Para mí, las charlas y las conferencias con un calado profundo son un auténtico género literario. Hasta ahora, en este blog que está a punto de cumplir tres años, no les he dedicado apenas espacio alguno. Esto es algo que voy a cambiar a partir de ahora. Por eso, aquí traigo hoy una conferencia que considero interesantísima y sumamente edificante y que recomiendo vivamente leer a los lectores que visitan este blog.
Intervención de Giuseppe Jiso Forzani
LAS RAÍCES Y LAS HOJAS
Una hipótesis budista para un papel no conflictivo de las religiones
en la construcción de una Europa de todos.
1. Comenzaré mi intervención con una alusión al tema de fondo que aquí nos reúne. El título de este encuentro habla de una Europa en trasformación y es precisamente sobre Europa a donde querría dirigir la atención por un momento, porque es el trasfondo, el terreno común. Hablo también con el conocimiento que tengo de ella como consecuencia del trabajo que desarrollo actualmente, que es el de director de una oficina que se adorna con el adjetivo determinativo “europeo”: “Oficina europea del budismo Soto Zen”, concretamente.
En el ámbito de sus actividades esta oficina tiene competencias sobre una área geográfica que va desde Portugal, al oeste, hasta Rusia, al este; de los países escandinavos, al norte, hasta... bueno, aquí no está tan claro, ya que, aun no siendo una oficina que tenga competencia sobre África, creo que se comprende que en el área mediterránea hay también países con fuertes influencias europeas, como por ejemplo Israel, Marruecos y Turquía, y que constituyen de algún modo parte de nuestra Europa. Pero lo que interesa es que nuestra oficina asume una perspectiva europea en el sentido en que se remiten a ella personas que viven y trabajan en un país europeo, en relación orgánica con las instituciones que la oficina representa. Las relaciones con estas personas conducen a consideraciones simples, no ciertamente desde el punto de vista histórico o sociológico, sino fruto de experiencias directas y de reflexiones casi banales.
La primera es que “Europa” es un concepto, una invención, un artificio cultural, más que una entidad geográfica con una connotación histórico-cultural unitaria. Distintas lenguas, distintas etnias, distintas culturas, distintas historias, distintas sensibilidades colectivas... y sin embargo tiene un sentido inequívoco sentirse y definirse como “europeo”. Es como si los pueblos europeos no se pudieran reducir a una unidad cultural, lingüística , religiosa; pero que, precisamente en virtud de las diferencias que la animan, Europa encontrase su razón de ser, el sentido de la propia comunión. Es una unión mantenida unida por las diferencias que la componen; o creo por lo menos que esta es la idea fundadora de Europa, una idea, o un sueño, o una locura que personalmente encuentro muy bella y que me parece representa un propuesta de una posible (espero) unión mundial de los pueblos.
La idea de Europa, tal y como la conocemos hoy y que se intenta realizar a partir de la intuición de los padres fundadores, nace al final de la segunda guerra mundial -que igual que la primera fue una guerra europea- tras siglos de enormes conflictos. Era y es la idea de que los mismos pueblos que durante siglos se habían despedazado, reivindicando cada uno su propia superioridad como portador de valores que se pretendían universales o por lo menos comunes, pudiesen en cambio convivir pacíficamente mirando al bien común; si precisamente la convivencia pacífica entre distintos se convertía en el valor compartido, la meta móvil a la cual tender renunciando a imponer una visión ideológica unitaria. Para usar la imagen del árbol, no son tanto las raíces comunes las que representan la idea de comunidad europea y la mantienen junta, como el susurro de las ramas y las hojas de los distintos arboles del bosque. Una cúpula común, formada por las diferentes ramas y hojas de cada árbol, que defiende y protege el terreno común en que los distintos pueblos cohabitan. Se le da así la vuelta a la visión que ve en las raíces comunes el signo de la unidad identitaria. Las raíces comunes son fuente de conflictos inacabables, como enseña la historia europea en la que las guerras de religión entre cristianos ha marcado siglos de luchas, tragedias, intolerancia. La unidad del bosque no viene de las raíces, sino del conjunto de las ramas y las hojas. Tal vez no es casualidad que la actual crisis Europea corresponda a un irritado y rencoroso razonar sobre las raíces.
2. Vayamos por tanto al segundo argumento del tema de nuestro encuentro, la religión. Me parece indudable que las religiones -por muy genérico que sea el término-, tal como han sido entendidas durante siglos y por el papel que han desarrollado en el ámbito de la sociedad, están en una crisis irreversible. La historia nos reserva a menudo sorpresas respecto a las previsiones, pero me parece bastante improbable, por no decir imposible, que las religiones que conocemos puedan retomar la función totalizadora que han desarrollado durante siglos. En lo que concierne a Europa, su historia se ha desarrollado, durante diez siglos por lo menos, inextricablemente ligada a la manifestación religiosa, tanto sobre el plano del pensamiento, como sobre el plano del desarrollo social. El cristianismo (incluso a través de su mayor institución representativa; el papado primero y la iglesia católica después) ha desarrollado una función totalizadora. Desde la investidura divina del emperador, hasta la mitad del siglo XIX por lo menos, hasta el dicho de Benedetto Croce (1866-1952) “no podemos no llamarnos cristianos”, la religión ha desarrollado la función de pegamento, de mínimo denominador común, de fondo de la realidad social, cultural, intelectual europea. Pero esto parece estar definitivamente acabado. Sin embargo las religiones, sobre todo en sus formas institucionales, son lentas en comprender, en aceptar y en modificarse.
La concepción de la religión como raíz de la cultura suena más como la reivindicación de un poder pasado que no como un meditado análisis de la realidad. La reivindicación de valores no negociables aparece como una tentativa de expropiación de lo universal, cuyo control ha huido ya de las manos de las instituciones religiosas. Hoy son otras las fuerzas totalizadoras. Se podría decir que la economía es hoy la que desarrollaría una función totalizadora, como parece poderse deducir de expresiones reveladoras. El poder antes atribuido al dios monocrático, omnisciente y omnipotente es hoy en día atribuido a otras entidades. Pensemos en expresiones usadas normalmente sin que escandalicen a nadie: “Los mercados nos observan, los mercados nos juzgan, los mercados nos premian y nos castigan...”, allí donde antes se decía: “Dios nos ve, Dios nos juzga...”. La trascendencia se ha hecho cada vez más inmanente, pero permanece metafísica; una economía metafísica, oculta, inmaterial, condicionando concretamente nuestras vidas, hasta lo cotidiano, independientemente de que nos adhiramos o no a esa fe.
La fe como dato de hecho, como obligación no discutible; ese era antes el fundamento del poder de la iglesia y hoy parece ser el fundamento, igualmente indiscutible, del poder de la economía, sobre todo de la financiera. A las religiones no les queda sino replegarse sobre si mismas, manifestándose con formas fundamentalistas, jugando con la necesidad psicológica de pertenencia, suministrando una identidad subrepticia a los individuos perdidos en un mundo en el que también el poder supremo, casi divino, ya no tiene una identidad reconocible. El dios que hoy en día no es posible llamar con un nombre no es innominable por una prohibición religiosa, sino por que es un nombre huidizo, fragmentario, plural. Ciertamente, tras el poder anónimo de los “mercados”, existen personas de carne y hueso que lo dirigen y se aprovechan; pero el poder totalizador que nos dirige y determina está en realidad “en medio de nosotros” e incluso dentro de nosotros.
Todo esto ofrece sin embargo a la religión una ocasión única, la de recuperar una función que solo la religión, creo, puede desarrollar. No me resulta de ninguna fácil decir cual es esta función, por que el malentendido está constantemente al acecho y porque se trata de una definición no unívoca y que no se puede fijar. De hecho, apenas dicha, se convierte en otra cosa de aquello que intenta expresar y, por añadidura, frecuentemente en su opuesto. Intentaré decir hoy aquí que la religión tiene la función de indicar al ser humano la trans-humanidad que lo circunda y lo constituye. Pero cuidado, diciendo trans-humanidad no entiendo trascendencia, no entiendo dios de ninguna manera, no entiendo “algo” o “alguien” con valencia ontológica.
Dentro de un poco, hablando del budismo, buscaré explicarme mejor. Sin embargo, para ofrecer una indicación anticipadora, intentaré dar ahora la vuelta a la comprensión usual de un famoso dicho zen (de origen chino, creo), difundido sin embargo también fuera del ámbito budista zen. Se acostumbra decir: “cuando el dedo señala la luna, el tonto mira el dedo”. Con esta expresión habitualmente se quiere decir que no hay que encerrarse en las palabras, o en los ejemplos ilustres, sino que hay que observar aquello que las palabras significan, sobre todo en ámbito religioso. Si te hablo de la luna, de Dios, del absoluto, de la Vía, no me mires a mi que te hablo, gírate hacia aquella meta de la que estoy hablando. Pues bien, para el discurso que estamos realizando aquí diría más bien que cuando el dedo señala la luna, el tonto se vuelve a mirar hacia allí, como si “allí” hubiese algo que ver. Sería mejor, en cambio, observar el dedo para ver si está limpio y si su señalar no esconde segundas intenciones. “Allí” no hay nadie hacia el que girarse, todo lo que hay que ver está aquí.
Las religiones tienden siempre a apropiarse del absoluto, de Dios, de lo inconmensurable, pero se trata de apropiaciones indebidas. La religión no tiene ninguna jurisdicción sobre el más allá que, en tanto que más allá, está precisamente fuera del alcance de cualquier veleidad de herencia y de apropiación por parte de alguien. Más bien tiene (o mejor, puede tener) la tarea de aludir a lo humano, no a través de su potenciación y/o su mortificación, sino a través del desvelamiento del límite, de la contemplación del umbral. Redimensionado así el hombre se pacifica, se reencuentra, se encuentra a si mismo y al otro. Usando de nuevo la metáfora del árbol, en esta visión que intento exponer la religión no es raíz sino a lo sumo hoja, tal como habíamos dicho para la idea de Europa. Hojas bajo las que descansar en paz y dialogar entre seres humanos, no reivindicando la propia identidad por medio de la pertenencia y la exclusión sino descubriendo la propia integridad por medio de la comunión del límite, que es también comunión de la diferencia. El valor unificador de la humanidad, comprendida como universalidad del límite, que pone al ser humano, a cada uno y a todos, bajo el umbral del otro. No hay necesidad de idear valores comunes, el valor común ya está dado, se trata de vivirlo juntos, en paz.
3. Aquí pienso, espero, que se sitúe el sentido de la presencia del budismo en Europa. Pero debo de hacer una precisión de carácter antropológico y sociológico, aun no siendo ni lo uno ni lo otro; entre las religiones no cristianas presentes en Italia el budismo se presenta con una característica anómala, por lo menos, que creo es útil evidenciar en esta sede. Todas las comunidades religiosas no cristianas (a excepción de la hebrea, que tiene una historia de presencia secular integrada en la cultura de nuestro país; a pesar de siglos de constante marginación, aislamiento y persecución, incluso legal, hasta el siglo pasado), todas las comunidades religiosas no cristianas, decía, con una presencia cualitativa y culturalmente significativa en Italia -el islam en sus dos versiones, sunita y chiita-sufí, el hinduismo en sus varias formas, los sij- tienen una componente compuesta de inmigrantes y una componente indígena que, si bien presentan diferencias sustanciales sobre el plano sociológico y cultural, no se diferencian sustancialmente en el plano religioso. Por ejemplo, un musulmán sunita inmigrado y un musulmán sunita italiano profesan el mismo credo y siguen las mismas prácticas religiosas fundamentales. Los musulmanes inmigrados pueden provenir de países culturalmente muy distintos entre si (Marruecos y Somalia, Egipto y Arabia, Pakistán y Argelia) y los italianos convertidos pueden ser de extracción social y formación cultural bastante distinta, pero todos leen el mismo Corán, aceptan el mismo Alá, rezan de la misma forma.
Eso no sucede para el budismo, aunque probablemente debieran hacerse matizaciones más cuidadosas. En cualquier caso creo que se puede decir que un budista inmigrado, por ejemplo chino, vietnamita o srilankes, y un budista italiano tienen muy poco en común como budistas. Ello depende de un aspecto al cual no se le ha prestado quizás suficiente atención hasta ahora al analizar el fenómeno, históricamente reciente, de la presencia del budismo en los países de cultura occidental. Este es el de que mientras que a los occidentales el budismo, en sus distintas formas, les ha sido presentado, incluso por autores y misioneros orientales, como una doctrina universal con características lógico interpretativas particularmente adaptadas al encuentro con el pensamiento occidental, aunque sea desde una función crítica -aunque la crítica es por si misma una categoría típica de la cultura occidental-, el budismo en cambio siempre ha tenido en oriente características fuertemente étnicas, en el límite del folclore. En los países en los que el budismo ha hecho píe hasta convertirse en una religión mayoritaria -Sri Lanka, Birmania, Camboya, Nepal, Laos, Tibet, China, Vietnam, Corea, Japón...- ha asumido características completamente ligadas a las tradiciones locales de aquellos países, hasta convertirse en un fenómeno religioso étnico. Es por esto sensato hablar de budismo tibetano, vietnamita, coreano o japonés, incluso cuando tales formas de budismo se transfieran a occidente, mientras que no tendría sentido hablar de catolicismo italiano en China o en Japón. Quiero decir que los budistas tibetanos, coreanos o japoneses que emigran desde sus países de origen a países de occidente, implantan aquí cultos y tradiciones religiosas que están fuertemente marcadas por el carácter étnico, mucho más que por el carácter universal del budismo. Mientras que un occidental que se vuelve hacia el budismo, como referencia para la propia fe y la propia práctica religiosa, es atraído por los elementos universales de aquella religión mucho más que por los elementos folclóricos de las creencias y de los cultos. Resulta de ello que el budismo de un italiano budista y el budismo de un vietnamita budista emigrado a Italia pueden ser (y habitualmente son) tan completamente distintos que resulta difícil darse cuenta de que tengan algo en común.
Esto se debe al hecho de que el budismo en si mismo no tiene una estructura doctrinal uniforme y monolítica, basada sobre textos unívocos de referencia. En otras palabras, en el budismo no hay un texto sagrado único que vehiculice un sistema de creencias homogéneo que sirva de referencia para todos y cada uno de los fieles. Por tanto se ha expresado en las formas más dispares, tomando aspectos concordantes con las diferentes culturas autóctonas a las que ha ido poco a poco adaptándose, manteniendo al mismo tiempo un “patrimonio genético” ideal e informal, en un cierto sentido no expresado y no dicho, pero no por esto menos potente y operativo, que viene recogido y hecho propio por la instancia religiosa de quien lo recibe y lo acoge.
El budismo occidental, por lo menos en su estado actual, recoge y elabora un elemento fundamental de la experiencia religiosa del budismo de los orígenes: el hecho de ser una vía de “salvación” individual. Antes de convertirse en una experiencia comunitaria es una búsqueda personal que nace de una necesidad individual. Mientras que el budismo de inmigración es más bien una experiencia de identidad comunitaria de valencia étnica.
El budismo, en su estado original, no es una cosmología, una visión del mundo, una doctrina que explica cómo son las cosas. Es después cuando, en cada caso, se ha convertido en todo eso, pero como quien se reviste con un vestido, que se quita y se pone sin que el vestido se convierta en el propio cuerpo. El budismo en su estado embrionario es una forma de vivir la condición humana -tanto a nivel intelectual, como a nivel comportamental- vista de una determinada forma.
Este modo de ver se puede describir así: Hay un dato cierto que impregna toda la realidad, que podríamos llamar un desgaste de todo lo que existe o también, tomando prestado un término científico, una entropía de fondo. Todo lo que es tiende a la propia disolución y el conocimiento, más o menos consciente, de este dato cierto se manifiesta en el hombre como un malestar, una incomodidad, una tristeza (si usamos el matiz de los sentimientos), que el budismo llama, en lenguaje sánscrito, dukkha. El budismo se puede resumir en: a) tomar conciencia de este malestar, b) comprender el motivo, c) ver su naturaleza y d) sobre la base de esto dar a la propia vida un sentido, una dirección que cada vez toma forma ante distintas situaciones (óctuple sendero). La piedra clave está en el hecho de que el motivo del malestar no es personal, sino constitutivo de la realidad, es aquel desgaste de fondo, aquella entropía universal que he señalado. Pero precisamente aquí, donde reside el motivo del malestar, está el espacio de la liberación de aquel malestar: Todo se desliza hacia su conclusión, nada permanece igual a si mismo, y no hay por tanto nada a lo que pegarse, que ofrezca resistencia; no existe una sustancia a preservar, un tesoro que salvar, un patrimonio a conservar que no sea la propia forma de vivir cada día. Aquí nos reencontramos todos, esta es la condición común. Verificado esto, caen los motivos de liderazgo y supremacía.
Al mismo tiempo, verificada la inconsistencia y la continua movilidad y trasformación de cada cosa y de nosotros mismos, se verifica también que la realidad es una trama infinita de relaciones. Cada cosa es aquello que es en el momento en que lo es, en tanto en cuanto es hecha ser por las innumerables “causas concomitantes”, visibles e invisibles, inmediatas y remotas, que la hacen ser. Yo mismo estoy hecho así. Soy hecho aquello que soy por aquello que me forma y de esto es parte integrante el encuentro con el otro. Ahí está el sentido del dialogo, también la diferencia de lo distinto a mi es parte constitutiva de mi ser aquello que soy. “Yo” (se entienda como se entienda, incluso como persona) no tiene por tanto una centralidad ontológica y lo otro también me implica a mi. El otro, como persona, es alguien que dice yo desde la posición del tu, un alter ego. Ego y alter ego, “yo y otro yo”, eso somos. Es un juego de manos lingüístico, pero quizás ayuda a comprender “nosotros” de forma potencialmente menos conflictiva que decir “yo y tu”. Esto no vale solo para las personas, sino para cada cosa. Por tanto el cuidado del mundo es cuidado de mí mismo. No puede haber algo que pueda hacerme bien a mi y mal al otro. El mal del otro de alguna forma me retorna.
Este, creo, podría ser el papel de las religiones actualmente, evidenciar que participamos todos de la misma condición humana, comprendida también como “alteridad identitaria”, si se puede decir así. Ofreciendo por tanto un refugio, una sombra refrescante bajo la cual reposar, reflexionar y discutir juntos del y por el bien común.
4. Sin embargo, debo decir honestamente que no me parece que las cosas estén yendo en esa dirección. Europa está en crisis, evidentemente, y atacada; hay quien la quiere hacer explotar, desde fuera y desde dentro. Y las religiones, reivindicando primacías éticas y espirituales e intentando expropiar lo universal, no ofrecen más que simulacros de identidad basados sobre la pertenencia a un grupo común. Pero, así como todo cambia y pasa, no cuesta nada esperar y continuar trabajando contra corriente, como si nada pasase.
Giuseppe Jiso Forzani
Pésaro, 14 de abril de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario