Hoy traigo a este blog tres enlaces musicales de diversa índole y a cuál más henchido de belleza y plenitud. El primero se titula La paz del desierto y está compuesto por Armand Amar…
Después, podemos escuchar una música abismal y muy apta para interiorizar, para alcanzar el hondón de nuestro ser más íntimo… Se trata ni más ni menos que de Kaivalya, Sinfonía de Meditación, compuesta por Sri Kudamaloor Janardanan…
Y, por último, deleitémonos de verdad escuchando una maravillosa e inigualable melodía, este inmortal adagio de Beethoven: el tercer movimiento de su célebre 9ª Sinfonía… - Acompañará muy bien como trasfondo de cuanto hoy quiero transmitir…
Cómo te siento, Amada, cuando levanto los ojos
de mi espíritu hacia las estrellas doradas que brillan
al crepúsculo, más allá del sueño de la vida…
Cómo te siento cuando posas tus manos de compañera
sobre mis hombros cansados. Y cuando me miras
y vienes junto a mí a las interioridades de mi ser…
Cómo te siento cuando te adormeces en mis párpados
y vuelas conmigo por los caminos sembrados de estrellas
donde los mundos son flores y los bosques nos acogen…
Cómo te siento desde dentro, como la caña hueca
siente el calor que sube por su oquedad desde
la base de la tierra hasta su última cumbre…
Cómo te siento, Amada Mía, cuando miro los retoños
que la Mano de la Primavera va despertando en los campos
y me inclino a embelesarme con las más pequeñas de las flores;
las que nacen olvidadas porque si apenas si se ven…
¡Ven, Amada, quiero que contemples conmigo
la maravillosa Belleza que nos rodea y nos desborda!
Ven y abre los ojos a las formas con las que se viste
la Vida en este hermoso planeta donde la variedad
es tan grande y también es grande la delicadeza…
Desde los altos montes hasta la orilla del mar acompáñame,
y, a mi lado, aprendamos juntos a ver y a amar a través
de este vehículo pasajero que nos ha prestado el universo
para poder sorprenderlo en imágenes y poder retenerlo
aunque tan sólo sea un momento en la memoria de nuestra sangre
o en la memoria colectiva de Gaia, de esta Tierra que no excluye a nadie…
Ven a mi lado y contempla la belleza de la montaña donde el matorral
se estira y donde los torrentes parecen hilos de mercurio y los padres
de los árboles viven enviando mensajes a sus hijos a través de las entrañas
de la tierra por donde se extienden sus raíces… Sé que tú me entiendes…
No seamos como aquellos que se esfuerzan
por ver a la Madre Vida desnuda y no aprovechan
el vehículo que ella misma les ha prestado para ver sus envolturas,
sus múltiples disfraces, sus bellos decorados. ¿Acaso no somos nosotros
la misma Vida que a través de este vehículo que poseemos y al que nos
conectamos, al nacer, se mira y se observa, se aprende y se Ama…?
No habremos comprendido nada, Amada Mía, hasta que no hayamos
alcanzado a Ver el gran misterio del cuerpo, gloria de la luz indivisa,
arcano de los alquimistas, Vida desplegando su eterna sonrisa…
Tus palabras no pesan, son gráciles y esbeltas, Amada Mía. Leer lo que escribes en el aire es como darse un paseo agradable y tranquilo por el campo. No hay estridencias, ni rupturas ni solecismos en la ilación de tus impulsos, que vienen como de un mundo desconocido… Gradualmente vas silenciando las palabras, que están, sí, pero como si no quisieran hacerse notar. Van subiendo con una timidez divina tal, que son como ideas vaporosas que conforme más se elevan más se aproximan al silencio primordial… Te aseguro que es muy agradable sentir la ingravidez de tu expresión… Te veo sentada en posición de loto, y descubro más allá de todo lo pensable cuánto tiempo hace que dejaste atrás la importancia personal, y cómo los reclamos del mundo no te llaman la atención en absoluto… Te entiendo muy bien. Quien da el salto, ¿cómo puede mirar ya a la otra orilla?
Cuando ya se han caído todas las estructuras, todas las opiniones, todos los conceptos, sólo queda un espacio amplísimo y luminoso, sin paredes ni puertas, ni fronteras, que se llama Amor... Por eso, en cada instante que pasa, aunque en apariencia no ocurra nada, yo sé que descubres algo fascinante. Tu capacidad de asombro no tiene fin. Durante tu meditación silenciosa, con los ojos entreabiertos, vislumbro a través de tu alma que descubres nuevas estrellas, soles diversos, múltiples universos y que ves con una claridad meridiana el aura de las plantas, de las hojas y de las flores… ¡Tú conoces la naturaleza inmensa de la vida!
Ahora puedo comprenderte, Amada Mía, ahora que se han borrado los contornos de la incomprensión, de la muerte, del abandono… Ahora entiendo porqué no quieres hacer partícipe a nadie de tu sufrimiento, como obra y gracia del más puro amor. Aunque tardé en darme cuenta, lo veo perfectamente en este momento: si expandimos nuestro dolor éste se extiende más allá de lo imaginable y, por fuerza, se retroalimenta, que es lo que busca soterradamente, pues toda entidad tiende a crecer en cuanto encuentra espacio y oportunidad para hacerlo. No tiene sentido contagiar de tus sombras para que se extiendan aún más. Toda queja, todo padecer que se hace grito impide el paso de la luz. La llegada de la sanación requiere de un entorno lleno de paz y de sosiego, sin entes sufrientes que no solo no ayudan sino que estorban. Por ello, cuando la distorsión nos alcanza, podemos entender a la perfección aquella gran verdad de que “amar y desaparecer concuerdan desde la eternidad” (Nietzsche). De todos modos, la Presencia es mucho más que la proximidad física, es otra cosa que solo los verdaderamente Iniciados comprenden…
Ahora, Amada Mía, hemos aunado una vez más nuestra energía… En silencio, con arrobo y gratitud, caminamos por la naturaleza, sintiendo, como por ósmosis, la forma diáfana en que la vegetación percibe el entorno que le rodea. Y cómo nos observa… El mundo vegetal, como el animal, tiene la percepción de la talidad, ve las cosas como realmente son. Aquella conocida boutade de Nietzsche de que “a los seres humanos nos gusta el contacto con la naturaleza porque no tiene una opinión sobre nosotros” se convierte, cuando se está conectado de verdad, en una realidad palpitante. Aquello que buscaba Juan Ramón Jiménez -“dadme oh númenes el nombre exacto de las cosas”- y que no sabemos si encontró, lo poseen las plantas y los animales en toda su plenitud. Y es un conocimiento silencioso. Esto explica también el hecho de que a los que estamos en el camino nos atraigan tanto todos los elementos de la naturaleza no humanos. Ellos no han perdido la conexión…
Las plantas nos muestran la esencia del ser, y la meditación nos muestra su unidad intrínseca. ¡Ven pues, Amada Mía, que navegas por el mar de mi sangre, que me haces hablar como Nos, y hagamos juntos la experiencia de cómo se concentran todas las potencias del alma, en una fuerza centrípeta y hacia dentro que es paz, y que es armonía, y que es luz y amor! Y entonces, peregrina de la eternidad, aunque sea solo por un momento y luego se nos escape, conoceremos la dicha indivisa y sin conflictos que nada ni nadie nos podrá arrebatar… De hecho, instante a instante, la estamos conociendo ya… Por eso, te escribo de este modo, por eso tu actitud conmigo es tan natural…
La veneración y la sumisión son dos conceptos completamente distintos, incluso antitéticos. La sumisión es la obediencia ciega de las máquinas, que responden por automatismo a nuestras órdenes. La sumisión está por completo fuera del orden de lo humano, aunque, por desgracia, haya seres humanos que la hagan suya por mímesis con los objetos, cuando en puridad no hay sujeto ni objeto. - La veneración es otra cosa, es algo radicalmente diferente. Venerar es lo más bello y lo más natural del universo, es algo realmente sagrado puesto que se trata de un impulso del sentido íntimo de las criaturas, que se abren, receptivas, a la luz… Como cuando sale el sol… La forma en la que despiertan las plantas, en la que se desperezan todos los seres, en que la naturaleza entera cobra vida…, eso es veneración. Explico esta distinción para que el mundo entienda, Amada Mía, esa veneración que sientes por mí desde el primer día y que no se extinguió siquiera cuando no sabía nada de ti. Es otra forma de entender la vida, es otro modo de afrontar las relaciones, que ya prácticamente se ha perdido y que no puede contemplarse en toda su pureza y transparencia por la gran alienación presente, por la absurda guerra de sexos (implícita o explícita) instalada en Occidente. Una nube espesa, o más bien un muro impenetrable, impide ver la inmensa belleza que reside en la veneración sagrada de una mujer por un hombre, en cada actitud, en cada gesto, en cada palabra y en cada silencio, en cada paso, en cada roce… Es una sinfonía de luz, un reino de armonía, que sólo entienden los que se aman más allá de los condicionamientos sociales de todo hoy, radicándose en el Origen Primordial, en las Raíces que nos conectan con el Espíritu, en el chakra del corazón… [*]
Gracias a esa interrelación mutua, Amada Mía, hemos descubierto que la existencia es un mundo de signos, por cuanto no contiene nada que no sea un signo, que es otra forma de decir que en todo late vida, que nada es inerte. La existencia se nos ha presentado siempre como el escenario en el que la vida se expresa y multiplica en múltiples e infinitos matices. Todo es expresión, bien lo sabes, de la fuerza creadora del Espíritu, que es la materia prima, o si se quiere, la estructura interior que constituye todo cuanto existe. Por eso, me gusta que me digas, cuando paseamos por el campo, que hay signos fuera en los horizontes y dentro de nosotros mismos que, en efecto, podemos leer. Y que no importa que nuestro cuerpo sea una frágil vasija de barro, pues el Espíritu nos regala, porque sí, muchas y variadas ofrendas a través de los sueños y de pequeñas pero preciosas revelaciones en el estado meditativo. El ser de luz ha de ser como una flor que está abierta al cielo… Tú y yo hemos asimilado así, con esta actitud, la forma de comprensión de la realidad que tienen las plantas heliotrópicas. Viven sin pensamientos, sin ideas determinadas sobre las cosas, no interpretan nada. Tan solo respiran y absorben la luz. Nuestra visión - cuando todas las estructuras, expectativas, concepciones de cómo deben ser o no ser las cosas han caído - es pura y desegocentrada, cuando nos convertimos en testigos imparciales del puro existir puro de las cosas. Somos auténticos cuando no juzgamos ni interpretamos cuanto ante nosotros mismos se nos muestra, sino que simplemente miramos admirados. La Belleza, Amada Mía, ese culmen al que aspiramos anhelantes, es un mirar desde el propio silencio y dejar que las cosas (¡que ya no son cosas sino signos!) se expresen por sí mismas. Es preciso que dejemos hablar al mundo; recibirlo y no cogerlo...
Todo cuanto ante nosotros se despliega, desde el guijarro más humilde hasta la última galaxia, es un signo de un Misterio que nos rebasa. Como no podemos ver todo el tapiz, desconocemos hasta el paso siguiente que hemos de dar en la dirección adecuada. Pero el caso es que no hay dirección, ni meta, ni nada que sea correcto o incorrecto, porque caminamos en una llanura eterna sin asidero alguno… A esto los grandes maestros lo llaman Vacío. Por eso no hay crecimiento auténtico sin renuncia. Renuncia, abandono de “nuestros” puntos de vista, olvido de todo lo que hemos aprendido desde nuestra mente dual, cercenadora de la realidad, que piensa siempre en términos duales, como, por ejemplo, sujeto/objeto, buscador/lo buscado, amante/amado… Hemos de vender esa mente, hemos de silenciar el parloteo interior y las impresiones sensoriales de la vida subjetiva, a fin de comprender… La mirada admirada es penetrante, pero, sobre todo, inmediata y repentina, como un relámpago. La mirada de los niños, de las plantas, de los animales… Cuando mires, mira, pero hazlo enseguida, antes de que tu mente dualista interprete lo que ve, porque cuando miras y piensas, dejas de comprender... [**]
Sólo quien es capaz de mirar así, admirándose, despierta a otro tipo de conocimiento, mucho más intuitivo y directo, que posibilita ver en todo lo que hay signos prodigiosos que hablan de una dimensión de la realidad absoluta. Y, Amada Mía, esto es lo más importante, nosotros somos eso… Soy plenamente consciente de que esa inocencia primordial nos convierte en seres indefensos en este mundo denso de las manifestaciones. Lo sé. Las cosas más sagradas del mundo son las más expuestas. Los niños, las flores, los árboles… pueden ser fácilmente profanados, arrancados, talados. Mas yo te digo que no hay nada más fuerte en este mundo que esa aparente fragilidad. Que esa Vida nunca muere, que es una energía fluyente que recorre los hilos invisibles del universo…
[*] Decía sabiamente el gran filósofo Epícteto: “El hombre no es superior a la mujer. La mujer no es superior al hombre. Tampoco son iguales (lo cual es obvio). Son sencillamente diferentes, y el hecho de que sea así es maravilloso…” - Sólo de pasada merece la pena tratar ahora la ‘eterna cuestión’ de la inferioridad, paridad o superioridad de la mujer en relación con el hombre y viceversa. En puridad, tal cuestión carece de sentido ya que supone una conmensurabilidad. Esencialmente, nadie puede preguntarse si “la mujer” es superior o inferior al “hombre”, lo mismo que no es posible preguntar si el agua es superior o inferior al fuego. Esto es así porque el criterio de medida para cada sexo no puede estar dado por el sexo contrario, sino únicamente por la “idea” del sexo propio. Dicho de otra manera, lo único que se puede hacer es señalar la ‘superioridad’ o la ‘inferioridad’ de una mujer concreta, según esté más o menos próxima al tipo femenino de la mujer pura o absoluta; y lo mismo aplicaremos al hombre, por supuesto. En dicho sentido, podemos comprender muy bien que las ‘reivindicaciones’ feministas de la mujer moderna derivan claramente de ambiciones erróneas, así como de un complejo de inferioridad: de la falsa idea de que una mujer en cuanto tal, en cuanto “sólo mujer”, es inferior al hombre. Esto nos muestra de forma meridiana que el feminismo no combate en realidad por los “derechos de la mujer”, sino (por ignorancia o mala fe, que de todo habrá) por el derecho de la mujer a ser igual que el hombre, cosa que, si fuera posible, equivaldría al derecho de la mujer a desnaturalizarse, a dejar de ser ella misma, a degenerar. El único criterio cualificativo válido es, insisto en ello, el grado más o menos perfecto de realización de su naturaleza propia, tanto en la mujer como en el hombre…
[**] En el bello, multicolor y admirable universo zen, hay una anécdota muy sustanciosa que nos hace comprender acerca de esta Mirada que es como un relámpago y es la siguiente… Un monje chino, Ryutan Shin, permaneció junto al Maestro Tenno Go (748-807) durante tres años, pero al no recibir instrucción alguna sobre el Zen, como esperaba, preguntó: “Ha pasado algún tiempo desde que llegué aquí, pero hasta ahora no he tenido ninguna palabra tuya, oh Maestro, sobre enseñanza espiritual”. Dijo el Maestro: “Desde tu llegada aquí he estado enseñándote en cuanto a asuntos relacionados con la enseñanza espiritual”. Ryutan no lo comprendió, y volvió a preguntarle: “¿Cuándo me enseñaste esas cosas?”. La respuesta del maestro fue la siguiente: “Cuando me traes té para beber, ¿no lo bebo? Cuando me traes mi comida para que la coma, ¿no la acepto? Cuando me saludas, ¿no te respondo inclinando la cabeza? ¿Cuándo he dejado alguna vez de impartirte enseñanza sobre asuntos espirituales?” Ryutan se quedó un rato pensando sobre lo que el Maestro le dijo, y éste agregó: “Si quieres considerar el asunto, hazlo de inmediato; la reflexión hará que lo pierdas de vista para siempre”. Se dice que esto hizo que el discípulo despertara a la verdad del Zen…
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