Mithodea de Vangelis…
Todos hemos conocido en alguna etapa de nuestra vida el vaivén
del mundo emocional, esa morada simple y vulgar que domina a los “seres de
paja” (tal como los denominaba Lao Tsé), esto es, a aquellos seres que se dejan
llevar por la superficie cambiante del mundo fenoménico. Seres carentes, pues,
del punto de encaje, para los cuales cualquier acontecimiento ‘adverso’ es una
debacle más, a veces incluso una hecatombe. Y es que donde no hay
reconocimiento, donde no hay presencia, donde no hay visión pura, solo queda la
oscuridad, la ignorancia, el dolor...
El reconocimiento… Hay algo que me ha quedado muy claro
tras todas aquellas experiencias que consideré, equivocadamente, ‘negativas’ a
lo largo de mi existencia. Y es que el Libro de la Vida es el único que nos
enseña de verdad la única realidad –con sus mil matices, en su infinita
variedad- de la existencia en el mundo samsárico: todo está en constante mutación, en permanente cambio… La
impermanencia es efectivamente la ley, el nomos,
que rige este mundo… Este bucle es el que hace posible esta ilusión compleja y
multicolor de la vida, este entramado… Y cuando no Vemos la Realidad, hacemos
planes… Por cierto, ahora lo veo más meridianamente que nunca: ¡qué palabra tan
absurda y carente de sentido, ‘plan’! El “futuro” no tiene más contorno
ni más realidad que la de nuestros sueños, fantasías y expectativas.
Proyecciones de la mente en base a deseos que no son realmente nuestros. Planes
hechos sobre un plano vacío, sobre la nada de nuestros balbuceos. Ilusiones que
son eso: espejismos que se van conformando cuanto más nos alejamos de nuestro
rostro verdadero anterior al tiempo...
Sea como fuere, y como dice el Eclesiastés, el destino de
sabios e ignorantes es el mismo. La lucidez del escepticismo…
Tu libertad no es la mía,
a la mía la viste el agua
y juega con los almendros
a justificar la quebrada
tierra del surco.
La tuya se viste de seda,
canta en los arrabales
de la ciudad dormida
y advierte a cada instante
el grato recuerdo de un beso.
La mía tiene el color del grito,
vive en las sórdidas palabras del lamento
y deja en las aceras su cruel afonía.
La tuya vive detrás del fruto;
tu frente abandona el frío rictus
y busca en los espejos
los distantes ojos de los años.
Pero… al final, a las dos,
nos cubrirá para siempre
los perdidos ecos de la historia,
los sempiternos brazos del tiempo…
Hay que morir antes de morir, no me cabe duda alguna de ello. Hay que
morir a la ilusión. Para conseguirlo basta con asumir lúcidamente lo que es la
inconsistencia de nuestra condición. – Como bien sabemos, la ilusión y el
sentido de la vida son como el fluido que mueve las ruedas de nuestra
actuación. Parece que vienen del cielo, pero no, son tierra: nacen de la
tierra, hacen girar nuestros engranajes en una dirección preestablecida y se
vuelven a escurrir en el suelo… Cuando inician su camino hacia el suelo, cosa
que empieza con la madurez, es imposible retenerlos; caen sin remedio, aunque
nos esforcemos una y otra vez -como en el mito de Sísifo- por sujetarlos con
nuestras manos. En un tiempo sentimos brotar su savia y tenemos que sentirla
desaparecer en la tierra. – Sí, hermanos y hermanas del alma, cuando la
desaparición de la fuerza de la ilusión y del sentido de la vida empieza a
producirse, la calidad del tono vital y lo más profundo de la calidad de vida
no hace más que decaer. En dicho sentido, es completamente cierto que vivir
es ir perdiendo terreno. Irremisiblemente, en efecto, cada día que pasa es
peor y no hay elección. Ahora bien, frente a esta experiencia psíquica, que es
además un hecho biológico, solo caben dos posturas…
Por un lado, y esto es esencial comprenderlo, está la creencia de los
camellos y los leones de que la ilusión de vivir y del sentido de la vida
dependen de factores externos a uno mismo, factores que son ‘remediables’. Esta
apreciación prometeica, fáustica si se quiere, despierta una gran inquietud y
se emprende entonces una lucha desesperada -e inútil- para recuperar la ilusión
y el sentido de la vida perdido. Sin embargo, es una lucha tan sin esperanza
como luchar contra la muerte; más si cabe, porque la lucha contra la muerte
quizá pueda retrasarla algo, pero a la desaparición del sentido de la vida,
cuando se inicia, nada puede detenerla; sólo se la puede encubrir echándole la
culpa a otros (lo que hacen todos los camellos) o intentando olvidarse de lo
que ocurre (lo que hacen todos los leones). – La segunda postura (la que toman
los seres de luz) es la que proponen desde siempre, y en todo lugar, los grandes Maestros. Ellos/as dicen con su mera
existencia que cuando muere el sentido y la ilusión de vivir puede nacer un
conocimiento que ya no tiene finalidades y puede nacer un sentir que ya no
mueve las ruedas de la vida. Es, al fin, el Niño Divino… Sí, sí, así es porque así lo hemos experimentado
algunos seres: desde el vacío de sí mismo puede nacer un conocer y un amor que
ni se acaban ni decaen porque nacen de una pasión sin morada…
No tenemos otra tarea que cumplir que vivir para
reconocer toda la maravilla que nos rodea. Vivimos
para tener la posibilidad de reconocer. Reconocer es testificar que hemos
visto y sentido lo que está frente a nosotros. Reconocer es decirle a todo que
hemos advertido su presencia, que hemos visto su esplendor, su belleza, su
inmensidad y que nos hemos maravillado de su existencia y la hemos amado. ¡Ése
es ni más ni menos nuestro destino de seres humanos! Somos una chispa de luz
que salta del fuego de la tierra, ilumina unos instantes lo que le rodea y se
apaga volviendo otra vez a la tierra… - Hay chispas de luz grandes y pequeñas;
brillantes e intensas o más tenues y débiles. No se nos pide que seamos
lumbreras ni soles; no se nos pide que nuestra luz sea cegadora; sólo se nos
pide que seamos lucidez y reconocimiento… ¡Oh, hay una
inmensidad sin fin delante de nosotros! ¿La vemos? No hay que desesperar nunca
si todo nuestro esfuerzo por arder no consigue iluminar ni consigue vibrar más
que sobre unos pocos metros de la inmensidad. Nuestra naturaleza, nuestro
destino, es ser luz y conmoción frente a lo que hay. ¡Qué extraña y
desconcertante naturaleza para unos pobres animales vivientes como nosotros…!
Mi gran Obra no será otra que la de testificar y amar durante un corto
espacio de tiempo, el de mi vida, lo que veo. Hacerlo y, luego, morir en paz…
Cumpliré así mi destino como hombre… Sí, lo cumpliré si reúno toda la lucidez
que he conseguido en mi vida y la ofrezco a lo que me rodea para reconocerlo.
Sí, lo cumpliré si reúno la poca o mucha capacidad de conmoverme, admirar y
amar que he atesorado y la ofrezco, sin reservas, a todo y a cada cosa… No
importa lo pobre que sea, usaré todas mis reservas para testificar que vi y que
amé todo lo que me rodea y que mientras quede tiempo intentaré alcanzar más
visión y más amor sólo para reconocer mejor. Este amor-consciencia que todo lo atestigua es la ocupación más importante
de la vida, es de hecho aquello que
decía Jesús sobre “lo único necesario”. Todo lo demás debe subordinarse a esta
tarea que no es propiamente una tarea. – En fin, si lo que “ahí viene” (no el
futuro) quiere volverse hacia mí, lo hará; si todo lo que me habla no resulta
ser más que un leve y apenas perceptible murmullo, está bien, ¿quién soy yo
para ser atendido por la inmensidad? Basta con que pueda vislumbrarla y amarla,
aunque sea un poco… ¿No es maravilloso?
Todo el tesoro de mi experiencia vital habla elocuentemente desde su
silencio y me dice una verdad universal: la
esencia de nuestro destino como humanos es reconocer. Reconocer es
testificar. El testigo no pretende nada. Lo que conoce y siente el testigo es
un conocer y sentir silencioso que ni está al servicio de la necesidad ni es
modelado por ella. El conocimiento silencioso no es un conocimiento con
conceptos, porque los conceptos son diseños de las cosas y el conocimiento
silencioso no es un diseño ni una representación de lo que conoce sino el
reconocimiento, la testificación de una presencia. – Testificar algo es amarlo. Si
la esencia de nuestro destino como seres humanos es ser testigos lúcidos e
imparciales de lo que ahí hay, resulta que, como dicen todos los sabios, la esencia
de nuestro destino como seres humanos es el amor, y un amor desinteresado.
No es un tópico ni voy a caer en lugares comunes. Bien sabemos que el
interés verdadero por las cosas no se despierta por la estimulación externa,
que lo que hace ésta precisamente es lo contrario: anular la fruición. Sólo el
gozo de la iniciativa del amor desinteresado salva del tedio, porque sólo él es
capaz de conducirnos por los caminos de la novedad y el verdadero calor del
sentir. Sólo el interés y el amor que sale de dentro y va hacia fuera, salva.
Todo amor que surja como resultado de un estirón desde fuera; todo amor que
nazca por algo que consiga llegar al corazón pero viniendo de fuera es incapaz
de rescatarnos de la inercia, de la repetición, de la falta de novedad, de la
rutina… El Amor sólo puede nacer desde dentro (desde el hondón del ser, de lo
que sí tiene ‘con-sistencia’, ‘con el ser’…) porque tiene que ser libre y no es
libre si es encendido desde fuera. Si el amor se enciende desde fuera, lo que
se enciende es la necesidad. La necesidad mira por sí misma y no es libre. De
ahí el inmenso desamor del mundo que deja helada la sangre…
Rûmî afirmaba que el mundo que vemos y sentimos desde la necesidad es un
mundo hibernal y congelado. ¿Por qué? Porque la necesidad, para poderse
satisfacer, tiene que simplificar, congelar, y repetir estereotipando la
inmensa riqueza, movimiento y novedad de lo que hay. Quien sólo ve y siente el
mundo desde su necesidad, lo ve siempre fijado, enmarcado, repetitivo porque su
necesidad es enmarcada, fijada y repetitiva. La repetición es la esencia del
camello y del león: el ciclo del nacimiento y la muerte… La necesidad es enemiga de la
novedad; se aterra frente a la novedad, la riqueza y la complejidad de lo
que hay; se desespera frente a un mundo sin fronteras, delimitaciones, hitos,
puntos inamovibles de referencia… – Y es que quien solo vive la necesidad hace
de la inmensidad de variedad, riqueza, movimiento y novedad una construcción
pequeña, conocida, sin sorpresas. El mundo que construye la necesidad es
tedioso y aburrido. Los hombres que sólo piensan y sienten para la necesidad y
desde la necesidad desprecian incluso la inmensa riqueza de lo que hay y son
ingratos con la inmensa maravilla en que vivimos… Lo sé porque yo he sido así
hasta que dejé pasar la Vida que fluye en el Todo… sin mérito alguno. Porque
realmente es lo que hay. Y ahora, simplemente, afronto lo que es más que probable
que sea mi última vida. No habrá más renacimientos... Éste, y no otro, es el
auténtico “fin del mundo”…
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