He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

sábado, 5 de abril de 2014

Ella y yo nos abismamos en el silencio...

Lluvia matutina...
 
 

Fui a su encuentro - tras una sesión de meditación matutina - desprovisto de dudas y conjeturas, lleno de luz para aclarar y sanar y sin el más mínimo pre-juicio, plan o propósito. Fui con el alma desnuda como quien se encamina, liberado de fardos, a la muerte, porque como bien sabían Francisco de Asís y Mishima, la muerte y el amor son una misma cosa, una convergencia infinita… No hablo de esa muerte mórbida, que es la única que entiende el mundo y que está circundada siempre por los aspectos más desagradables de la descomposición biológica y la eclosión emocional; no, no es nada de eso, sino que hablo de la muerte real, la que está siempre impregnada de belleza, porque en ella se vive el abandono (y no la renuncia, pues no se renuncia a nada verdadero en el camino de la luz) de todo aquello que no es nuestro, de todas esas excrecencias - opiniones, ideas, pensamientos, fijezas, estereotipos, creencias… - que nunca fueron nuestras y que al desaparecer, como la niebla disipada ante la luz del sol, nos hacen ser lo que realmente somos en nuestra naturaleza original: seres etéreos, aves que vuelan muy lejos a tierras ignotas donde manan el amor y la paz como fuentes que ríen y cantan saltarinas por los ecos de los valles y entre montañas…
Ella y yo nos fuimos a las cercanías de un lugar de poder, de gran fuerza telúrica, por los verdes campos que bordean el río, para comer allí tranquilamente, y pasear con serenidad entre los árboles cuyas hojas, por cierto, brillaban maravillosamente reflejando la luz vespertina y despertando una vibración muy pura, muy cristalina… Ella y yo nos abismamos en el silencio, siendo conscientes en todo momento, sin necesidad alguna de verbalizarlo, de que ese silencio nos estaba purificando en la raíz más profunda de nuestro ser, pues en el mismo ámbito de donde surge cualquier tipo de conflicto es donde también emana la armonía y la paz. Todo ha de estar sanado desde la raíz. Tras el ocaso, que divisamos en éxtasis, y al aparecer Venus en el horizonte, regresamos al Hogar. Encendimos varias varillas de incienso y en el dojo asistí por vez primera en mi vida (hasta el momento sólo había leído mucho sobre ello) a un acontecimiento único, que ella, con su kimono puesto, ejecutó a la perfección y que me impresionó bastante: la ceremonia del té
Desde fuera, esta ceremonia puede contemplarse como de una lentitud pasmosa e incluso enervante, pero en aquel momento, viviéndola desde dentro, siendo testigo presencial de ella, no sólo comprobé el profundo simbolismo de cada acto, de cada gesto, de cada movimiento, sino que también percibí que no existían la lentitud ni la prisa, sino ¡que se había congelado el tiempo! Aquello era y es toda una meditación, como arte zen que es. Sí, es impresionante esta ceremonia, no tengo palabras… Al comienzo, por falta de costumbre, yo estaba algo incómodo pues estuve todo el tiempo sentado sobre los talones, al estilo nipón. Con el tiempo, todo estuvo bien, pues dejé de sentir las piernas e incluso el cuerpo parecía no existir. Al final de la ceremonia, sentados de la misma guisa, justo uno en enfrente de otro, nos tomamos el té con una serenidad y una paz profundísimas. ¡Y qué bien me supo ese té! Solo entonces comprendí el sentido de la célebre frase de Bodhidharma sobre el hecho de que “el sabor del té y el sabor de la meditación es el mismo”.  
No tengo ni idea del tiempo que transcurrió, porque el tiempo sencillamente no existía, pero tras todo lo acaecido vino el momento culminante de la Mirada, del Instante que se eterniza en sí mismo cuando dos personas se miran fijamente, sin velos, como dos seres recién nacidos... Y comprendimos, lo comprendimos todo… Las palabras sobraban y sólo utilizábamos las mínimas, las justas, las imprescindibles. Solo entonces comprendí de verdad lo que es la telepatía, que es la forma auténtica de conexión, y que es además la única modalidad digna de comunicación entre dos seres que se aman. La luz, la luz inasible, la que posibilita la visión y es visión en sí misma, es la correa de transmisión que usan los seres de luz, el lenguaje puro y prístino de los orígenes…
Desde este molde vacío y pletórico de sentido, es desde donde únicamente puede surgir la Palabra verdadera, la auténtica, la que toca nuestro corazón y lo transforma…  
 
 
 
 
 
 
 
 

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