Bella, melancólica y
profunda es esta melodía titulada “Un modo de vida” y que pertenece a la banda sonora de la película “El último samurai”, compuesta por el genial Hans Zimmer. Merece la
pena escucharla…
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El
Ronin Sufi – La Tribuna
del País Vasco – Lunes 17 Febrero 2014
Leyendo a Yukio Mishima uno llega a comprender mejor
el abismo que separa a los valores culturales nucleares de una sociedad del
folklore superficial que cubre su decadencia espiritual y moral tras haber sido
devastada por una guerra y haber quedado traumatizada y sin sentido
trascendente de la existencia. Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki no
sólo destruyeron decenas de miles de vidas en pocos segundos, poniendo fin a la
II Guerra Mundial; también acabaron con el sintoísmo tal y como se había
transmitido durante mil generaciones.
Fijémonos en el
bushido, la vía (do) del guerrero (bushi). Sus siete virtudes son la
Justicia (Gi), el Coraje (Yuuki), la Compasión (Jin), la Cortesía (Rei), la
Honestidad (Makoto), el Honor (Meiyo), y la Lealtad (Chuugi).
Si un occidental, atraído por la filosofía vital del
bushido, viaja a Japón para encontrar allí los restos del alma del samurai, se
percatará de que en Japón hay más materialismo cientificista usurero que en
Wall Street, con muy honorables excepciones. Así pues, es más fácil reproducir
una sociedad tradicional regida por el bushido en Afganistán que en el Japón
actual. Eso es así, porque en Afganistán se dan las condiciones
medioambientales donde el bushido podría alcanzar su máxima expresión: un país
tribal, de siervos y señores, en guerra constante, donde el capitalismo apenas
ha podido enraizar y los parámetros de lo que es una sociedad moderna están aún
muy lejos de asentarse. Pero el bushido difícilmente puede darse en la
postmoderna, capitalista y decadente sociedad japonesa donde simplemente está
prohibido ir armado con una katana.
Algo semejante ocurre con el Islam y el islamismo. La
sociedad islámica desapareció con el último califa otomano. Lo que tenemos hoy
es el folklore islamista que mezcla churras con merinas y acaba haciendo un
cóctel explosivo que haría vomitar al instante a cualquier musulmán sincero de
hace solamente 100 años. El mero estudio de la iconografía islamista revela su
total engarce con la chusma revolucionaria más rancia del siglo pasado. Ese
bodrio, embriagado de hipocresía, está causando la ruina total y absoluta de
todas las naciones donde se ha instalado. Quizás sea su única virtud: la purga
de indeseables. Pero como sucede con cualquier antibiótico potente, también
mata inocentes.
Da lo mismo la intención. El infierno está lleno de
buenas intenciones. Cuando el inocente utiliza ciertas armas, deja de serlo por
el mero hecho de empuñarlas, aunque su intención sea buena. No cabe duda de que
hay gente de buena voluntad entre los islamistas, pero la ignorancia no les
exime del destrozo monumental que están ocasionando en el mundo. Si tan buenos
propósitos les guían, que se tomen su tiempo para reflexionar qué están
haciendo mal, en vez de echar balones fuera y culpar siempre a Europa y Estados
Unidos de lo que pasa en sus países. Además eso sería idolatrar al enemigo y
reconocerle un poder que realmente no tiene.
En el fondo son unos idólatras y unos innovadores,
justo lo que ellos más odian. Adaptar el Islam a la modernidad es la peor
innovación, la más grave, la madre de todas las innovaciones -como les gusta
expresar a ellos-. Pero lo justificarán diciendo que forma parte de la yihad
actual por preservar el Islam. ¿Qué Islam, majaderos, si ya no sois musulmanes?
¿No os habéis visto en el espejo? Sólo queréis preservaros a vosotros mismos. El Islam no necesita conservantes ni
colorantes sino practicantes sinceros y entregados. Por eso no es de
extrañar las singulares alianzas del islamismo con el capitalismo. Ambos se
entienden muy bien, hablan el mismo lenguaje: “el fin justifica los medios y
las apariencias externas lo son todo”.
Así que los extremos se tocan y combinan a la
perfección, tanto que a veces me costaría distinguirlos si no fuera por las
chilabas, barbas y sacos negros de sus mujeres. Si ellos se afeitaran y se
pusieran un traje de Armani y ellas dejaran ver sus preciosas melenas negras
con unas gafas de sol estupendas y una falda tubo mostrando las doradas piernas
enfundadas en cuidadosos tacones, no habría manera de distinguirlos de unos
especuladores financieros. Solo que los islamistas especulan con lo divino, que
es aún más grave, si cabe, que hacerlo con bienes materiales.
Con este panorama no es de extrañar que el buscador
que encuentre en el bushido y en el Islam unos códigos de nobleza aristocrática
universales se confunda de guión cuando entra en el escenario con los actores
actuales, descendientes de aquellas sociedades que en su día fueron armonizadas
por estas disciplinas humanas. El
iniciado no encaja ya en ningún lugar porque ha dejado de pertenecer a su
tiempo y, como un ronin, un samurai sin señor al que servir, es una ola
renegada vagando libre en el océano, un lobo solitario en los desiertos
esteparios, un emboscado en la Selva Negra de Jünger, un tuareg sin otra patria
que el cielo estrellado en la noche del Sahara. Ellos portan la pesada carga de
preparar el terreno donde las semillas de ese conocimiento ancestral vuelvan a
crecer sanas, libres de la maraña de hiervas transgénicas que la modernidad ha
producido, sin sucumbir a la tentación del nihilismo y al abandono de toda
esperanza de excelencia en esta vida.
Autor: Abdul Haqq Salaberria
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