He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

viernes, 28 de octubre de 2011

Tiempo y Energía. Fiestas alineadas y alienadas...

En base a acontecimientos históricos o míticos de eso que llamamos ‘pasado’, cada religión, cada pueblo, cada cultura marca una fecha concreta como el comienzo de un nuevo año. Los antiguos romanos comenzaban el año en los idus de marzo, de ahí que todavía hoy, en nuestro calendario, los meses de septiembre (séptimo), octubre (octavo), noviembre (noveno), diciembre (décimo) indiquen claramente un orden que ya no responde a nuestro tempo, que comienza en enero con lo cual hay un desfase de dos meses. Los musulmanes, los judíos, los budistas… tienen su propio calendario, que es diferente a aquel por el que nos regimos en el mundo occidental, que es el gregoriano. Es curioso, pero ahora caigo en la cuenta de que todos los ‘comienzos de año’ tienen un sentido en casi todas las tradiciones menos en la nuestra. Unos hacen comenzar el año en base al comienzo de una estación, otros en base a un acontecimiento salvífico o mítico, pero el paso del 31 de diciembre al 1 de enero no responde a nada. En todo caso, tendría más sentido comenzar el año el 24 de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno. Pero la fecha del 1 de enero no se ubica en ningún ‘tiempo de poder’ ni responde a ninguna alineación astrológica… En puridad, solo los solsticios y los meridianos de cada estación tienen correspondencias energéticas astrales y telúricas en las que el ser humano -que se coloca en su centro- puede ser beneficiado.

También, si un grupo nutrido de seres humanos, a nivel planetario, decide alinearse energéticamente en círculos de fuego, puede alcanzarse una gran fuerza interior, una iluminación fulgurante, independientemente de la fecha en que se decida hacerse tal unión de espíritus. Ahora bien, como dije antes, fechas convencionales como la “nochevieja” o la tontera infantil de los 10, 10, 10; los 11, 11, 11… y cosas así están completamente desprovistos de significado en sí mismos. Están fuera de cualquier tipo de alineación real. Son datas convencionales, sin repercusiones astrales, en las que se concita bien al contrario toda la puerilidad universal del hombre de hoy y su tedium vitae. – En el fondo, cualquier tipo de evento basado en una efeméride es un tonal absurdo e irrisorio que forma parte -no lo olvidemos- de la sociedad de masas, pues lo gregario está presente en todos los acontecimientos del año, hasta en la visita a los cementerios... Es el signo de los tiempos, y tiene un nombre muy concreto: alienación. Quien mejor definió este fenómeno tan contemporáneo y tan omnipresente en nuestras sociedades frustradas y nihilistas fue Heidegger, con una de sus frases lapidarias: “Todo el mundo es el otro pero nadie es uno mismo”.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, no quiero quedarme anclado en esta serie de consideraciones -todavía superficiales- que he pronunciado sobre las festividades vacías de sentido. Es menester ir a la raíz del asunto. En la verticalidad, hay visión porque nos encontramos en un haz de luz que no divide el espacio y que no parcela el tiempo. El rayo que no cesa no estructura ni pesa, es sólo luz indivisa y eterna. Pero en la horizontalidad todo cambia, ya que yacer es ocupar un espacio, y como tal, dividirlo. Al pesar y comparar los volúmenes de los cuerpos, se gestan las primeras estructuras, y la imperiosa necesidad de tal voracidad requiere de un tempo, de una temporalidad, de una construcción artificial milimétrica que marque las fases de un movimiento que si no es pensado deviene en locura, en un “irse” sin límites ni medidas. Y nace así ese flatus vocis que es el tiempo, y con él el calendario, y con éste las fiestas que en un principio eran todas de origen agrícola…

Como se colegirá de mis reflexiones, que voy enhebrando a vuela pluma, no tengo nada en contra de las fiestas ni de la forma en que se celebran -no tiene sentido oponerse a los signos de los tiempos ni a nada, como igualmente absurdo es participar en el barco de los locos-. Fluir es la superación de la adhesión o el rechazo. Ser supone incluso la comprensión de que lo festivo en un sinsentido razonable. Se necesitan puntos de inflexión para no caer en el vacío. Las dualidades corporeizadas han de seguir su marcha, la pauta de sus procesos, con sus ficticios antagonismos. Esto forma parte de ese entramado de relaciones multidireccionales que forzosamente se nos escapa, pero en el que una suave voz nos advierte de su insoslayable perfección. Un juego, una trama, una comedia perfecta…

Hablaba el otro día en este blog de ese viaje maravilloso a ninguna parte que supone una vida consciente, pero no hablaba claro está de la consciencia ordinaria, puesto que ésta abandonada a sí misma, y en relación a la inocencia animal, conduce a la locura -una locura que nos constituye en tanto que hombres-. El mundo de la consciencia, de la dualidad posterior -en puridad, in illo tempore- a la fisura, es el universo de la inconsciencia generalizada. A través del mito (y estamos ahítos de ellos, hoy más que nunca) y a través de la sintaxis del lenguaje (la náusea de la logorrea, tan variada e invasiva hoy por hoy) nos tranquilizamos y nos damos la ilusión de tener a la realidad controlada. Pero sucede que en la historia lineal, en la horizontalidad de la marcha errante de la humanidad (donde las masas han imperado e imperarán siempre), todo lenguaje, todo sistema formal, todo proceso de pensamiento llega, tarde o temprano, a la situación límite de la autorreferencia: de querer expresarse sobre sí mismo. Surge entonces la vivencia de lo infinito, como dos espejos enfrentados y obligados a reflejarse mutua e indefinidamente. En uno de esos pliegues puede quedar atrapada nuestra consciencia egoica, en una especie de locura que no es para nada liberación de las garras del tiempo y del espacio. De hecho, en un espejo sin reflejo, oscuro y macilento, se encuentra adherida esa contemporaneidad de entidades corporeizadas en masas uniformes -en su angustiante alienación- que es la sociedad actual. Toda cultura (que trabaja y celebra, que divide y parcela el tiempo y el espacio, que genera diferencia y controversia) no es más que un exorcismo… Lo festivo no es sino un hito más de esa angustia que necesita hacer el recorrido hacia sí misma para no ahogarse en su propio vómito.

La conciencia ordinaria se ha ido alejando ilusoria y fácticamente del origen merced al vehículo del lenguaje simbólico. Se trata sin duda de un enorme salto evolutivo pero que tiene un precio, pues el animal pensante que es el hombre se da cuenta de que con el lenguaje nace el tiempo, en los verbos y en las percepciones; y, como bien explicaba Sören Kierkegaard, tiempo es sinónimo de angustia. Nace también la disociación entre el actor y sus acciones, entre el sujeto, el verbo y el predicado. Y con ello la mayor fuente de angustia imaginable, el gran terror del yo aislado… Sucede entonces algo impresionante, a saber: que con el mismo lenguaje que genera la ansiedad intenta el hombre construir remedios a esa ansiedad. Siendo éste el circuito vicioso de toda cultura. En nuestra sociedad occidental -cuya acepción no es para mí una noción geográfica (puesto que abarca el mundo entero) sino astrológica (en cuanto ocaso)-, sociedad histórica por excelencia, los infructuosos remedios a la ansiedad toman forma de instituciones, ideologías, creencias, normas, fármacos… En las sociedades más primitivas, la ansiedad y el desorden se neutralizan por el efecto de lo imaginario, lo simbólico, las prácticas ritualizadas… En uno y otro caso, exorcismos para conjurar el hálito de la locura que conlleva sumergirse en un vacío sin límites ni fronteras. Sólo en casos muy diferenciados y críticos, se salta de lo simbólico a lo místico; se recupera la no-dualidad originaria a través de una experiencia trans-personal y post-verbal. Se vuelve al “eterno presente”, pero no desde la pre-conciencia animal sino desde la post-conciencia mística. La vivencia del Yo/Atman como abismo interminable… Y entonces no existen los días, ni los meses, ni los años, ni las fiestas ni los duelos, ni los juegos de artificios ni las penas. Hacia ese haz de luz divina e indivisa nos dirigimos a través de disoluciones y coagulaciones en ese proceso alquímico que es la vida de quienes hemos despertado y estamos viajando ya de regreso a casa…

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