El insigne escritor, poeta y místico Fray Luis de León (1527-1591), en una de sus célebres y magistrales obras, titulada “De los Nombres de Cristo”, dedica un capítulo entero al oficio de Pastor, no escapándosele su dimensión profundamente espiritual. Transcribo con mucho gusto un breve extracto, que he copiado aquí con mucha ilusión, para que nos deleitemos leyéndolo y visualizándolo. De todo corazón afirmo que merece la pena leerlo…
“… Porque en esto que llamamos pastor se pueden considerar muchas cosas; unas que miran propiamente a su oficio, y otras que pertenecen a las condiciones de su persona y su vida. Porque lo primero, la vida pastoril es vida sosegada y apartada de los ruidos de las ciudades, y de los vicios y regodeos de ellas. Es inocente, así por esto como por parte del trato y granjería en que se emplea. Tiene sus deleites, y tanto mayores cuanto nacen de cosas más sencillas y más puras y más naturales: de la vista del cielo libre, de la pureza del aire, de la figura del campo, del verdor de las yerbas y de la belleza de las rosas y de las flores. Las aves con su canto y las aguas con su frescura le deleitan y sirven. Y así, por esta razón, es vivienda muy natural y muy antigua entre los hombres, que luego en los primeros de ellos hubo pastores; y es muy usada por los mejores hombres que ha habido, que Jacob y los doce patriarcas la siguieron, y David fue pastor; y es muy alabada de todos, que, como sabéis, no hay poeta, Sabino, que no la cante y alabe…
Porque puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar; pero la fineza del sentir es del campo y de la soledad. Y a la verdad, los poetas antiguos, y cuanto más antiguos tanto con mayor cuidado, atendieron mucho a huir de lo lascivo y artificioso, de que está lleno el amor que en las ciudades se cría, que tiene poco de verdad y mucho de arte y de torpeza. Mas el pastoril, como tienen los pastores los ánimos sencillos y no contaminados con vicios, es puro y ordenado a buen fin; y como gozan del sosiego y libertad de negocios que les ofrece la vida sola del campo, no habiendo en él cosa que los divierta, es muy vivo y agudo. Y ayúdenle a ello también la vista desembarazada, que de continuo gozan, del cielo y de la tierra y de los demás elementos, que es ella en sí una imagen clara, o por mejor decir, una como escuela de amor puro y verdadero. Porque los demuestra a todos amistados entre sí y puestos en orden, y abrazados, como si dijésemos, unos con otros, y concertados con armonía grandísima, y respondiéndose a veces y comunicándose sus virtudes y pasándose unos en otros y ayuntándose y mezclándose todos, y con su mezcla y ayuntamiento sacando de continuo a luz, y produciendo los frutos que hermosean el aire y la tierra. Así que los pastores son en esto aventajados a los otros hombres. Y así, sea ésta la segunda cosa que señalamos en la condición del pastor; que es muy dispuesto al bien querer...
De manera que la vida del pastor es inocente y sosegada y deleitosa, y la condición de su estado es inclinada al amor, y su ejercicio es gobernar dando pasto, y acomodando su gobierno a las condiciones particulares de cada uno, y siendo él solo para los que gobierna todo lo que les es necesario, y enderezando siempre su obra a esto, que es hacer rebaño y grey. Veamos, pues, ahora si Cristo tiene esto y las ventajas con que lo tiene; y así veremos cuán merecidamente es llamado Pastor. Vive en los campos Cristo, y goza del cielo libre, y ama la soledad y el sosiego; y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su deleite. Porque, así como lo que se comprende en el campo es lo más puro de lo visible, y es lo sencillo y como el original de todo lo que de ello se compone y se mezcla, así aquella región de vida adonde vive este nuestro glorioso bien, es la pura verdad y la sencillez de la luz de Dios, y el original expreso de todo lo que tiene ser, y las raíces firmes de donde nacen y adonde estriban todas las criaturas. Y si lo habemos de decir así, aquéllos son los elementos puros y los campos de flor eterna vestidos y los mineros de las aguas vivas, y los montes verdaderamente preñados de mil bienes altísimos, y los sombríos y repuestos valles, y los bosques de la frescura, adonde, exentos de toda injuria, gloriosamente florecen la haya y la oliva y el lináloe, con todos los demás árboles del incienso, en que reposan ejércitos de aves en gloria y en música dulcísima, que jamás ensordece. Con la cual región, si comparamos este nuestro miserable destierro, es comparar el desasosiego con la paz, y el desconcierto y la turbación, y el bullicio y disgusto de la más inquieta ciudad, con la misma pureza y quietud y dulzura. Que aquí se afana y allí se descansa; aquí se imagina y allí se ve; aquí las sombras de las cosas nos atemorizan y asombran, allí la verdad asosiega y deleita; esto es tinieblas bullicio, alboroto; aquello es luz purísima en sosiego eterno…”
¡Qué maravilla, pero qué maravilla, cómo eleva el alma…! Resulta sumamente de mi agrado que Fray Luis de León mencione, por ejemplo, que “… los demuestra a todos amistados entre sí y puestos en orden, y abrazados, como si dijésemos, unos con otros, y concertados con armonía grandísima…”. En toda su obra, y más concretamente en este fragmento, se revela a las claras que el místico fraile está dentro de la tradición gnóstica y neoplatónica. Sin duda conoce la “conspiración unitaria”, que ya descubrió antes que él Plotino y Buda, y según la cual solo gracias al ‘concierto’ y al ‘ayuntamiento’ de todos los elementos es posible la vida. Como vemos, el ‘Todo es Uno’ tiene antecedentes en personas que sin duda experimentaron el hecho unitario y que alcanzaron la plenitud al sentirse parte integrante e indisoluble de la totalidad… Así, en sus ‘Diálogos de Amor’, León Hebreo escribía: “Porque el mundo y sus cosas tienen existencia en cuanto que es un todo unido… Si no fuese así, la división causaría su total desaparición”. Y, por último, el gran genio renacentista Marsilio Ficino, que fue amigo de Leonardo, escribió también: “En fin, por la unidad de sus partes todas las cosas se conservan, y por su dispersión perecen. Esta unidad de las partes es un efecto de su amor mutuo” (‘De Amores’, II)
En esa misma estela unitaria y trascendente escribieron conjuntamente obras magníficas, ya en el siglo XX, una pareja francesa a la que admiro profundamente. Fueron de hecho, en su momento, mi referente como pareja primordial. Me refiero, claro está, a Anne y Daniel Meurois-Givaudan. La Editorial Luciérnaga les publicó en febrero de 1990 su obra conjunta “Tierra de Esmeralda” y en octubre de ese mismo año les publicó también “Viaje a Shambala”, libro este último que me encantó cuando lo leí. Pues bien, hace poco leí otro libro conjunto de esta pareja, evolución de los dos anteriores, y que se titula “Por el espíritu del sol” (1991). Se trata de una canalización muy potente (y muy real, no estandarizada, y, por tanto, nada parecido a algunas canalizaciones aburridas y reiterativas que no nos dicen absolutamente nada) que ambos recibieron, durante un viaje iniciático, en la ciudad fenicia de Ugarit hace veinte años. El libro me ha atrapó y me elevó al séptimo cielo…
VIDA RETIRADA
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;
Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspe sustentado!
No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.
¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado;
si, en busca deste viento,
ando desalentado
con ansias vivas, con mortal cuidado?
¡Oh monte, oh fuente, oh río,!
¡Oh secreto seguro, deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.
Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza o el dinero.
Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.
El aire del huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruïdo
que del oro y del cetro pone olvido.
Téngase su tesoro
los que de un falso leño se confían;
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.
La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna, al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.
A mí una pobrecilla
mesa de amable paz bien abastada
me basta, y la vajilla,
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.
Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.
A la sombra tendido,
de hiedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.
Fray Luis de León