He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

sábado, 29 de octubre de 2011

La filosofía como heroísmo. Caminando sobre abismos...

Cada día estoy más convencido de que una de las posibles maneras de escribir la historia de la cultura pasa por contar la historia de las casas de sus creadores: la de las torres de Quevedo, Montaigne o Jung, la de la casa de Wittgenstein en Noruega, la de Nietzsche en Sils Maria o la cabaña de Martin Heidegger… Este último habitó una casa de madera de 40 metros cuadrados, junto a su esposa, en la Selva Negra, hogar al que se refirió el autor de ‘Ser y tiempo’ en “Por qué vivo en provincias”. De la idea de arquitectura que se derivaba tanto de su filosofía -“el lenguaje es la casa del ser”- como de aquella cabaña habló Heidegger en “Construir-Habitar-Pensar”, la conferencia que leyó en 1951 a los arquitectos encargados de reconstruir las ciudades alemanas destruidas en la segunda guerra mundial. A la vez que contraponía a los modernos conceptos de Espacio, Tiempo y Técnica los de Lugar, Memoria y Naturaleza, el filósofo defendía una vuelta radical a los orígenes tanto del pensar como del construir y, así, radicalmente, escribía: “En la profundidad de una noche de invierno, cuando una salvaje tormenta de nieve rodea la cabaña y cubre todo, es el tiempo perfecto de la filosofía…”

Los grandes filósofos han tenido mucho de profetas. El pathos filosófico es consustancial a la grandeza filosófica. A cierta, al menos. Lo fue originariamente y parece serlo en todo pensador -Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, como ejemplos últimos- que lo que quiere de verdad es un nuevo modo de ser y de pensar, una nueva determinación fundamental de vida. Esto es, una traslación cósmica, lo que se ha dado en llamar también como “Gran Tránsito”. Desde esta perspectiva, la Revolución Francesa sería un “Pequeño Tránsito” y las piruetas de los primeros hombres en la Luna una bobada. El “Gran Tránsito” está por llegar, como bien profetizó Nietzsche, y como claramente vislumbraron algunos grandes espíritus del siglo XX...

Uno de esos grandes espíritus fue sin duda Ludwig Wittgenstein, prototipo del intelectual de rasgos individualistas y geniales frente a los pragmáticos y eruditos ilustrados. El maestro frente al profesor. Característica fundamental de Wittgenstein fue el sentimiento o la sensación de aislamiento en que pensaba, en su cabaña (Skjolden) más que en la cátedra (Viena). Se dirigía sólo a quienes querían iniciarse en un nuevo modo de ver las cosas y no a la comunidad científica ni a la ciudadanía. Para él la filosofía, y esto es esencial saberlo, no era una empresa científica, sino estética. Su ideal filosófico era la búsqueda de claridad redentora, de abrimiento de la conciencia y del mundo. No ofrecía verdad sino veracidad, ejemplos no razonamientos, motivos no causas, fragmentos y ensayos no sistemas. Trataba de comprender no de juzgar, de persuadir no de demostrar. De filosofar, no de hacer filosofía. “La tarea de la filosofía -decía el autor del Tractatus- es tranquilizar el espíritu con respecto a preguntas carentes de significado. Quien no es propenso a tales preguntas no necesita la filosofía”. La filosofía entendida así libera de los agobios y esclavitudes que problemas mal planteados suponen para el espíritu. Problemas que quieren formularse lógicamente y a ese nivel no significan nada; ni tienen solución ni son problemas, por tanto. Agobian porque rompen la cabeza sin sentido, cuando lo que han de esperar, más bien, es un movimiento del ánimo que traiga claridad, un cambio de modo de pensar que los diluya, un cambio de vida que rebane su importancia. La filosofía, bien entendida, esto es, concebida como meditación en profundidad -en lo vertical, un viaje en el silencio hacia el abismo, hacia el vacío…- no es por consiguiente reflexión, no es ‘pensamientos’, sino terapia del espíritu, paz hondísima, hondura abisal…

“Desconfianza de la gramática es la primera condición para filosofar” proclamaba Wittgenstein en 1916. Ya Nietzsche señaló claramente que la gramática es una “teología”, “una metafísica para la plebe”. Para el filósofo teutón, la gramática es la sede del orden racional de lo que ocurre, el fundamento último de la distinción y la jerarquización de las cosas, como núcleos estables, estructurados; es lo que hace pensable, es decir, fijo, lo fluente. La gramática es pues un dique frente al devenir. Dejamos las cosas en la gramática con la falsa certeza de poder recuperarlas más tarde sin cambios inexplicables racionalmente; ella “conserva” nuestros objetos y nuestra misma identidad como sujetos, nos promete un rostro reconocible, y, por tanto, responsable, al que poder seguir llamando “yo”… Pues bien, tanto Nietzsche como Wittgenstein desconfiaban de la gramática, esa razón que acota la libertad del pensar al estático orden de lo decible, porque sabe que todos los ídolos venerados durante siglos, ídolos morales, religiosos, metafísicos, se fundamentan en la aparente humildad de las categorías gramaticales, de cuyo cerrado horizonte son deudores todas las negaciones idealistas de la vida, no menos la nítida idea de Platón que la brumosa de Kant. En dicho sentido, la filosofía que inaugura Nietzsche no habla ya desde la óptica del sujeto, sino desde “la óptica de la vida”. Ésta es fuerza, voluntad de poder que valora y confiere valor. Si el lenguaje es vehículo de comunicación interhumana, el requisito de liberarse de la gramática como condición previa a la superación del error, tiene como consecuencia la necesidad del aislamiento individual, la disgregación del mundo social. Para Nietzsche y su “escuela” (Wittgenstein, Heidegger, Derrida, Deleuze, Blanchot, Cioran…), el sujeto que piensa -la res cogitans cartesiana- ha de dejar paso al individuo que en solitario se sumerge en el océano infinitamente múltiple y cambiante de la vida, en cuyo seno se ve arrastrado por fuerzas irresistibles que ponen a prueba sus energías…

Como puede verse, esta postura netamente filosófica está desprovista de un método y se acerca mucho a las cosmovisiones orientales, sobre todo se aproxima bastante al taoismo y al zen. -No en vano, el último Heidegger, por citar un ejemplo, tiene en su pensamiento un claro sabor zen…- Nada tiene esto de anómalo, y para nada debe extrañarnos si atendemos en profundidad y sobre todo a lo que más nos concierne y caracteriza, esto es, a la naturaleza del lenguaje. Y es que antes de saber si es verdadero o falso lo que decimos hay que saber si siquiera decimos algo cuando hablamos. Y si decimos algo, qué decimos y desde donde lo hacemos, desde qué juego lingüístico, qué contexto, qué forma de vida…, porque lo tristemente cierto es que proferimos constantemente palabras que circulan como monedas cuyo valor ya está de antemano amortizado; palabras irresponsables, extrañas como dichas por nadie y repitiendo siempre lo mismo: un decir que se intercambia cuando la realidad, en el mismo acto, ha sido retirada. Un decir que no dice nada, que opaca más aún la luz de lo infinito que podría alumbrarnos en todos nuestros planos…

El lenguaje es la casa del ser, y el hogar que habitamos habla de nosotros, de lo que nos habita, de cómo escribimos en la vida, sea cual sea la forma que elijamos para expresarnos. La escritura, bien lo sabemos, tiene sus propios códigos, estructuras cuya observancia provee de aptitudes y capacidades a quien ostenta el título de autor. Códigos en primer lugar gramaticales, mediante los que el lenguaje se configura como estructura que hace posible, y por ello limita, la expresión -y quizás la constitución- de los sentidos posibles. Pero también códigos culturales, una tradición por referencia a la que el discurso del escritor se constituye en un juego de afirmación y de negación. Códigos, por fin, sociales que convierten al escritor en intelectual, con capacidades más o menos reconocidas para intervenir en los distintos ámbitos de la estructura de la sociedad. Pero estos códigos que estructuran la acción del escritor sobre el lenguaje, la cultura o la sociedad, y que por tanto le confieren una forma de poder ilusorio, no son suficientes en absoluto para transmitir algo que esté pleno de significado. Por esto, el escritor auténtico vive constantemente junto a los acantilados, asomado siempre al abismo, precipitado en el vértigo de la experiencia de una radical imposibilidad: la de culminar la constitución del sentido. Ello supondría acceder a una realidad más allá de las palabras que lo asedian... Él o ella obran en la tensión en la que las palabras hablan, ahondándolas hasta la imposibilidad de cerrar el círculo de la significación.

El escribir se presenta entonces como una forma de experiencia para la que la significación opera al modo de una creencia inicial que hace posible la realización de la obra, pero que no sabría dar cuenta de su propia consistencia y ante la que la noción de estructura se muestra insuficiente o, por mejor decirlo, incapaz de soportar el peso de lo que querría fundamentar. Este es ni más ni menos el momento del salto al vacío, el instante de la metamorfosis, que trasciende todas las formas y las estructuras, telas de araña que configuran las múltiples redes de lo posible, que conforman el tejido inconsútil del universo, entes desprovistos de sentido pero necesarios para ir desenrollando la madeja que posibilita la existencia de todos los viajes, de todos los retornos, de todos los sueños que nos sueñan, de todas las fronteras que nos señalan la ausencia de límites… Sólo entonces comprendemos que el vacío es plenitud y que el ser se fundamenta en la nada, sombra que se disipa ante la luz de la palabra que no puede ser pronunciada…

Al final del trayecto, la plétora del silencio, y más allá aún, la luz del origen conteniendo todo el universo repleto de significados, de mundos dentro de otros mundos, ebriedad de lo divino a donde se llega por la senda invisible donde se pierden todos los caminos…

Hoy recomiendo una web extraordinaria. - Aconsejo vivamente que se lea el primer artículo que aparece hoy en su portada, “Silencio sentido, los sentidos del silencio” escrito por Aitxus Iñarra...-

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