He aquí una serie de poemas realmente estremecedores y extraordinarios de Hugo Mujica dignos
de ser contemplados en estado meditativo, sin querer comprender nada, sin
racionalizar... Tan solo estando abiertos… Pongo como música de fondo ‘El Canto de la Sibila’ con la voz
excepcional de Montserrat Figueras…
EL SILENCIO DE LA NIEVE CAYENDO SOBRE LA NIEVE
I.
La palabra es el lugar donde se encuentran la manifestación de la realidad, el ser de la vida, y lo que nosotros captamos de él, de ella.
Encuentro entre el don y la recepción.
(La lluvia y el cuenco.)
El ser se abre, se abre rebasándose: manifestándose. La palabra lo recibe, lo recepciona.
(Como vida y existencia.
Poesía y poema.
O amor y lo amado... Siempre hay un halo que rebasa, un nimbo de dolor.
Un testigo de lo imposible.
Y su anverso: es sólo de un lado del cuello que nos clavan los colmillos.)
También lo delimita, pero es en esa delimitación donde se manifiesta, se dice al hombre en la forma en que el hombre puede decirselo a sí.
Finitamente.
(Humanamente: finitud preñada de infinitud: dolor.)
Como un océano que se derramara en un cáliz. Desborda, pero no se pierde. El desborde señala.
A veces arrastra.
También recuerda.
En la palabra el silencio calla, diciéndose.
II.
Antes de comenzar a hablar está el silencio. El que está para que la palabra sea.
Pueda ser.
La posibilidad y el presentimiento de que la palabra será dicha, que tiene donde manifestarse.
Al final de una frase, de un discurso, de la vida, vuelve a ser el silencio.
Al comienzo de todo texto está la página en blanco.
La que sigue estando en blanco en sus márgenes, porción de silencio, silencio entre las líneas y, otra vez, al final, diciendo calladamente el fin...
Son los silencios los que acotan los límites de las palabras. Es el blanco de una página, anterior y posterior, el que enmarca y contiene a las palabras escritas.
Las que limitan con lo blanco, como las pronunciadas con el silencio.
De esto que lo blanco, el silencio, no sea sólo un límite de la escritura, un borde de la voz, no sólo acote y puntualice al habla, sino que el silencio sea constitutivo del habla como el espacio de la palabra escrita.
Constitutivo del habla que es trama hilada de silencios y palabras, de palabras y silencios.
Sin el silencio que aspira es vano respirar, imposible la palabra.
Juego en el que cada parte da sentido a la otra: sin la palabra el silencio es un vacío.
Sin el silencio la palabra no es palabra, es borde sin mar. Ruido sin sentido.
Viento en el desierto.
El silencio separa las palabras y, separándolas, las hace audibles. Permite que se extiendan.
Se expandan.
Vibre su significado. Dilaten su sentido.
(Otra vez lo abierto y, en lo abierto, lo que surge. Sol
en el desierto, sobre nada.
Nada que proyecte sombra.
PARA SIEMPRE, PARA ESE AHORA
He visto la vida desnuda
y no fue dolor.
Vi el desierto y nacer el sol
para siempre
para ese ahora sin sombras
de lo que se mira
con el cuerpo entero.
Lo vi ponerse, como un lunar
de pequeño,
pequeño
o inmensamente humano
como un corazón que muere.
He visto la vida desnuda
y se lavaron mis ojos
de no ver sino nada.)
III.
No le es dado al hombre escuchar el silencio como el silencio debe resonar en sí mismo. Sólo conocemos parcelas de él. Sólo lo escuchamos fragmentariamente.
Sólo conocemos lo que de él escuchamos, lo que de él nos apropiamos.
Vamos siéndolo, callando.
El silencio de la nieve sobre un lago.
El silencio de un desierto o el del claro de un bosque, es el silencio de un desierto o el del claro de un bosque.
O nieve.
Un silencio extendido como un manto, custodiado por el abrazo de los árboles, nunca jamás es el silencio.
(Nunca una playa sin huella de pasos, las pisadas que dejamos buscando la playa sin huellas.)
El silencio en sí mismo.
El silencio anterior a todo.
Anterior a cualquier palabra: a la palabra silencio. Y al silencio de las palabras.
(Como la luz es anterior a lo que ilumina, y también a la
sombra que lo iluminado derrama.)
(Silencio, el que no cabe en el oído.
No encierra la palabra. No repiten los ecos. No callan
los mudos.)
El silencio, el que podemos experimentar, es siempre un silencio plural: el silencio congregante del atardecer, cuando todo parece aprovecharse de esa intimidad para revelarnos su más callado secreto.
El del alba que se levanta con su mano henchida de promesas, el silencio que comienza a retirarse para que los pájaros lo ocupen, para que el tráfago de la ciudad lo vaya apagando...
El silencio, el silencio humano, humanizado y humanizante, es el que se escucha entre las palabras, o, más radicalmente, el silencio hacia el que las palabras nos conducen: lo indecible que se susurra silencio.
Silencio despeñado desde otro silencio; aleteo entre sonidos; a tumbos, entre ruidos.
Solemne y mesurado: la nieve cayendo sobre la nieve. Y hasta sagrado: una cruz sin grito.
Escuchado o traicionado...
El silencio tiene múltiples voces pero nunca es un largo discurso, siempre es breve.
Retazo o jirón.
A veces terrible, como el silencio del agonizante para quien está a su lado esperando la palabra que le diga cómo aliviarlo.
También, a veces, es manso el silencio, como al borde de un arroyo.
Escasa y privilegiadamente, el silencio se deja escuchar como horizonte de las palabras: cuando se termina de leer un poema que no nos lleva a pensar, nos lleva a escuchar la dimensión que lo originó.
(La experiencia, no el conocimiento.)
Un poema o, también y no menos, el silencio que se deja escuchar al concluir la última nota de un concierto...
Don del arte, silencio, que se escucha apenas un instante (o tal vez el instante sea escuchar al silencio), apenas un instante pero ese instante -su presencia o ausencia- es el juicio y el valor, el juicio que da valor, al poema que acabamos de leer. A la música que terminamos de escuchar.
Es el silencio con que una obra de arte no termina: se cumple.
El silencio en que la obra calla.
En el que enseña a escuchar.
Se congrega silencio, como se silencia todo en el tañido de una campana.
IV.
En rigor, al hombre no le es dado el silencio. O le es dado humanamente: encarnado.
En el hombre el silencio respira.
En el hombre el silencio, el humano, es escucha.
El silencio enseña a escuchar, inicia a escucharnos.
Hay otro silencio, otra voz del mismo silencio: el monólogo del silencio.
Luz sin sombra.
Hay algo en mí que pareciera ser lo más propio de mí: lo que quisiera que lo sea yo.
Hay algo en mí que es la esperanza de mí, la que me llama a mí. Un llamado que me desnuda de lo que en mí no soy.
Un llamado a la desnudez.
A ese algo lo llamamos conciencia. Aunque sea ella quien nos llame, nos reclame. Reclame la coincidencia de mí conmigo mismo: no en lo que soy, en lo que aún no soy.
En lo que de alguna misteriosa manera estoy llamándome a ser.
Con mi avanzar o resignar.
Mi fidelidad o mi traición.
Ante lo decisivo el hombre no puede disponer, tan sólo disponerse: escuchar.
El silencio, desde lo hondo, calla o se envela, pero siempre interroga.
La conciencia no tiene voz.
Esfinge sin habla, no dice, desdice.
Desmiente.
(Como una muerte, la mía, que me revelará la vida que adeudaba.)
La conciencia o es mi silencio o sigo siendo yo. Es un silencio, mío o en mí, que me abarca. Abarca aun la voz de la conciencia: mis juicios sobre mí. Mi propia medida. Lo que ya sé de mí.
El juicio, los juicios, abarcan los pasos.
La conciencia el caminar.
(Más aún: el horizonte por abrir.)
Es el silencio de una calle desierta donde escucho si suenan o se han detenido mis pasos.
Si se aceleran o languidecen. Avanzan o se repiten.
A veces, instantes, el silencio es tan hondo, tanto más que mi propia hondura, que escuchamos si arrastramos o no una sombra.
Pero ese silencio ya no es humano.
El silencio, el de la conciencia que es el mío, desmiente. Me desmiente.
Pone en entredicho mi realidad.
(Toda certeza, o la única: la certeza de mí mismo.)
El silencio de la conciencia derrubia, va gastando los bordes, derrumba las construcciones.
Quita casa, abre cielos.
El silencio llama.
Anuncia.
Voz trasparente, agua. O fuego, fuego blanco, ilumina y purga: arde sin consunción. Arde quemando.
Lo reseco, lo ya dicho y sido.
Lo repetido y al repetirlo, traicionado.
Libera: cuando todo se cae queda lo que no se apoyaba en nosotros.
La voz de la conciencia no es su voz.
Su voz es aún la mía.
Mi eco: mi proyecto sobre mí. Mi decirme, no mi escucharme.
Es la medida de lo que soy, no el llamado a ser.
Cuando todo calla se oye lo que en nosotros es eco, repetición.
No voz.
Actos repetidos, no nacidos. Actos sin creación, vida sin vida.
Ese silencio no es lo callado. Es el silencio que viene después, después de haber hablado, cuando ya nada responde a nada porque todo habla.
Es juicio sobre lo hablado, sobre lo que no se debió decir, sobre lo que no fue verdad: una verdad que no era respuesta.
Una verdad que no nació de la escucha.
Una verdad que no fue pregunta.
Es el silencio que no se hace, que es.
Si todo fuese silencio en mí yo sería entonces yo. Sólo entonces, no habría ecos. Sería el silencio en mí como respuesta a mí.
A mi escucha de mí.
A mi nacerme mi nombre: escucharme.
(Sin ecos.
Sin la sombra de oír.
ENCRUCIJADA
Paso a paso se borra el camino y dibuja allí, en lo
borrado, la ausencia buscada.
Algo así: el silencio.
Pero el de las palabras a las palabras.
El del camino borrado.)
V.
La ausencia de palabras dista mucho de ser silencio, como la ausencia de montañas no implica que haya un abismo allí donde ellas no han crecido desde la tierra.
Al silencio se lo acalla hablando pero no se lo hace porque dejemos de hablar: el silencio ya está allí.
Antes de que nosotros hablemos.
Antes aún de que callemos.
Hay un decir hablando y un decir callando, pero callar y silencio no son sinónimos. El callar es apenas propedéutica, disposición apropiante; el callar debe abrirse al silencio.
Silencio que simplemente es y no que nosotros hacemos.
Podemos hacer, o más exactamente crear desde el silencio, pero no al silencio.
El silencio, podríamos decir, es existencia pura, existencia increada y, a la vez, fermento creador.
Virginidad de toda palabra.
Y su fecundidad.
El silencio no es un concepto, es lo que concibe a los conceptos, concibe a las palabras con que orquestamos los conceptos.
El silencio no es siquiera una palabra.
“Silencio” no es la palabra que lo nombra, es la palabra que menta la palabra que le falta a las palabras.
(Ausencia, carencia que origina.
Palabras: puesta en obra de esa ausencia.
El silencio es una palabra: ésa, la ausente.
Buscabas una, no todas, una palabra en la cual escucharnos, desde la cual llegarnos a decir; podría haber sido la palabra “fuente”, pero no era “fuente” ni era una fuente en la que nadie se hubiera mirado: una fuente sin nombrar. Era la palabra que faltaba en cada historia leída, la que había quedado sin narrar en todas las historias escritas, era la ausencia que hacía del punto final de todos los libros una caravana infinita, un infinito suspendido en cada final.)
Inefabilidad de una palabra cuya ausencia se abre como intersticio entre las palabras.
Dibuja los rasgos de cada palabra y también las desgarra.
Las abre al viento.
Palabra ausente, mar callado que comienza al borde de cada palabra dicha, que con su ausencia da playa para que las palabras se extiendan, para que las palabras mismas entiendan lo que ellas no pueden expresar, lo que ellas mismas buscan expresar.
Ausencia que dispensa espacio para que las palabras irradien, para que se muevan y dancen, se conjuguen y con-jueguen entre ellas.
Es la palabra ausente -la intemperie de toda palabra dicha-cuya ausencia denuncia toda tautología de cualquier discurso que quiera cerrarse sobre sí, que se llame a sí mismo totalidad.
A cualquier verdad que se crea única, se cristalice sistema. Que sistemáticamente niegue toda otra voz.
VI.
El silencio desnuda pero también arropa, revela, recuerda; revela el abismo que nos rodea y nos habita. Todo lo otro que no es palabra, no es significado.
Ni cosa o semejante, ni espacio celeste ni mar, pero es, está. Estamos en él.
En el abismo indisponible del cual dependemos.
Sobre el que pendemos.
El silencio, callando, revela y desfundamenta, deconstruye los fundamentos que nosotros construimos.
El que me pone a mí como mi fundamento.
No critica, no argumenta con ellos, no agrega palabras a las palabras que no escuchan: desfundamenta socavando.
Socava como el mar a la costa; o como la gota horada la piedra: con la fuerza de su trasparencia.
Como desnuda el silencio: con su desnudez.
(Es su huella de sed
el secreto que dejan las lluvias.)
Desnuda y arropa con promesas: en el silencio el hombre se encuentra con el origen de todas las cosas. No para permanecer fascinado o aterrado ante el abismo del origen, sino para que sepa que todo puede comenzar una vez más.
Que todo, y también él, puede ser, y es, recreado.
Todo puede volverse a nombrar una vez más por primera vez.
Por única vez.
Y esto, en un poema:
OTRO INICIO, OTRA MÚSICA
Nada responde a nada
cuando todo habla.
Hay que soñar
un sueño sin voces,
volver a cantar escuchando.
Dejar correr una lágrima
con la cara
bajo la lluvia
un silencio
que sea anuncio, un anuncio
que lo nazca.
Callar, para que el tajo
se diga tajo, o decir
para dolernos tajo,
la semilla enterrada
brotando en la semilla enterrada
un alba
en la palabra alba.
I.
La palabra es el lugar donde se encuentran la manifestación de la realidad, el ser de la vida, y lo que nosotros captamos de él, de ella.
Encuentro entre el don y la recepción.
(La lluvia y el cuenco.)
El ser se abre, se abre rebasándose: manifestándose. La palabra lo recibe, lo recepciona.
(Como vida y existencia.
Poesía y poema.
O amor y lo amado... Siempre hay un halo que rebasa, un nimbo de dolor.
Un testigo de lo imposible.
Y su anverso: es sólo de un lado del cuello que nos clavan los colmillos.)
También lo delimita, pero es en esa delimitación donde se manifiesta, se dice al hombre en la forma en que el hombre puede decirselo a sí.
Finitamente.
(Humanamente: finitud preñada de infinitud: dolor.)
Como un océano que se derramara en un cáliz. Desborda, pero no se pierde. El desborde señala.
A veces arrastra.
También recuerda.
En la palabra el silencio calla, diciéndose.
II.
Antes de comenzar a hablar está el silencio. El que está para que la palabra sea.
Pueda ser.
La posibilidad y el presentimiento de que la palabra será dicha, que tiene donde manifestarse.
Al final de una frase, de un discurso, de la vida, vuelve a ser el silencio.
Al comienzo de todo texto está la página en blanco.
La que sigue estando en blanco en sus márgenes, porción de silencio, silencio entre las líneas y, otra vez, al final, diciendo calladamente el fin...
Son los silencios los que acotan los límites de las palabras. Es el blanco de una página, anterior y posterior, el que enmarca y contiene a las palabras escritas.
Las que limitan con lo blanco, como las pronunciadas con el silencio.
De esto que lo blanco, el silencio, no sea sólo un límite de la escritura, un borde de la voz, no sólo acote y puntualice al habla, sino que el silencio sea constitutivo del habla como el espacio de la palabra escrita.
Constitutivo del habla que es trama hilada de silencios y palabras, de palabras y silencios.
Sin el silencio que aspira es vano respirar, imposible la palabra.
Juego en el que cada parte da sentido a la otra: sin la palabra el silencio es un vacío.
Sin el silencio la palabra no es palabra, es borde sin mar. Ruido sin sentido.
Viento en el desierto.
El silencio separa las palabras y, separándolas, las hace audibles. Permite que se extiendan.
Se expandan.
Vibre su significado. Dilaten su sentido.
(Otra vez lo abierto y, en lo abierto, lo que surge. Sol
en el desierto, sobre nada.
Nada que proyecte sombra.
PARA SIEMPRE, PARA ESE AHORA
He visto la vida desnuda
y no fue dolor.
Vi el desierto y nacer el sol
para siempre
para ese ahora sin sombras
de lo que se mira
con el cuerpo entero.
Lo vi ponerse, como un lunar
de pequeño,
pequeño
o inmensamente humano
como un corazón que muere.
He visto la vida desnuda
y se lavaron mis ojos
de no ver sino nada.)
III.
No le es dado al hombre escuchar el silencio como el silencio debe resonar en sí mismo. Sólo conocemos parcelas de él. Sólo lo escuchamos fragmentariamente.
Sólo conocemos lo que de él escuchamos, lo que de él nos apropiamos.
Vamos siéndolo, callando.
El silencio de la nieve sobre un lago.
El silencio de un desierto o el del claro de un bosque, es el silencio de un desierto o el del claro de un bosque.
O nieve.
Un silencio extendido como un manto, custodiado por el abrazo de los árboles, nunca jamás es el silencio.
(Nunca una playa sin huella de pasos, las pisadas que dejamos buscando la playa sin huellas.)
El silencio en sí mismo.
El silencio anterior a todo.
Anterior a cualquier palabra: a la palabra silencio. Y al silencio de las palabras.
(Como la luz es anterior a lo que ilumina, y también a la
sombra que lo iluminado derrama.)
(Silencio, el que no cabe en el oído.
No encierra la palabra. No repiten los ecos. No callan
los mudos.)
El silencio, el que podemos experimentar, es siempre un silencio plural: el silencio congregante del atardecer, cuando todo parece aprovecharse de esa intimidad para revelarnos su más callado secreto.
El del alba que se levanta con su mano henchida de promesas, el silencio que comienza a retirarse para que los pájaros lo ocupen, para que el tráfago de la ciudad lo vaya apagando...
El silencio, el silencio humano, humanizado y humanizante, es el que se escucha entre las palabras, o, más radicalmente, el silencio hacia el que las palabras nos conducen: lo indecible que se susurra silencio.
Silencio despeñado desde otro silencio; aleteo entre sonidos; a tumbos, entre ruidos.
Solemne y mesurado: la nieve cayendo sobre la nieve. Y hasta sagrado: una cruz sin grito.
Escuchado o traicionado...
El silencio tiene múltiples voces pero nunca es un largo discurso, siempre es breve.
Retazo o jirón.
A veces terrible, como el silencio del agonizante para quien está a su lado esperando la palabra que le diga cómo aliviarlo.
También, a veces, es manso el silencio, como al borde de un arroyo.
Escasa y privilegiadamente, el silencio se deja escuchar como horizonte de las palabras: cuando se termina de leer un poema que no nos lleva a pensar, nos lleva a escuchar la dimensión que lo originó.
(La experiencia, no el conocimiento.)
Un poema o, también y no menos, el silencio que se deja escuchar al concluir la última nota de un concierto...
Don del arte, silencio, que se escucha apenas un instante (o tal vez el instante sea escuchar al silencio), apenas un instante pero ese instante -su presencia o ausencia- es el juicio y el valor, el juicio que da valor, al poema que acabamos de leer. A la música que terminamos de escuchar.
Es el silencio con que una obra de arte no termina: se cumple.
El silencio en que la obra calla.
En el que enseña a escuchar.
Se congrega silencio, como se silencia todo en el tañido de una campana.
IV.
En rigor, al hombre no le es dado el silencio. O le es dado humanamente: encarnado.
En el hombre el silencio respira.
En el hombre el silencio, el humano, es escucha.
El silencio enseña a escuchar, inicia a escucharnos.
Hay otro silencio, otra voz del mismo silencio: el monólogo del silencio.
Luz sin sombra.
Hay algo en mí que pareciera ser lo más propio de mí: lo que quisiera que lo sea yo.
Hay algo en mí que es la esperanza de mí, la que me llama a mí. Un llamado que me desnuda de lo que en mí no soy.
Un llamado a la desnudez.
A ese algo lo llamamos conciencia. Aunque sea ella quien nos llame, nos reclame. Reclame la coincidencia de mí conmigo mismo: no en lo que soy, en lo que aún no soy.
En lo que de alguna misteriosa manera estoy llamándome a ser.
Con mi avanzar o resignar.
Mi fidelidad o mi traición.
Ante lo decisivo el hombre no puede disponer, tan sólo disponerse: escuchar.
El silencio, desde lo hondo, calla o se envela, pero siempre interroga.
La conciencia no tiene voz.
Esfinge sin habla, no dice, desdice.
Desmiente.
(Como una muerte, la mía, que me revelará la vida que adeudaba.)
La conciencia o es mi silencio o sigo siendo yo. Es un silencio, mío o en mí, que me abarca. Abarca aun la voz de la conciencia: mis juicios sobre mí. Mi propia medida. Lo que ya sé de mí.
El juicio, los juicios, abarcan los pasos.
La conciencia el caminar.
(Más aún: el horizonte por abrir.)
Es el silencio de una calle desierta donde escucho si suenan o se han detenido mis pasos.
Si se aceleran o languidecen. Avanzan o se repiten.
A veces, instantes, el silencio es tan hondo, tanto más que mi propia hondura, que escuchamos si arrastramos o no una sombra.
Pero ese silencio ya no es humano.
El silencio, el de la conciencia que es el mío, desmiente. Me desmiente.
Pone en entredicho mi realidad.
(Toda certeza, o la única: la certeza de mí mismo.)
El silencio de la conciencia derrubia, va gastando los bordes, derrumba las construcciones.
Quita casa, abre cielos.
El silencio llama.
Anuncia.
Voz trasparente, agua. O fuego, fuego blanco, ilumina y purga: arde sin consunción. Arde quemando.
Lo reseco, lo ya dicho y sido.
Lo repetido y al repetirlo, traicionado.
Libera: cuando todo se cae queda lo que no se apoyaba en nosotros.
La voz de la conciencia no es su voz.
Su voz es aún la mía.
Mi eco: mi proyecto sobre mí. Mi decirme, no mi escucharme.
Es la medida de lo que soy, no el llamado a ser.
Cuando todo calla se oye lo que en nosotros es eco, repetición.
No voz.
Actos repetidos, no nacidos. Actos sin creación, vida sin vida.
Ese silencio no es lo callado. Es el silencio que viene después, después de haber hablado, cuando ya nada responde a nada porque todo habla.
Es juicio sobre lo hablado, sobre lo que no se debió decir, sobre lo que no fue verdad: una verdad que no era respuesta.
Una verdad que no nació de la escucha.
Una verdad que no fue pregunta.
Es el silencio que no se hace, que es.
Si todo fuese silencio en mí yo sería entonces yo. Sólo entonces, no habría ecos. Sería el silencio en mí como respuesta a mí.
A mi escucha de mí.
A mi nacerme mi nombre: escucharme.
(Sin ecos.
Sin la sombra de oír.
ENCRUCIJADA
Paso a paso se borra el camino y dibuja allí, en lo
borrado, la ausencia buscada.
Algo así: el silencio.
Pero el de las palabras a las palabras.
El del camino borrado.)
V.
La ausencia de palabras dista mucho de ser silencio, como la ausencia de montañas no implica que haya un abismo allí donde ellas no han crecido desde la tierra.
Al silencio se lo acalla hablando pero no se lo hace porque dejemos de hablar: el silencio ya está allí.
Antes de que nosotros hablemos.
Antes aún de que callemos.
Hay un decir hablando y un decir callando, pero callar y silencio no son sinónimos. El callar es apenas propedéutica, disposición apropiante; el callar debe abrirse al silencio.
Silencio que simplemente es y no que nosotros hacemos.
Podemos hacer, o más exactamente crear desde el silencio, pero no al silencio.
El silencio, podríamos decir, es existencia pura, existencia increada y, a la vez, fermento creador.
Virginidad de toda palabra.
Y su fecundidad.
El silencio no es un concepto, es lo que concibe a los conceptos, concibe a las palabras con que orquestamos los conceptos.
El silencio no es siquiera una palabra.
“Silencio” no es la palabra que lo nombra, es la palabra que menta la palabra que le falta a las palabras.
(Ausencia, carencia que origina.
Palabras: puesta en obra de esa ausencia.
El silencio es una palabra: ésa, la ausente.
Buscabas una, no todas, una palabra en la cual escucharnos, desde la cual llegarnos a decir; podría haber sido la palabra “fuente”, pero no era “fuente” ni era una fuente en la que nadie se hubiera mirado: una fuente sin nombrar. Era la palabra que faltaba en cada historia leída, la que había quedado sin narrar en todas las historias escritas, era la ausencia que hacía del punto final de todos los libros una caravana infinita, un infinito suspendido en cada final.)
Inefabilidad de una palabra cuya ausencia se abre como intersticio entre las palabras.
Dibuja los rasgos de cada palabra y también las desgarra.
Las abre al viento.
Palabra ausente, mar callado que comienza al borde de cada palabra dicha, que con su ausencia da playa para que las palabras se extiendan, para que las palabras mismas entiendan lo que ellas no pueden expresar, lo que ellas mismas buscan expresar.
Ausencia que dispensa espacio para que las palabras irradien, para que se muevan y dancen, se conjuguen y con-jueguen entre ellas.
Es la palabra ausente -la intemperie de toda palabra dicha-cuya ausencia denuncia toda tautología de cualquier discurso que quiera cerrarse sobre sí, que se llame a sí mismo totalidad.
A cualquier verdad que se crea única, se cristalice sistema. Que sistemáticamente niegue toda otra voz.
VI.
El silencio desnuda pero también arropa, revela, recuerda; revela el abismo que nos rodea y nos habita. Todo lo otro que no es palabra, no es significado.
Ni cosa o semejante, ni espacio celeste ni mar, pero es, está. Estamos en él.
En el abismo indisponible del cual dependemos.
Sobre el que pendemos.
El silencio, callando, revela y desfundamenta, deconstruye los fundamentos que nosotros construimos.
El que me pone a mí como mi fundamento.
No critica, no argumenta con ellos, no agrega palabras a las palabras que no escuchan: desfundamenta socavando.
Socava como el mar a la costa; o como la gota horada la piedra: con la fuerza de su trasparencia.
Como desnuda el silencio: con su desnudez.
(Es su huella de sed
el secreto que dejan las lluvias.)
Desnuda y arropa con promesas: en el silencio el hombre se encuentra con el origen de todas las cosas. No para permanecer fascinado o aterrado ante el abismo del origen, sino para que sepa que todo puede comenzar una vez más.
Que todo, y también él, puede ser, y es, recreado.
Todo puede volverse a nombrar una vez más por primera vez.
Por única vez.
Y esto, en un poema:
OTRO INICIO, OTRA MÚSICA
Nada responde a nada
cuando todo habla.
Hay que soñar
un sueño sin voces,
volver a cantar escuchando.
Dejar correr una lágrima
con la cara
bajo la lluvia
un silencio
que sea anuncio, un anuncio
que lo nazca.
Callar, para que el tajo
se diga tajo, o decir
para dolernos tajo,
la semilla enterrada
brotando en la semilla enterrada
un alba
en la palabra alba.
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