebelde. Y no confundas revolución con rebelión. La ‘revolución’ es el juego de la sociedad... Un revolucionario no es espiritual. No le preocupa cambiarse a sí mismo. Piensa que si los demás cambian, todo se arreglará. Un revolucionario vive en la ilusión. Todas las revoluciones han fracasado, han fracasado estrepitosamente. Y la revolución suprema no puede triunfar. Su actitud misma está completamente mal orientada; es un esfuerzo para cambiar al otro… La ‘rebelión’ es un salto de consciencia, es Ver que la sociedad seguirá por su podrido camino de siempre. Estamos hartos de verlo todos los días… Por eso, abandónala. No estoy diciendo que escapes; ese abandonar, como nos han enseñado todos los grandes Maestros, es un acto interior. Permaneces en ella, pero no eres ya ella. No le perteneces. Superficialmente, continúas en ella. Vas al mercado, vas a la oficina, vas a la fábrica, cumples con tus deberes, pero en lo profundo ya no formas parte de ella. Te conviertes en una flor de loto; el agua pútrida de la sociedad no te moja. Esto es lo que quiero decir con ‘abandonar’…” [El verdadero sabio, págs. 147-148]

Siguiendo la clasificación nietzscheana, que Osho recoge también en otra de sus obras, podríamos afirmar sin lugar a dudas que las masas, las multitudes serían los ‘camellos’. Los revolucionarios, los guerrilleros, los indignados, los bohemios…, los que rugen contra ‘esta’ sociedad (la sociedad de turno, la que les toca) pero no contra la sociedad como tal, serían los ‘leones’. Camellos y leones son las dos caras de una misma moneda, dos facciones que se retroalimentan constantemente en la historia, que se necesitan mutuamente para sobrevivir y que son intercambiables con suma facilidad. De hecho, al final del círculo, en su broche, son siempre indistinguibles. - Esto lo representó genialmente, en el séptimo arte, y por citar un solo ejemplo, Elia Kazan en su célebre película “¡Viva Zapata!” (1952) que interpretó magistralmente Marlon Brando. No hay más que ver el final de esta obra maestra del cine para percibir el juego a la perfección… - Más allá del espíritu gregario y del espíritu dionisiaco, más allá de los ‘camellos’ y los ‘leones’, se encuentra el espíritu apolíneo, el ‘niño’, el que realmente ha comprendido después de pasar por las dos anteriores fases y haberse atrevido a dar el salto fuera de la rueda samsárica, fuera de la moneda corriente y común de la falsa dicotomía resignación-revolución. Hablamos del niño no como espíritu infantil, sino como inocencia del devenir, como un ser -el rebelde- que ha entendido el juego y se ha salido, al fin, de él. Y es que cuando lo entiendes, te vas, automáticamente, sin elección… Lo abandonas como un acto interior, independientemente de donde te encuentres, dentro o fuera de la sociedad, esto es ya del todo indiferente.

Todos, todos, todos los profetas, los místicos, los santos, los grandes maestros del espíritu que han venido a la tierra han sido rebeldes, y no han venido para “cambiar” nuestro tiempo sino para elevarnos por encima del tiempo… Esto salta a la vista -por poner un ejemplo- en el Evangelio, donde jamás se plantean los problemas estrictamente temporales, que son el espejuelo de nuestra época: Cristo vino únicamente para atraernos a la vida eterna. Que, como consecuencia -por añadidura, como se dice en la parábola de los pájaros del cielo y los lirios del campo- ese don celeste guíe y aligere nuestra marcha por los caminos de la tierra, es una verdad de experiencia. El hombre, al buscar lo absoluto y lo infinito donde realmente se encuentra, evita en el uso de lo finito y relativo esa desmesura que es la fuente de su desesperación y de su desdicha. Al estar por encima del tiempo, se encuentra en condiciones para soportar y llenar lo mejor posible los estrechos límites que aquél le impone. Se puede tolerar mejor, como decía Osho.

Ahora bien, el tiempo no deja de ser una prisión móvil, un ciclo fatal y monótono del que sólo es posible escapar por las dos facultades orientadas hacia lo eterno: la sabiduría (que no el conocimiento) y el amor (que no la filantropía). El movimiento rotatorio del tiempo, que hace alternar los contrarios, excluye todo poder indefinido de creación y toda promesa de liberación: nada nuevo bajo el sol. Los adoradores del progreso que ignoran esta condición de fatalidad se asemejan a esos presos enloquecidos por el largo encierro que se abalanzan una y otra vez contra las paredes de su celda para verse rechazados inexorablemente hacia el punto de partida en un movimiento sin fin. Los hindúes llaman a esta ilusión “el extravío de los contrarios”. El reflujo y retroceso de todos nuestros deseos, desde las pasiones individuales hasta las revoluciones colectivas, la fecundidad inicial y el aborto final de todos nuestros esfuerzos temporales confirman incesantemente esta ley. Charles Péguy hablaba ya de “esos retornos que vuelven siempre a lo mismo” y de “los progresos más quebrantados que la vieja costumbre”.

La aceleración actual de la historia debida al progreso tecno-científico tiene por efecto precipitar la rotación de la ardilla cautiva, pero nunca conseguirá ampliar los límites de la jaula. El círculo del tiempo permanece infranqueable. La única “superioridad” que tenemos sobre nuestros antepasados está en las facilidades que encontramos para explorar con mayor celeridad el territorio de nuestra prisión (hemos hecho la cocina más grande), privilegio maravilloso en apariencia, pero luego decepcionante, porque nos lleva a darnos cuenta de nuestra incurable cautividad. El hombre posmoderno se ufana de las mil posibilidades que hoy tiene para realizar sus más pequeños deseos. ¿No recuerda que desde siempre la realización de nuestros deseos es la que nos revela precisamente su vanidad? Como bien decía el escritor francés La Rochefoucauld -que era budista sin saberlo- “si conociéramos a fondo lo que deseamos, no desearíamos nada”.

Cuanto más grande es la distancia entre la sed y la copa, más tiempo disfrutamos del falso consuelo de la ilusión. Cuando el ser humano se arrastraba penosamente de un extremo al otro de su caverna, su ignorancia podía confundir fácilmente la roca del fondo con la salida: lo finito era tan largo y tan difícil de alcanzar que daba la impresión de lo infinito. En cambio, hoy, la reducción de todas las distancias en el tiempo y en el espacio hace del consuelo de la esperanza un comprimido que se traga como una simple píldora. ¿Qué permanece en el alma de un hombre de negocios que toma el avión para Nueva York, del temblor de emoción íntima de los compañeros de Marco Polo zarpando con rumbo nuevo hacia un magnífico Oriente…? Mientras el hombre se dirige hacia bienes que ve emerger entre los límites del sueño y de lo imposible, un espejismo embarga su camino y, aunque alcance la meta soñada, la fiebre dorada de la espera sigue dando su colorido a la posesión. Pero en un mundo empequeñecido y dominado en el que la realización sigue a la promesa como una sombra o un puro eco, toda ilusión se desvanece a penas concebida, y al desaparecer los espejismos nos quedamos solos ante un desierto de vanidad. La ola de desesperación y de nihilismo en la que hoy se sumerge el alma humana es el exacto reflejo de la ola de optimismo temporal de los adoradores del progreso y una prueba más de la naturaleza cíclica del tiempo y de la identidad de los contrarios.

Los que buscan la salvación y la liberación temporal verán sin duda estos planteamientos como “pesimistas”. Pero podemos contestarles cierta y contundentemente afirmando que son ellos los que llevan a los seres humanos a la consternación y la impotencia al orientar sus deseos hacia un ídolo infecundo. El tiempo sigue siendo lo que es: un círculo y una prisión. Pero nosotros seguimos siendo lo que somos: seres capaces de romper ese círculo y salir de esa prisión. Negarse a creer en la virtud intrínseca del cambio, no hacer depender nuestras esperanzas de las promesas del futuro, no significa desesperar del hombre, porque el tiempo no es la fuente total ni la entera medida del hombre. La vida temporal tiene muros entre los que la parte inferior de nosotros mismos quedará siempre cautiva, pero como no hay un techo, el abandono será siempre posible por arriba. Sólo refugiándonos por la contemplación y el amor en la espiral infinita de la eternidad conseguiremos escapar del círculo finito del tiempo -que en sus vueltas repetitivas no deja de ser el Sâmsara-. Esta salida está abierta no a una vaga humanidad relegada, en lo horizontal, a un futuro quimérico (que es el gran engaño de las ideologías y la gran estafa del sistema y sus mass media), sino a cada uno de nosotros y en la hora misma en la que vivimos, aquí y ahora. ¿Quién habla, pues, de pesimismo? No es necesario correr tras el espejismo de lo que “un día será” cuando podemos unirnos ya, y verticalmente, a la plenitud de lo que es…

El mito del progreso consiste en esperar del futuro una felicidad que las condiciones de la existencia terrena (dolor, vejez, enfermedad, muerte…) hacen imposible, pidiéndole absurdamente al tiempo que nos libere del tiempo. Frente a esta utopía ilustrada e hilarante que nos plantea un futuro que nunca llega, impidiéndonos vivir y gozar en el presente, el realismo de un ser humano autorrealizado nos enseña a elevarnos hacia la vida eterna. En definitiva, y como dijo Cristo, “buscar primero el reino de Dios y su justicia”, que no es la justicia humana ciega e inestable, sino la reconciliación luminosa del hombre con su Fuente, por la que se restituye el equilibrio básico de la creación y se solventan por añadidura, en cuanto nuestra fragilidad lo consiente, los problemas temporales que llenan a nuestra época y que son incomprensibles al nivel del tiempo. Porque hasta los problemas de la tierra tienen su solución en el cielo: aunque la pregunta se plantea aquí abajo, la respuesta sólo puede llegar desde lo alto. Así podemos entender, por ejemplo, la gran belleza -como metáfora y como realidad que apunta a lo más elevado- del momento en que Buda alcanzó la iluminación tras la contemplación de Venus en el firmamento… Y es que aunque la ruta de los barcos surca el mar, la luz que los guía entre las olas proviene de un faro que se eleva por encima de las aguas…

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