El palacio de la Alhambra, el gran monumento emblemático de la ciudad de Granada, tiene un significado esotérico que impregna toda la construcción, el cual una parte se refleja en su configuración y belleza pero otra permanece discreta y paciente.
Muhammad I, el fundador de la dinastía nazarí, más conocido como Alhamar y que nació en la también enigmática Arjona (Jaén), empezó las obras del palacio de la Alhambra a mediados del siglo XIII que hasta entonces solo era una fortaleza. Y Muhammed V, aliado de Pedro I en la guerra civil castellana y que tan belicoso fue con las tierras jiennenses cuna de su estirpe real, mandó construir el Patio de los Leones en 1377, finalizándose en 1390, siendo el culmen del palacio granadino. En poco más de un siglo la Alhambra tomó su forma fundamental conteniendo todas sus claves esotéricas. Para presentar estas claves, que vamos a considerar como siete, me apoyaré en el profesor y escritor Antonio Enrique, autor del "Tratado de la Alhambra hermética "(Port Royal, 2004).
Emplazada en un lugar privilegiado de al-Ándalus, confluencia de tres ríos y siete colinas que valió a diversos autores de la Antigüedad compararlo con los míticos Campos Elíseos, la Alhambra yergue sus contornos de fantasía bajo el palio de las nieves perpetuas de Sierra Nevada y sobre los verdes de su Vega legendaria, desde la cual parece un fantástico navío encallado en la colina de la Asabika, donde el palacio se asienta.
Y esta es la primera clave del monumento: la Alhambra surge ante nuestra vista como una prolongación natural y armónica del paisaje donde se asienta, no como una imposición humana de poder sobre un territorio. Existe, pues, continuidad entre paisaje y monumento, como si la Alhambra no hubiese sido tallada por mano humana, sino construida por la propia fuerza de los elementos telúricos.
Una segunda clave, ya en el interior, nos llevaría al mágico aserto de que «lo de arriba es igual a lo de abajo». Es así como la Alhambra semeja suspendida en el aire. La razón es muy concreta: la construcción posee superestructura (arcos, bóvedas, techumbres) mucho más sólida que la infraestructura (columnas, basas, capiteles) donde se apoya. Luego su efecto visual es este: la masa no parece pesar; de alguna manera la construcción semeja burlar las leyes gravitatorias. Así, el gótico europeo invierte aquí el sentido de su equilibrio, puesto que no se adelgaza hacia arriba, sino al contrario: de arriba hacia abajo. Lo cual redunda en la escenificación mágica del desdoblamiento espacial debido al reflejo de la construcción en las aguas de los estanques que le anteceden. Tal es el sentido del palacio de Comares, sobre el estanque de los Arrayanes, o de la torre de las Damas sobre la alberca del Partal.
La tercera clave ha de referirse forzosamente a la proporción de todos y cada uno de los volúmenes que se integran y articulan en la Alhambra. Absolutamente todas sus partes conforman un código de medidas áuricas. Como paradigma, pudiéramos referirnos al salón del Trono, inserto en la torre de Comares. La altura de la pirámide que corona tan increíble estancia es igual al radio del perímetro de sus cuatro lados, la suma de los cuales equivale a la altura total de la torre en cuyo interior se ubica. Antiguamente se denominaba cuadratura del círculo a tal efecto. La epínomis universal puede perfectamente constatarse en el patio de los Arrayanes, cuyo cociente entre ancho y largo nos ofrece el resultado de la mitad del número pi, esto es, la epínomis. Y si desde el mismo patio, contemplamos la torre sobre su arcada, arriba del estanque, podemos constatar que el total (suma de la altura total más la altura desde el suelo al listón que separa frontal de la torre y techumbre de la arcada) es igual a la mayor (altura total), como la menor (altura hasta el listón) es igual a la mayor.
La cuarta clave es para su simbolismo. Existe un simbolismo teológico y otro escatológico, como también de orden cromático y geométrico, y aún botánico, pues en la Alhambra todo es en razón a cuanto representa. El teológico contempla el salón del Trono como su mejor emplazamiento. Su techumbre es toda una escenificación del Paraíso, tal como lo establece la sura coránica que ornamenta una de las cenefas de sus muros. Pero lo es en la secuenciación geométrica, no figurativa. Vemos ahí, en este supremo artesonado, los siete cielos de su estructura, con origen en el último, o más alto, un cupulino que, en su centro, representa el ojo de Alá, el cual no es sino dos cuadrados cruzados en un octógono. Y es de aquí, de esta célula madre, de donde parte toda geometría prolongando sus segmentos, los cuales configuran polígonos sin fin, las ruedas de sus lacerías (zafates y candilejos), como plasmación de un firmamento constelado. El sultán se situaba en majestad exactamente debajo de este trono divino, como su contrapartida humana y tal como si hubiese de recibir su inspiración sagrada. Toda la Alhambra no es sino la prolongación de los ejes e intersecciones laberínticas que parten de este octógono; sus volúmenes se insertan en ellos, graduándose conforme una visualidad que confunde los perfiles. El simbolismo escatológico contempla, análogamente, el palacio de Comares como la representación de los distintos tránsitos de una jina, o itinerario astral, según el Libro copto de los Muertos: las siete puertas del Amenti (los siete arcos del Pórtico norte), el propio Amenti (sala de la Barca, con su artesonado de barca invertida), el Ialou (salón del Trono con las siete esferas de su bóveda), a lo que hay que añadir el iconográfico mar de Num (el propio estanque de Arrayanes, planta asociada –como el ciprés– a la inmortalidad). De manera que, caminando, trasponemos el Espacio al Tiempo. Mayor metáfora de eternidad no existe.
Otro tanto podría decirse del patio y palacio de los Leones. El arquetipo no es ya el Edén, sino su referencia coránica en el mundo terrenal: el oasis sagrado de Sabá, Iram de las Columnas, el palacio de Salomón. Pues es lo cierto, por inquietante que parezca. La Alhambra está concebida como Templo y Palacio de Salomón, según lo define el Libro de los Reyes. Y su proporción es exacta. El Templo de Salomón es Comares y el Palacio de Salomón Los Leones, con su fuente de mar de bronce. La célebre Fuente de los Leones es, sin duda alguna, uno de los elementos más misteriosos de la Alhambra. La fuente se ha comprobado con la reciente restauración que es un conjunto del siglo XIV realizado con mármol de Macael (Almería); por tanto, es contemporánea al palacio aunque posiblemente imita modelos más antiguos. Lo que parece indudable es que la fuente y sus leones constituyen una evocación salomónica. Al igual que el célebre Mar de Bronce (aunque con leones y no toros), son 12 los animales que sustentan la fuente. Estos tendrían también una significación astrológica, identificándose con los 12 signos del zodiaco y los 12 meses del año. Este detalle vendría refrendado por el hecho de que 3 de los leones miran hacia el norte, 3 hacia el sur, 3 hacia el oeste y 3 hacia el este, mirando los centrales de cada terna exactamente a esos puntos cardinales; además, de la fuente surgen los cuatro ríos del Paraíso señalados por los cuatro leones cardinales, ríos que fluyen cada uno a las cuatro estancias que rodean al patio. Todo ello sin olvidar que en la frente de algunos de estos leones descubrimos enigmáticos símbolos grabados...
Con ello, damos de pleno en la quinta clave, que no es sino la de su eclecticismo ideológico e iconográfico. ¿Eran conscientes los nazaríes del Reino de Granada de constituir el ápice de sabiduría, resultante de la transmisión cultural de todos los pueblos precedentes en al-Ándalus? ¿Fueron, por otra parte, como se especula, ciertos sus contactos con la orden templaria, desde sus encomiendas en la serranía de Cazorla, a través de familias jiennenses depositarias de su legado? Pues la Alhambra es una síntesis estilizada de elementos de muy diversa extracción: persas, egipcios, romanos, mozárabes, hebreos. Sobre todo, hebreos. Granada se llamaba entonces Gárnatha al-yeud, la Granada de los judíos. En la Alhambra, en su excepcional programa iconográfico, en su ocultismo cabalístico, dejaron constancia, puede decirse, de su código genético.
La sexta clave es para la luz, la luminosidad como elemento arquitectónico dinámico, implícito en la construcción misma. Esta luminosidad, inseparable del agua, que la refracta y reverbera, medida con precisión, minuciosa y primorosamente, es lo que provoca la sensación de irrealidad que nos asalta. Es una irrealidad, sin embargo, que se palpa, que se siente: una irrealidad, por así decir, tangible. El efecto es de espejismo. Los perfiles son nítidos en Comares, pero ondulantes, insinuantes, en Los Leones, porque en la Alhambra, como en todo edificio iniciático, existe una zona yang (épica, ascética, masculina) y otra yin (femenina y lírica, mística). Hay un vapor de oro que todo lo anega, procedente de las aéreas arcadas, que gradúan toda luminosidad, e irisa y descompone en todos los matices del espectro. Así puede observarse en los ajimeces y celosías de los cielos suntuarios de las salas de Abencerrajes y Dos Hermanas, ésta última constituida en crisol de operación alquímica bajo la regencia del signo de Géminis, según consta en el poema inscrito en sus estucos de Ibn Zamrac. E igualmente por la noche, cuando el agua de las fuentes y mil hontanares cesa, y los mármoles irradian el plateado fulgor lunar, y el azul de las estrellas más remotas.
Y clave séptima final: la soledad, el sigilo, el recogimiento interior. Como todo monumento sagrado, la Alhambra transforma. Simplemente, hay que dejarse ir. La lección de la Alhambra consiste en constatar que no existe nada más apremiante para el ser humano de hoy que la constatación del gozo interior, recobrar el sentido del júbilo y la alegría de vivir. Comenzando por uno mismo, es posible entregar a los demás lo más positivo de nosotros mismos. Recuperando el instinto estético, en el más universal de los monumentos españoles, contribuimos a la paz y el entendimiento entre Oriente y Occidente, porque la Alhambra significa eso mismo: coexistencia, armonía, equilibrio entre lo uno y lo otro, y entre lo que se ve y no puede verse: la pura magia de los sentidos.
* * *
A propósito del libro de poemas “Cimera encendida” de Francisco Basallote (editado por Fundación Granada Histórica, Granada, 2008)
Cada vez que leo un libro de poemas de Francisco Basallote tengo la impresión de que es a la vez un poema y un recorrido por el terreno de un poema a través de estructuras mínimas, dada su posibilidad de decir que tiende más a la elusión que a la proliferación. Porque es un poeta muy afecto a los gestos de contención y no al espíritu en desborde. Para él la meta del poema es: verdad, desnudez, economía, eficacia.
Brevedad incisiva y esquematismo. Despojamiento como acceso a la claridad. Cálculo instintivo. Son características, no sólo de este poemario, sino de toda su obra, nos atrevemos a decir, ajustada siempre a una pasión contenida que la inspira. Incluso podría decirse que está cercana al hermetismo, no porque sea áspera y desabrida, extraña e inescrutable, sino por su sobriedad o extrema condensación expresiva, sin que el poema se vuelva abstruso criptograma. Porque el poeta evita la ocultación, los cortes y las elipsis, dando al lector, por el contrario, muchas claves. Para él no hay poema sin voluntad de claridad.
Una poesía de una verbalidad muy parca, que podemos definir como “hipoverbal”: concisa, enjuta, púdica, casi sin concesiones a la metáfora o a otra exterioridad formal o musical, reconcentrada en su medular desnudez, adelgazando incluso la sintaxis. En todo momento, aprieta el canto y reduce el lujo y el peso de las imágenes, permitiendo que la unidad rítmica sea al mismo tiempo unidad de sentido. En suma, concisión sin densidad, vuelo lírico sin rigor intelectual, pero arte fino y burilado.
Una poesía de una expresividad “corta en palabras”, cuya vibración se consigna en enunciados esenciales, que es de agradecer entre tantos hipertróficos verbales que pululan por ahí. El hecho de proponerse la costumbre de escribir un haikú diario como ejercicio de digitación, contribuye a alcanzar esa expresividad de reducidos y definidos límites y, además, de cristalina escritura.
De entrada, este libro que tenemos entre manos, “Cimera encendida”, que es un claro homenaje, una ofrenda generosa, al conjunto de la Alhambra de Granada, no es un conjunto de frías estampas, sino un conjunto de poemas breves, delicados. En ocasiones, “esbozos”, de carácter impresionista.
Sus poemas tienden, no al brillo de la audacia expresiva, sino al rigor de la mirada deslumbrada. Porque nunca busca el poeta hallar un centro a través de las cosas que ve o contempla, sino encontrarse en ellas. De hecho, camina solitario sorprendiéndose y definiéndose ante una realidad que siente con interés sosegado y con calma, situando lo que ve con austeridad, sin lograr que sus instantes de percepción se expandan en la mente.
En principio comprobamos que ha entrado al conjunto de la Alhambra con buen pie, como si hubiera leído una de las cartelas cúficas que hay en los alfices de las tacas u hornacinas de un pabellón: “Entra con compostura, habla con ciencia, sé parco en el decir y sal en paz”. Y no sólo ha entrado con buen pie, sino que es consciente que la arquitectura que contempla es “el Paraíso en la tierra”. Sólo le ha faltado reconocer este espacio como la Última Morada, la Morada de los Piadosos, el Hermoso Retiro, o Hermoso Lugar de Retorno, Lugar de Recompensa Doble, o el Salón más elevado, teniendo en cuenta las diferentes menciones del Paraíso que se hace en el relato del Noble Corán. Porque para ser precisos, la existencia de viviendas enlaza los Jardines y el Paraíso con el llamado Jardín del Edén, en el que también existen, además de los ríos que corren por los pies de los salones, excelentes moradas.
Si así lo hubiera entendido, no hubiera escrito en el poema “Celeste” (a propósito del Salón de Embajadores del Palacio de Comares, que define bien como “azul y áulico”) que el “octavo” cielo está “bajo los siete cielos del Profeta”. Hubiera bastado leer los textos áulicos que recargan los cuatro paños de la bóveda, y que relatan la creación de estos siete cielos por Allah, con una clarísima intención político-religiosa. Basten tres ejemplos: “La eternidad es atributo de Allah”. “Alégrate en el bien, pues ciertamente es Allah quien ayuda”. “Sólo a Allah pertenecen la grandeza, la gloria, la eternidad, el imperio y el poder”. Y, cómo no, la corroboración de la Sura 67 del Noble Corán, esto es, la Sura de la Soberanía (Al-Mulk), epigrafiada en los cuatro lados del techo, alrededor de los cielos configurados por ruedas de estrellas.
Por tanto, el “octavo” cielo no está “bajo los siete cielos”, sino que se encuentra más adelante. Y ahí es donde la tradición islámica sitúa el trono de Allah. Hubiera bastado considerar la interpretación de la cubierta de dicho Salón de Embajadores como la superposición de los siete cielos coronados por el octavo, el cual contiene la estancia con el trono de Allah. De hecho, la reconstitución de la policromía original de la misma así lo atestigua. No obstante, el poeta reconoce su humildad
“…ante el peso
de la belleza
y abrumados por el misterio
permanente de su luz.”
Antes de continuar, quiero dejar claro que no pretendo hacer un análisis de este poemario a la luz del Islam, porque convengo con Hans-Georg Gadamer que “no es legítimo hacer una crítica literaria que niegue la verdad del relativismo estético y pretenda juzgar una obra a la luz de concepciones religiosas o filosóficas.”
Sin embargo, ello no me impide en ningún momento, como musulmán, hacer algunas consideraciones o advertir alguna imprecisión en el libro, dado que tiene como objeto una de las maravillas artísticas del mundo islámico.
Así, para empezar, diremos que los musulmanes “no construyen con audacia blasfema para la eternidad, porque saben que todo es caduco menos la faz de Allah”, por lo que “la Alhambra es frágil y sólo ha perdurado de milagro. En su esencia, es la gran tienda que el ´shayj´ nómada erige en el desierto, sobre fuertes estacas, pero decorada con exquisitos tapices, que en este pabellón alhambreño son: alicatados, azulejos, columnillas, estucos sembrados de estrellas y escudetes, aleros de maderas preciosas y panales de mocárabes”. Palabras éstas que no han sido dichas por ningún musulmán, sino por el famoso arabista Emilio García Gómez en el discurso inaugural del Premio de Arquitectura Aga Khan (The Aga Khan Award for Architecture), celebrado en la Alhambra en abril de 1986 (1). De hecho, cada sultán renovó su entorno, respetando la obra de sus antecesores, y levantó su propia tienda. Supieron muy bien dónde situarse. Y como toda tienda, las construcciones que materializaron no formaban muros sólidos, estando todas llenas de huecos.
Cabe recordar, en este contexto, que Al-Ahmar Ibn Nasr, quien fue el primero que escogió la Sabika para colocar los cimientos de una nueva fortaleza, tuvo como oficio de juventud el pastoreo. De ahí el aspecto aéreo e ingrávido que tiene todo el conjunto, formado —en definitiva— por simples tiendas de nómadas: espectacular escenografía suspendida en el aire. ¿Acaso los arcos, las bóvedas, las techumbres, no son más sólidas que las columnas, las basas y lo capiteles? Todo lo contrario, por cierto, que el gótico europeo cristiano. O que ese adefesio del Palacio de Carlos V, incrustado en pleno recinto alhambreño, que el poeta sitúa y retrata correctamente en el poema “Renacimiento”.
Ahora bien, tiene el poeta a su favor que sabe ver en el refinamiento de la Alhambra, no una llamada a la voluptuosa sensualidad (como hace el común de la gente, en su ignorancia, siguiendo el mito romántico alimentado por gente como Washington Irving, Chateaubriand y otros tantos), sino como un signo de majestad. De ahí su acertada insistencia en el color rojo a lo largo de todo el poemario, porque “el rojo era el color heráldico de los monarcas de Granada, que hasta escribían oficialmente en papel rojo (las “cartas escarlatas”)” (2).
El hecho de comparar la Alhambra con la cimera, ese ornamento que forma la parte superior de un casco, surmontando el escudo de las armerías, cuya función militar servía para engrandecer la silueta de su portador para impresionar a su adversario, es significativo, por tratarse de una característica propia de los poetas arabigoandaluces, hábiles en describir elementos de la naturaleza con imágenes bélicas.
Pero hay más: la luz, el agua, los espacios abiertos, la arquitectura de los palacios, sus azulejos de formas geométricas y lacerías infinitas, por un lado y, por otro, la riqueza de las flores y plantas en distintos niveles de las terrazas, estanques y jardines, todo es un signo de majestad: “luminosa grandeza”, dice el poeta.
Una impresión de grandeza que le lleva a definir la Alhambra como “rojo talismán del tiempo” que ha surgido
“desde su mar
tectónico,
emergida
ola
blasonada del rojo
más profundo
en el lecho
ardiente
de su magma.”
Bien sabe el poeta que la Alhambra es el mejor ejemplo de la alquimia de la luz en la arquitectura islámica: piedra transformada en vibración luminosa. No en vano, la palabra “luz” es la más empleada en el poemario: 34 veces. Digamos que es una de las palabras-llaves de este poemario, que al igual que las llaves repartidas por toda la Alhambra, como la que hay sobre el dintel de la Puerta de la Justicia, con ellas:
“abrimos nuestros ojos
a los misterios más profundos
de nuestros corazones.”
En definitiva, el poeta encuentra la llave de la luz como símbolo de esa posibilidad de apertura al monumento alhambreño, auténtica confluencia de espíritu y materia. Una luz, inseparable del agua (segunda palabra más empleada en el libro), que la refracta y reverbera. “Un paraíso de aguas sometidas”, dirá el poeta, quien afortunadamente no ve en esta alcazaba, en esta fortaleza roja, un efecto de espejismo, sino algo tangible, algo que se palpa, que se toca, invocando en todo momento que “sea cristal de nuestros ojos esta agua”, para rematar finalmente que el agua (que es la evidencia del fluir del mundo) “es tiempo que se para en nuestros corazones”.
Pero también “en el juego del agua” está “la armonía del sueño”. Y en este juego, el poeta no se cansa de identificar el mundo vegetal con la piedra, dando como resultado la fusión de ambos, como hace en el poema “Armonía”:
ARMONÍA
Patio de los Arrayanes
He visto el palacio flotante:
los arcos que brotan del agua
como nenúfares de mármol
las alas de la brisa
detenidas y las almenas de oro
aureoladas de mirto.
En el juego del agua
la armonía del sueño.
De manera que, por “el sendero del tacto”, el poeta pone énfasis en el conocimiento sensitivo y sinestésico. Porque tras el sentido de la vista —tradicionalmente ligado a la capacidad cognoscitiva, pues ver es conocer—, con el tacto se tiene al fin algo más concreto. No en vano, el tacto está siempre al servicio de lo elemental.
“Rozan mis dedos
la tersura del agua…”
“En el tapiz del tacto
mis dedos en tus mármoles.”
El poeta acaricia con sus manos las paredes, las columnas, el agua; pero también lo acaricia todo con la mirada, no para ver la escritura oculta en cada piedra, sino para percibir que algo brilla por un instante en este conjunto alhambreño: nada más que un instante, un centelleo, un delirio de luz en este “paraíso de aguas sometidas.”
En esta formulación del decir poético, en este tener que insinuar el irremisible objeto de las cosas, se puede intuir una cercanía a los atomistas, quienes consideraban al tacto instrumento esencial para el conocimiento. De acuerdo a la doctrina atomista, para la cual todas las cosas se componen de átomos y de vacío, toda sensación debe explicarse bajo la forma de contacto o tacto.
En este orden de ideas, no nos equivocamos diciendo que en la poesía de Francisco Basallote se plasma cierto pensamiento epicúreo con el lenguaje propio de la poesía, ilustrando incluso de manera didáctica episodios o contenidos fuertes y poco agradables (como la diatriba antijudía de Abu Ishaq de Elvira, que veremos más tarde) endulzados con la forma poética.
Por otra parte, es de agradecer que no prefiera ver en la Alhambra un menaje encriptado, algo que está ahí justo frente a nuestros ojos para ser descifrado, decodificado y puesto en marcha, como han hecho otros, como es el caso del poeta granadino Antonio Enrique, quien le dedicó además un famoso “Tratado de la Alhambra Hermética”, donde aparte de visiones desde la perspectiva de lo esotérico, conjetura e interpreta su origen con literatosas sugerencias acerca de su contenido. El hecho de que Basallote ponga una cita de este libro de Antonio Enrique como epígrafe de “Cimera encendida”, junto a otra cita de Ibn Zamrak, se debe más bien a un gesto de amistad personal con el poeta granadino, que a una declaración de intenciones “ocultas”.
Entendemos que los incrédulos hagan su ruta mágica por la Alhambra, a modo de yincana ingeniosa, pero esta ciudad fortaleza se entiende perfectamente leyendo las escrituras cursivas y cúficas que hay en sus paredes. Porque la Alhambra habla a quien sabe escucharla.
En dichas paredes no sólo podemos leer los suras del Noble Corán y los poemas epigráficos de los poetas y visires Ibn al-Yayyab (nacido en Granada), Ibn al-Jatib (nacido en Loja) e Ibn Zamrak (nacido en el Levante español), entre otros, sino sobre todo leer hasta la saciedad el lema del escudo nazarí: “No hay vencedor sino Allah” (“Wa la Galib Illa-Llah”). Una escritura cuyos trazos pasan desapercibidos entre el ataurique de las paredes para la gran mayoría de sus visitantes. Y es que la poesía era una cuestión política de gran importancia en aquella época, desde la fundación de la Diwan al-Insa (escuela de poetas funcionarios) por Muhammad II. Afortunadamente, hoy en día disponemos de una correcta transcripción y traducción de todas las inscripciones árabes que decoran la Alhambra; una ayuda filológica que debe tenerse en cuenta como herramienta principal para acercarse a dicho monumento.
“No hay vencedor sino Allah” (“Wa la Galib Illa-Llah”), es una expresión tradicional de la Unidad (“tawhid”), tal como se recoge en el Noble Corán: “Él es el Primero y el Último, el Manifiesto y el Oculto y es Conocedor de todas las cosas” (Surat al-Hadid o Sura del Hierro, 57:3). De hecho, La Unidad (“tawhid”) es el aspecto central del mundo islámico, a modo de patrón rítmico o “esquema regulador”, y ha sido representado fielmente por sus artesanos, maestros del ritmo y del equilibrio, inspirando a la arquitectura y a las imágenes plásticas (escritura, pintura, artesanías, decoración y ornamentos) del recinto alhambreño.
En resumidas cuentas, aquellos que se acercan al “arte islámico” deben saber que éste se caracteriza principalmente por saber reflejar la unidad de las formas sensibles en relación del Creador Único, porque —como escribió Azizoddin Nasafi´: “Lo Uno está antes que lo múltiple, pero hay otro uno que está después. Esta última unicidad es la que interesa al peregrino que llegando a ella se unifica, se libera de la multiplicidad. Si no existiera lo múltiple, tampoco existiría la Unificación. Tawhid significa ´hacer uno´. Lo que es Uno no puede unificarse: sólo puede convertirse en uno lo que es múltiple” (“El Hombre Perfecto”, Tratado XIII). Esto es lo que subyace tras los llamados impropia y despectivamente “arabescos”: ya sean hexágonos, triángulos, estrellas, círculos, ruedas, red de rombos, cuadrados, zig-zag, ya motivos vegetales (tallos y hojas, palmetas, frutos y flores, etc.), caligráficos o epigráficos, que adquieren la dignidad de objetos o soportes de contemplación, concurrentes para conocer o sugerir la luz de Allah. De ahí que no sean simples ornamentos, sino propios “destellos” del Esplendor de Allah.
GRANDIOSO PALIMPSESTO
Nos consta que Francisco Basallote tiene una especial predilección por su libro “Cimera encendida”, porque en él ve “ese fuego encendido, esa luz, ese tiempo detenido en el agua, en el misterio de las medidas geométricas…”, según confidencia suya.
El libro se organiza en tres partes, a lo largo de las cuales vamos a recorrer con el poeta un camino, no de exploración o búsqueda, sino de retorno. Pero, retorno, ¿a qué?. Retorno a la luz, con la que el poeta percibe intensamente las cosas más próximas, liberándolas de obstáculos impuestos por lo accesorio. Un proceso que tiene importantes similitudes con la actividad pictórica, que también practica, y, que de página en página, se caracteriza por fulguraciones de poquísimas palabras, reducciones instantáneas en que la voz quiere adherirse a lo que ve sin la intermediación de elementos estetizantes, esquematizando la duración de manera panorámica y retrospectiva, de manera que el poema no se desarrolla, se trama, se teje de nudo en nudo.
Ese escribir “en bloques” —otra característica de su obra, en general— exige cálculo, conciencia y dominio, de manera que el poeta consigue que el libro no se desmorone, no caiga en la diseminación, esto es, en la pluralidad de sentidos. Por el contrario, hay una unidad orgánica, cargada de un sentido pleno y compacto; en definitiva, hay una clara dirección.
Este proceso se inicia con la serie de poemas “Palimpsesto”, en los que —atraído por la localización y adaptación de esta magnífica ciudad palatina andalusí — comienza describiéndola “en el preludio de la nieve” como coronación de una estructura geológica , por la cual emerge el magma (roca fundida). Es sorprendente la impresión del paisaje de la Sabika como aparición salvaje e irresistible. Sin duda, esta emanación telúrica que surge, colosal, de ella, es una licencia poética que coadyuva a una sobredimensionalidad del “fuego” en todo el poemario.
Consideremos, por tanto, las imágenes poéticas del fuego en este poemario, donde no aparece nunca cargado de simbolismo, sino que apunta al elemento en sí, como fuerza profunda y agresiva. En primera lectura, es fácil decir que sobrepasan la voluntad del ornamento para alcanzar una especie de “belleza agresiva”, donde hasta los crepúsculos (“rojos lubricanes”) son “presagios de poder.”
“Desde el principio
el fuego,
desde su mar
tectónico,
emergida
ola
blasonada del rojo
más profundo
en el lecho
ardiente
de su magma.”
“…el enigma
cotidiano del fuego
a la distancia justa
de su magia…”
“…en los hondos arcanos
del fuego de sus piedras.”
“…te enciendes en tu soledad de fuego.”
“Ya dora el fuego
la piedra de la tarde…”
“…el fuego
devasta los antiguos esquemas
con sus labios…”
“Ilumina su fuego
con la tersura
del satén…”
“En los quiebros de la luz
los preludios del fuego…”
“En su atanor el ámbar
destila el más hermoso de los fuegos.”
“…rayo como esqueje de luz
que en el fuego cuajara
la sangre de sus azaleas…”
Bastan estos ejemplos para comprobar que la imagen poética del fuego adquiere la dimensión de un verdadero relieve, que conserva huellas de otro fuego anterior en la superficie, como un palimpsesto. De ahí lo acertado de este nombre (“palimpsesto”) para dar título a la primera parte del poemario. ¿Acaso la Alhambra no es también un yacimiento que presenta mezcla de estratos? ¿No es un grandioso palimpsesto que la historia ha ido reescribiendo sobre un tiempo de esplendores y miserias, del que queda el rojo y latente rescoldo que perdura tras la extinción de las llamas?
PASAJES DE FUEGO
Desde el Albaicín
Ante mi, prendida muralla,
reverbera tu luz; el fuego
devasta los antiguos esquemas
con sus labios, deseo
es el nombre de la desolación
y el holocausto.
Qué hay tras las oscuras
palabras reescritas
por el destino
tras la grácil silueta
del ciprés y la dócil
materia de los mirtos.
Qué historia será escrita
en estos pasajes de fuego.
No sólo insiste el poeta en “el rojo de su nombre” (no en vano, etimológicamente, Alhambra en árabe es Al-Hamra, la Roja), o la describe como fortaleza o “cimera encendida”, sino que ve el fuego como elemento fundacional, hasta el punto que en pleno Generalife describe entre las “llamas” de la buganvilla “la blancura del muro y la memoria de tan antiguos incendios”.
Así, pues, comienza a contar la historia del conjunto alhambreño en medio de “estos pasajes de fuego”, aportando, no sólo un relato del acontecer, sino su propia opinión política en poemas que vamos a denominar “micropolíticos”. Una opinión política que no admite incertidumbre, como vamos a ver. Porque no hay extrañeza, desconcierto, desencanto. El drama de lo contingente (lo que para el poeta es el poder, ese “símbolo vacío en la negrura de su rigor”, y que asocia a “masa”, “espacio dominado”) se admite como categoría irrecusable:
“El viento del poder
seca los corazones de los hombres.”
Francisco Basallote no tiene dudas. Su actitud es, más bien, la de un cronista que mira impasible y casi impersonalmente la historia como engranaje implacable e intimidador. Su mirada retrospectiva ha restringido el panorama a unos pocos acontecimientos dramáticos.
No obstante, choca ese juego poético de escoger de la historia algunos momentos de fatalidad y pesadumbre, a la vez que trata de dibujar la sensación del “tiempo detenido” a lo largo de todo el poemario. Es como si su deseo estuviera regido por todo aquello que no ha servido a la historia triunfante, al mismo tiempo que se sirve de la Alhambra como objeto poético, que es en sí mismo una evidencia de la historia triunfante, y que incluso no ha podido ser destruida por ésta.
LA IMAGEN DEL “TIEMPO DETENIDO”
Cuando Francisco Basallote entra en la fortaleza roja y recorre el complejo de los palacios nazaríes, no tiene dificultad en mostrar que en la experiencia vivida el tiempo es siempre “tiempo detenido”.
“Ves cómo el agua
no sólo es música y espejo,
es tiempo que se para
en nuestros corazones.”
“En el cielo dorado
el tiempo detenido
en los ojos profundos de los Reyes.”
“y la dúctil materia de los mirtos
detienen nuestro tiempo.”
“y en el temblor del agua
veo el tiempo olvidado.”
“y el tiempo detenido en esta luz.”
La preocupación del poeta por el tiempo no es aquí una preocupación por su paso, por su fluir. Incluso el yo lírico que aparece en el poemario no es un caminante, un viajero, un paseante. Más bien, todo lo contrario, es un personaje en permanente actitud de contemplación (“Ante mí, prendida muralla, reverbera tu luz…”; “Bajo tu bóveda me siento guardia de la mañana”; “He visto el palacio flotante…”; ), hasta el punto de fundirse con el objeto de su mirada, al que hace hablar por él mismo (“En la vieja alcazaba, mi mano, la diestra de Al-Ahmar, levantó muros…”; “Fortalecí el alcázar rojo con el aliento de la sangre…”; “Y encendí todas las antorchas”; “Deslumbra mi oro por la mirada del Sultán…”; “Cegué a todos los músicos…”; “Hendí la lluvia con mi espada de luz…”). Porque los senderos que recorre el poeta son “los senderos de los ojos” y “el sendero del tacto”. Por tanto, no hay voluntad de movimiento, de caminar constante. Como escribe en su poema “Baraka”, tras la suerte de venir “a ver las maravillas de este lugar”, la bendición viene después, “cuando en el camino, seas vocero de esta luz”.
Y aún hay más: su actitud contemplativa se llena de asombro y descubrimiento que quiere compartir con el lector, al que introduce en el poemario como si fuera su acompañante (“Pasamos bajo el signo…”; “Doblamos la cerviz… y bebimos el agua…”; “…abrimos nuestros ojos…”; “Sobre él pisamos humildes… y abrumados por el misterio…”; “Vienes conmigo al oasis de altas palmeras…”; Vienes conmigo a la lata nube…”; Ven, recolectemos este esplendor…”; “Venimos de otros espacios de sombras…”; “Alcabala de ensueños pagaremos por tanta dicha”).
El “tiempo detenido”, no como lectura de la dimensión temporal en una imagen fotográfica, sino como una imagen absoluta, es decir, una imagen liberada de cualquier sobrecarga pasional, despojada de residuos sensibles. Porque en este poemario ha sido despojado el tiempo de todas sus prerrogativas temporales (sucesión, cambio, discontinuidad, irreversibilidad), que nos condenan, destruyen. Aquí el tiempo es tiempo sin acaecimientos, tiempo que dura.
Recordamos, a este respecto, las sabias palabras de Gaston Bachelard: “en todo poema verdadero se pueden encontrar los elementos de un tiempo detenido, de un tiempo que no sigue el compás, de un tiempo al que llamaremos ˝vertical˝ para distinguirlo de un tiempo común que corre horizontalmente con el agua del río y con el viento que pasa” (3).
Pero el tiempo no cura, el tiempo madura. Y aún más, “el tiempo madura la historia”, como bien dice el poeta. Porque es “tan sólo tiempo”, expresión que da título a uno de los mejores poemas del libro:
TAN SÓLO TIEMPO
Alberca del Partal
Ves cómo el agua
no sólo es música y espejo,
es tiempo que se para
en nuestros corazones.
No río que nos lleve
al mar de sus designios
de azar o de costumbre.
Aquí, somos el agua
que fluye sobre el olvido,
sobre el espejo de sus sombras,
tan sólo tiempo.
Teniendo en cuenta que la representación del tiempo se corresponde con un sentido o, si se prefiere, con un sentimiento del tiempo, en este poema queda claro que el tiempo no es “río que nos lleve al mar”. El río no se asocia al tiempo. No hay mención en éste ni en ningún otro poema de este libro a los ciclos naturales del agua y de la luna (de hecho, la “luna” no aparece por ninguna parte). No hay tiempo cíclico. Ante la Alhambra el hombre se libera de la ciega causalidad del tiempo, del flujo y del desgaste incesante; por tanto, del fin inevitable. Es significativo que en este poemario no se mencione a las estaciones, lo cual muestra un deseo de liberación, un afán de encontrar lo inmutable debajo del cambio aparente. Porque lo que vale es la experiencia de algo inamovible fuera del tiempo y del cambio; en suma, la experiencia inmediata de la existencia.
“No sólo azar,
el destino escribía
en los labios del agua
la simiente del tiempo.”
En nuestro fuego que nos da energía y vida, “aquí, somos… tan sólo tiempo”. Porque no se trata del tiempo de la ceniza que mantiene al abrigo al fuego de mañana. No, en este poemario, no hay cenizas, ni polvo. No hay huida del presente al pasado. No hay restos de civilizaciones antiguas, tan sólo una “gavilla de esplendores perdidos en celajes de niebla”.
Cuando dice que “somos el agua que fluye sobre el olvido” insiste, una vez más, en no responder al ciclo natural del agua en sus múltiples transformaciones sucesivas. Porque el flujo del río tiene fuertes asociaciones negativas que las relacionan a la muerte. Y aquí no se nota el vaivén del agua del río en sus orillas. Por tanto, el río no se asocia al tiempo, sino al presente inmediato: aquí y ahora. La imagen que prospera es el agua haciendo círculos en una fuente, como la que hay en el Patio del Mexuar, de manera que
“(…) en los círculos el reflejo
es un sueño vidriado de colores
como un vórtice donde el oro
se hundiera con el tiempo.”
Dado que en toda representación del tiempo entra en juego un “factor subjetivo” estrechamente conectado con el punto de observación, puede decirse que en este libro los poemas están desligados sólo del flujo y de la profundidad del tiempo, pero que sus imágenes han sido ligadas al presente, de manera que al haberse espacializado el tiempo, toda la experiencia vivida por el poeta en la Colina Roja parece espacializada.
No es nada nuevo, porque el tiempo sólo puede ser visible, “sinestésicamente” percibido y experimentado, como una de las dimensiones del espacio, y porque al no ser el tiempo el que transcurre, sino los fenómenos, según el orden del “antes” y el “después”, la totalidad de lo que observa el poeta adquiere una connotación mítica, como si lo “observable” siempre fuera un “siendo ahora”.
Se trata, en definitiva, de un tiempo vasto, solemne, grande como el espacio; un tiempo inmóvil que no marcan los relojes, porque han sido abolidos.
En su poema “Música recobrada”, escribe:
“En su marco la historia
y en el sabor frutal
del momento las horas detenidas,…”
En el poema “Dulce amalgama” describe cómo las flores y plantas del Generalife:
“detienen el tiempo y sentimos
en las clepsidras abolidas
el esplendor perdido
de todos los paraísos.”
En el poema “Música recobrada”:
“En su marco la historia
y en el sabor frutal
del momento las horas detenidas,
nada existe salvo el agua que canta
lentamente en el corazón
de la clepsidra.”
Y en el collar de poemas “Jardín del sol”:
“Sobre el altar de su agua
se inmola el tiempo
en el cáliz de jaspe
de los nenúfares.”
En definitiva, contra lo “oscuro” del tiempo —del tiempo perdurable—, el poeta acaba considerando al tiempo como la diferencia de altura —frecuencia— entre el sueño (del cual se parte) y la gloria (a la cual se llega). Así lo dice magníficamente en “Casidas del aire”:
“El tiempo es sólo un intervalo
entre el sueño y la gloria.”
SOBRE EL POEMA “INCERTIDUMBRE”
Es significativo el gusto de Francisco Basallote por la poesía que toma como motivo “objetivo” a una obra arquitectónica (como hizo anteriormente en sus poemarios “Manuscrito de Cartuja”, 1997, y “Segundo Cuaderno de Cartuja”, 2005), o pictórica (como hizo en “Lujo de la Pintura”, 2004).
Creemos que su proceder en estas obras suele comenzar con unas notas a pie de objeto a manera de apuntes para recordar lo visto, para luego transcribirlos en versos, con algunas variaciones, como medio de expresar una emoción.
Recordamos, a este respecto, a T. S. Eliot cuando dijo en su famoso ensayo “Arte” que “el único medio de expresar una emoción consiste en el hallazgo de un “correlato objetivo”, esto es, de un juego de objetos, una situación o una secuencia de acontecimientos que constituyen la fórmula de esa particular emoción; de tal modo que cuando los hechos externos, que deben terminar en una experiencia sensible, son dados, la emoción es inmediatamente evocada.”
Por esta razón, es necesario para que se exprese una “emoción poética” que el poeta no descarte del poema o poemario el juego de objetos, la situación o la secuencia de acontecimientos sobre los que trabaja desde la posibilidad emocional. Los hechos externos al poema deben ser dados para suscitar una emoción significativa, inteligible. De lo contrario, es imposible evocar (o, mejor dicho, traducir) una sorpresiva e ilusionante emoción, capaz de mostrarse clara y lúcidamente más allá del lenguaje.
Desde esta perspectiva vamos a analizar el poema “Incertidumbre”, sin duda un poema acertado, dado que tiene unidad de intención, esto es, tiene una idea previa, una voluntad de expresión, de dicción, no careciendo de claridad las relaciones de sentido dentro del poema, aunque —eso sí— contraviene el tono general del poemario, que se desarrolla como ofrenda generosa, sin apelaciones ni interrogaciones. Digamos que con este poema, el poeta parece reclamar la parte que le pertenece en la desoladora certeza de la imposibilidad de tener acceso, de participar en el conocimiento pleno del recinto alhambreño. De manera que al no poder reconocer todos los indicios que surgen de sus paredes, todo se mantiene para él incompleto, inacabado, no hay “certidumbres”. Sin embargo —y esto le honra—, manifiesta que hay algo más tras las puertas que se le cierran.
El poema se inspira en uno de Ibn Zamrak —epigrafiado sobre la fachada—, y muchos lectores pueden echar en falta un “correlato objetivo” que les ayude a terminar en una experiencia sensible. Quizá los tres primeros versos del poema de Ibn Zamrak como epígrafe, pero el poeta no lo ha considerado oportuno —como nos ha dicho— “por la claridad de la fachada, su duplicidad semántica.”
El poema aparece del siguiente modo:
INCERTIDUMBRE
Fachada de Comares
Todo es belleza bifurcada,
no sólo los caminos
que arrancan en las puertas:
el ajimez partido,
los capiteles con asas,
los mármoles y su frágil blancura,
el desbordado ataurique,
las sombras ocultas
en el alero
en espera del alba...
Todo es sublimación
de lo incierto,
acendrada virtud del alarife.
Y vamos a continuar analizando este poema teniendo en cuenta además unas lúcidas palabras del filósofo Hans Georg Gadamer, para quien el poema se concibe siempre como un espacio para el diálogo:
“Al igual que sólo se puede dialogar con alguien que no lo sabe ya todo, sino que atiende a lo que al otro le llega y a lo que del otro le llega, así es también con el poema y con el diálogo con el poema. También el que interpreta debe dialogar de ese modo. Es una idea descabellada pretender que la comprensión acompañante a la que aspira toda interpretación sea algo así como una construcción del sentido que, supuestamente, reside en el poema. Si eso fuera posible, ya no necesitaríamos el poema. El poema nos guía más bien como un diálogo que se desarrolla en la dirección de un sentido inalcanzable. No se trata, pues, de la reconstrucción de un sentido existente, ni mucho menos de la reducción a aquello que el poeta haya pensado. Se trata de participar en el íntimo diálogo con el lenguaje, de la misma manera que cuando conversamos. Uno busca señales que le indiquen hacia dónde tiene que dirigir la mirada. Por eso, para la interpretación correcta de un poema en su totalidad, el único criterio válido es el de que la interpretación desaparezca totalmente cuando se vuelve a abordar el poema. Una interpretación que se mantiene siempre presente como tal cada vez que leemos o recitamos un poema, es superficial y extraña. Siempre las cosas demasiado iluminadas, demasiado puestas de relieve impiden recoger la aportación del intérprete. Por lo tanto, el criterio para juzgar toda interpretación de un poema es saber si permite que el poema mismo pueda volver a expresarse. El poema es el estribillo del alma, que, entre tú y yo, siempre es ˝la misma alma˝” (4).
Así pues, para resolver mis dudas sobre el enunciado de que “todo es sublimación de lo incierto” ante la Fachada del Palacio de Comares, el poeta me dijo que “en esa bifurcación de los senderos, en esa duplicidad está lo incierto magnificado”. Pero si el enunciado es todo abstracto, ¿cómo obtener lo abstracto de lo concreto, para permitir al pensamiento evadirse de las cosas?
Veamos, en primer lugar, el poema de Ibn Zamrak que ha inspirado su poema, y que está puesto en el friso de madera labrada:
“Mi posición es la de una corona
y mi puerta una bifurcación:
el Occidente cree que en mí está el Oriente.
Al-Gani bi-llah (•) me ha encomendado franquear la entrada a la victoria que ya se anuncia.
Y yo espero su aparición [para darle entrada], al igual que los horizontes introducen el alba. ¡Embellézcale Allah sus obras como hermosos son su aspecto y su carácter!”
[(•) Al-Gani bi-llah: El vencedor por Allah: Sobrenombre adoptado por Muhammad Ibn Yusuf —conocido históricamente como Muhammad V—, en diciembre 1367 (“yumadà” de 769) después de las campañas militares en la frontera que se iniciaron en Iznájar y acabaron en Úbeda, según testimonio transmitido por Ibn al-Jatib. A lo cual éste replicó: “Wa-la Galib Illa-Allah”, “No hay vencedor sino Allah”, que sirvió de lema nazarí, y que se reproduce por toda la Alhambra hasta la saciedad.]
No objetamos si tenía o no tenía que haber puesto los tres primeros versos de este poema de Ibn Zamrak a modo de epígrafe, como ayuda para el lector, pero lo cierto es que estos versos subrayan la posición de esta fachada como encrucijada dentro de la organización interna del palacio. Porque la palabra “encrucijada” es la clave para entender mejor esta Fachada de Comares.
Por tanto, es comprensible que el poeta ante esta encrucijada, que traduce en el símbolo de la ambivalencia, acabe sintiendo incertidumbre y asumiendo connotaciones de desorientación.
Pero lo incierto presupone miedo. Algo incierto es algo que no es verdadero o cierto, que no es o no está seguro, que no se conoce, que no tiene precisión o definición, que es falso o de dudosa veracidad, que es equívoco, ambiguo, oscuro, etc. El miedo es la distancia existente entre el observador (que no es musulmán) y lo observado (una fabricación de la cultura, la inteligencia técnica, la filosofía, el arte islámicos; una composición decorativa reconocida por todos como una perfección proporcional, es más, como la culminación de todo un proceso evolutivo del arte andalusí).
Una fachada con dos puertas adinteladas iguales, porque representa una separación entre el ámbito familiar y privado, del administrativo y público del Palacio. No hay aquí tampoco nada incierto: la puerta derecha conduce a dependencias familiares y de servicio, y la de la izquierda, que comunica con el Patio de Comares, conduce al área estrictamente privada, como dice la inscripción en el arrocabe de madera, siendo la parte central de la fachada, entre las dos puertas, el lugar donde el Sultán recibía en audiencia.
Encima de las puertas dos ventanas gemelas con arcos peraltados y otra más pequeña en medio, rodeada de inscripciones del Corán.
Por tanto, esta “encrucijada” no despierta ninguna “incertidumbre”, salvo para el que no conoce esta disposición y, por tanto, se deja llevar desde la conciencia angustiada del momento vivido como un “reino oscuro” de encrucijada, de precipicio, a la espera de las fulguraciones de luz (“en espera del alba”).
Aparte de este poema de Ibn Zamrak, el resto del muro está decorado con otras inscripciones y adornos, destacando —cómo no— el lema nazarí: “No hay vencedor sino Allah”.
Entonces, puede entenderse que “todo es sublimación”, una elevación, incluso una sublevación, del alma, ante la presencia de esta magnífica fachada, en el sentido de que toda sublimación es una sublevación. Pero —insisto— seguimos sin entender el empleo del adjetivo “incierto”, que es aplicado a la práctica arquitectónica como apertura a la incesante transformación, una transformación ambigua, transgresora, sin verdades absolutas o intemporales, como si el alarife no tuviera facultad o luz suficiente para fijar su resolución. De ahí que se entienda aún menos que en esa “incertidumbre magnificada” radique la “acendrada virtud” del alarife, porque es impropio de éste “sublimar lo incierto”, dado que en todo momento advierte que tan sólo Allah percibe la existencia, en sí, del Universo.
No, no se entiende la expresión “sublimación de lo incierto”, por muchas vueltas que le demos, si no es como una idea subliminal que quiere introducir el poeta, por cuanto huye de todo dogmatismo y certeza definitivas, y se abre a la contingencia y a la ambigüedad. Esto es, destierra la certidumbre, pues necesita otras respuestas no dadas, arrancadas a otros elementos externos a lo sensorial.
Si se quiere puede entenderse como un “oxímoron”, esa figura literaria conocida en la retórica, que se conoce también como una “contradicción en los términos”. En el sentido literal, es un absurdo. Pero ni aún así, porque no parece que tenga ninguna resonancia poética, como los grandes “oxímoron” de nuestra literatura: “luz oscura”, “hielo abrasador”, “fuego helado”, etc. No, no hay aquí una relación armónica de dos opuestos.
Por tanto, ante esa “belleza bifurcada” de la Fachada de Comares el poeta ha sentido “incertidumbre”, y defiende su postura con el argumento de que es una “emoción poética” que con la “razón” no se comprende. No, más allá de los “lugares comunes”, hay que tener en cuenta que muchas veces ocurre, como dijo T. S. Eliot (vía J. R. Wilcock), que “tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido, y acercarnos al sentido restaura la experiencia”. Porque el poema como rescate de una experiencia vivida debe apuntar “a la sustancia de la rememoración.”
Hubiera bastado estar atento a lo que estaba a su alcance, sin inquietarse por lo que no podía conocer. Pero Francisco Basallote ha preferido poner el énfasis en la conciencia de esa ambivalencia, lo que supone —todo hay que decirlo— un buen instante poético. Porque como dijo Antonio Machado por boca de Juan de Mairena: no se es poeta por lo que se afirma o se rebate, sino por lo que se duda.
LOS POEMAS “MICROPOLÍTICOS”
Retomando el primer bloque de poemas (“Palimpsesto”), Francisco Basallote comienza por ubicar, en orden cronológico, sus primeros pobladores: “Roma, primero”; luego, un “intervalo visigodo”; a continuación, en el poema “Estirpe”, alude al hecho cierto de cómo los judíos fueron los pioneros en la Sabika:
“Te engrandecieron
los hijos de Jacob
desde la antigua Gárnatha.”
Pero hay que decir que este control judío de la antigua Gárnatha Alyejud, en el lugar de la actual Torres Bermejas (que el poeta acierta a citar como epígrafe del poema, pues es lo único que queda del primitivo sistema defensivo de la antigua judería), fue una compensación que le dieron los musulmanes por los favores prestados por aquellos para su conquista.
Después, dedica un poema a los “Guerreros” que vinieron:
GUERREROS
“Del mar a la Alhambra por ríos de sedas exaltadas…” Antonio Enrique
De los lejanos oasis
de Persia, de los secos
pedregales de Arabia,
desde el Atlas vecino,
venían cargados de fe
y ausentes de nostalgias.
En sus ojos proeles el sueño
de paraísos prometidos
de palmerales de oro
y de hermosas huríes.
Fueron frontera los destellos
del sol, la colina se izaba
premonitoriamente roja.
Es una pena, pero tenemos que decir que este poema continúa la historia oficial impuesta por aquellos que conquistaron Al-Andalus, mantenida durante siglos; una historia que se basa en una estafa fundamental: la idea de que la península ibérica fue invadida y sometida por parte de ejércitos árabes, hasta imponerles la cultura árabe y la religión islámica. Y encima con el prejuicio de ser “gente fanática sin nada que perder”, que es lo que fácilmente se deduce de los versos “cargados de fe y ausentes de nostalgias”, sin más recompensa que “el sueño de paraísos prometidos de palmerales de oro y de hermosas huríes”, para la otra vida.
Hubiera bastado con leer el libro “La revolución islámica en Occidente” de Ignacio Olagüe (5), donde se afirma de manera categórica que “la expansión del Islam no se ha impuesto por obra de ejércitos extranjeros, sino por la acción de ideas-fuerza”, dadas las estrechas relaciones humanas existentes entre el sur peninsular y la costa norte africana. De manera que puede considerarse como cierta la arabización y consecuente islamización de la península sólo a partir de la primera mitad del siglo IX, una vez concluida la guerra civil entre cristianos unitarios y trinitarios, iconoclastas contra idólatras. En suma, “los conceptos religiosos se deslizaron hacia el Islam por su propio peso, como una superación del sincretismo arriano”, que impregnaba entonces a la masa monoteísta hispánica. Por tanto, la expansión del Islam no fue resultado de unas conquistas militares sucesivas y fulminantes, sino fruto de una civilización.
Por otra parte, es bien conocido que los mercenarios marroquíes vinieron en todas las épocas a la península a ofrecer sus servicios, primero a los romanos, luego “a los godos, más tarde a los emires y a los califas”. Es más, los ejércitos de esos jefes militares (ciertamente, muchos oriundos de fuera) estaban compuestos “por jefes germanos, elementos marroquíes y aventureros bizantinos y romanos que vivían en la región”, esto es, que vivían aquí. Por tanto, no fueron invasores, porque actuaron en su propia casa.
No fue hasta el siglo XI, con la invasión de los almorávides (Al-Murabitun, venidos de las regiones de la actual Mauritania), cuando esas fuerzas godas se transformaron en marroquíes, musulmanas y arabizadas.
Pero aún hay más, porque los últimos estudios genéticos han revelado que no hubo invasión árabe en la península ibérica, ni tan siquiera en el norte de África (6).
En este mismo terreno, cuando Francisco Basallote escribe el poema “En la Qubba de Yusuf”, desde el que recuerda “mejor algunas destrucciones”, ignora que el modelo andalusí de “qubba” asociada a un salón oblongo con alhanías precedido de pórtico, tal como el que describe en el Palacio de Comares, obra de Yusuf I (1333-1354), tuvo un precedente más antiguo, y está conservado en el palacio mudéjar de Don Fadrique, en el antiguo Monasterio de Santa Clara la Real de Sevilla, de manera que puede decirse que el modelo de Comares es deudor de la arquitectura castellana.
Una prueba más de que la identidad andalusí se sostiene sobre un sustrato humano autóctono de la península ibérica, que no fue sometida definitivamente hasta los inicios del siglo XVII, con el trágico episodio de la expulsión de los moriscos.
Por tanto, no se trata de recordar “algunas destrucciones”; se trata, más bien, de reconocer la “fusión de los horizontes”, para lo cual es menester poner a prueba los prejuicios. De ello depende “el encuentro con el pasado y la comprensión de la tradición de la que provenimos”, extrapolando las palabras que dijo acertadamente Hans Georg Gadamer sobre lo que es un texto. Porque “el horizonte del presente no puede por consiguiente en absoluto formarse sin el pasado. Tal como no existe horizonte del presente que pueda existir separadamente, no hay horizontes históricos por conquistar. La comprensión consiste más bien en el proceso de fusión de esos horizontes que se pretende aislar entre sí. Las obras clásicas son las que aseguran la mediación a través de la distancia temporal, el punto de la fusión de los horizontes, el punto de paso de la tradición” (7).
Así pues, de la misma manera que un texto comprende una “fusión de horizontes”, nuestro propio trasfondo cultural e histórico también comprende esta fusión. Algo que Gadamer ha sabido describir como nadie, y que es lo que hacemos permanentemente cuando interpretamos cosas, incluso desconociendo que dicho proceso de interpretación se está produciendo.
En resumidas cuentas, con la “fusión de horizontes” el discurrir histórico no puede presentarse como una temporalidad homogénea y casi lineal, dado que la percepción de la temporalidad varía, de manera que nosotros mismos nos “vemos absorbidos”, como en una experiencia estética. En este sentido, la poesía para Gadamer jugaba un papel primordial, en el orden de las artes, para “traer la verdad”, para “desocultar”.
Por tanto, el poeta no puede caer jamás en la tentación de hacer una “condena de la memoria” (“damnatio memoriae”), una práctica que se remonta hasta la antigua Roma, y que era conocida en el mundo helenístico, y mucho antes en Egipto. Se trataba de criminalizar el reinado de los antecesores, borrando sus nombres de las construcciones que se hubieran realizado bajo sus reinados, eliminando cualquier huella de sus existencias, incluso sus nombres (“abolitio nominis”). Una humillación moral, una condena judicial de la memoria, que ha persistido, con matices, a lo largo de la historia en numerosos pueblos.
Nada más impropio en un hombre que la destrucción del recuerdo. Porque esa intención de borrar (incluidas las variantes de tergiversar u ocultar) el pasado, supone una clara renuncia a una parte de nosotros mismos.
Por el contrario, el afán poético ha de ser por facilitar el conocimiento, liberar la historia y dar carácter de normalidad a un pasado que siempre se quiere oscurecer y desarraigar. Porque la historia es algo más que un tejido de luchas convulsivas por controlar el poder político.
Pese a todo, Francisco Basallote asegura la mediación, “el punto de la fusión de los horizontes, el punto de paso de la tradición”, con claros ejemplos de intertextualidad voluntaria, explícita, utilizando para ello algunos versos del poeta granadino Ibn Zamrak (1333-1394), que llegó a ser secretario de la cancillería real y primer ministro o visir, y de quien algunos de sus poemas decoran fuentes y paredes de la Alhambra, lo que le ha valido ser considerado “el poeta de la Alhambra”.
Por ejemplo, Ibn Zamrak compara la Alhambra con: “ un rubí en lo alto de esa corona”. Y Basallote como “la roja / estela de la historia: / el preciado rubí de Al-Andalus, / recuperado paraíso”, para hacer referencia inmediatamente a algunos momentos, a modo de cesura o ruptura, de la Granada Zirí (siglo X), como a algunos personajes que, más que personajes, son “episodios”. De hecho, la presencia de estos personajes, envueltos en “etapas sombrías”, no es más que una argucia, un anclaje, para que hagan mover la manivela del paisaje. De manera que los poemas en los que aparecen pueden ser considerados poemas “micropolíticos”, tomando sentido como atajos literarios para la reverberación de ciertas sensaciones “poéticas”, que podrían resumirse como “visiones violentas, paisajes extasiados”, si se nos permite retomar la expresión con que Rilke sintetizó su visión de España.
Para empezar, en el poema “Nombre” cita a Sawar Ben Handum, artífice (pese a la “furia de los muladíes”, esto es, los musulmanes nuevos) de la reconstrucción de la alcazaba, situada en el extremo occidental y más elevado de la Sabika (nombre del cerro donde se construyó, y donde el poeta anota bien en otro poema que hubo una “breve estancia” visigoda), y lo hace dentro de un “episodio”: el “incendio de Elvira”, cuya devastación fue fruto de una sonada división interna (“fitna”), provocada por la rebeldía de los muladíes que poblaban los parajes que tenían a Bobastro como centro neurálgico. La dominación de Elvira (Madinat Ilbira) inició una imparable descomposición como consecuencia de las interminables guerras, decidiendo su población abandonarla yéndose a refundar y potenciar la Granada del Albaicín.
NOMBRE
Revive el incendio de Elvira
con el viento que viene
desde Bobastro.
No puede Sawar Ben Handum
contra la furia de los muladíes
salvo reforzar la vieja alcazaba.
De noche el fuego
de su reconstrucción
encendió el rojo de su nombre.
Las sensaciones “poéticas” que el poeta quiere reverberar en este poema, evitando la extensión, la proliferación imaginaria que descarta toda la posibilidad de elusión, está muy clara: la imagen del fuego como centro de una escenografía que acaba dando nombre a la fortaleza: la Alhambra, la Colina “premonitoriamente roja”.
En otro poema “micropolítico”, el titulado “El signo escondido”, cita a Samuel Ibn Nagrella, el sabio judío que llegó a ser visir en las cortes de Habus Ibn Maksan (1025-1038) y de su hijo Badis Ibn Habus (1035-1075), una época caracterizada por una serie ininterrumpida de guerras, de crímenes y de rebeliones. A su muerte le sucede como visir su hijo Yusuf Ben Nagrela, que no tuvo ni el carácter ni la habilidad de su padre.
He aquí el poema:
EL SIGNO ESCONDIDO
“Venid a mi jardín a coger lirios que huelen a mirra” Samuel Ibn Nagrella
Lento,
el tiempo madura
la historia,
el lugar elegido
se ennoblece:
el visir Ibn Nagrella
enciende
los atardeceres
en su palacio
y escribe poemas
sobre tu roja alfombra.
La fuente de Salomón en su patio
es el signo escondido.
Este poema cuenta una idea compleja sobre el origen del Patio de los Leones como un conjunto pleno de significados judíos. Por un lado, se sabe que el proyecto de este patio se inspiraba en la fuente del palacio de Salomón, cuya taza reposaba sobre doce toros. Y por otra parte, es cierto que sobre la frente de dos leones está marcada la estrella de David o sello de Salomón. Por tanto, puede decirse que la fuente es un símbolo judío que representa a los doce toros que sostenían la fuente que Salomón construyó en su palacio. También “los leones de Judá” (como dice el poeta en el poema “Al-Yanna”) pueden representar a las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea. Y además, según algunos estudios, los leones parece que procedían de la casa del visir Yusuf Ibn Negrela, a quien Abu Ishaq de Elvira acusó —entre otras muchas cosas—de haber desviado para su provecho el agua de una fuente.
No obstante, hay que decir en honor de la verdad que la idea básica de este patio de inspiración claustral fue cogida de los cristianos, y la estrella de ocho puntas ya se conocía desde los primeros días de Islam en España, de manera que incluso los andaluces de las primeras diásporas la llevaron consigo, consolidando su presencia en las comarcas que habitaron.
Por tanto, en dicho Patio de los Leones no hay correspondencias esotéricas; lo que hay, por el contrario, son motivos que —al decir de Ibn Al-Jatib— “extasían la mirada y elevan el pensamiento”. El mismo Ibn Zamrak lo escribe a su manera en el poema que se encuentra esculpido en el borde de la taza de la fuente: “¿acaso no hay en este jardín maravillas que Allah ha hecho incomparables en su hermosura…?.” En suma, todos sus elementos no tienen otra función que la de aproximarnos a Allah.
Otro poema “micropolítico” es el titulado “Sangre”, en el que va más allá con atrevimiento, al incluir en el juego poético al “huésped inesperado”, es decir, lo “siniestro”, lo “inquietante”, lo que produce un desplazamiento lateral de la mirada. Digamos que aquí el poeta trae del pasado un hecho que resulta bochornoso o molesto, que dictamina una posible condena (a modo de “damnatio memoriae”) a los judíos de aquella época, convirtiéndose, por unos momentos, en “la conciencia culpable de aquel tiempo”.
Es realidad, se entiende este poema como la plasmación poética de una meditación moral en torno a un episodio horrible, adoptando el poeta el papel de lúcida conciencia formada sobre el fondo de una historia marcada por la barbarie. El recurso a las figuras de los judíos como testigos sustraídos de la historia oficial, contribuye a ello.
Ciertamente lo que dicho poema relata es un episodio cargado de tragedia. Se trata de la diatriba antijudía del alfaquí y poeta Abu Ishaq de Elvira, con la que Francisco Basallote quiere proyectar una apertura cultural que dote de sentido la catástrofe de la historia. Un poema el de Abu Ishaq que tiene tono general de arenga belicista, pero que tiene también cierto tono de elegía por un mundo que se pierde en manos judías, de manera que acaba convirtiéndose en un himno a la resistencia.
Era la época zirí de Badis Ibn Habus, el gran Badis, con el judío Yusuf Ben Negrela como visir; época caracterizada por un crónico malestar de la nobleza musulmana que culminó en el levantamiento general de ésta, siendo personificada en la diatriba de Abu Ishaq de Elvira la causa del terrible genocidio de la noche del 31 de diciembre de 1066, en que fue eliminada toda la nobleza judía en el entorno del palacio de Badis, el famoso Dar Al-Dic-Roh, (hoy el Huerto de Carlos, en la plaza de San Miguel Bajo).
Con esta diatriba o proclama, Abu Ishaq de Elvira instaba al gran Badis y a los musulmanes a poner la judería a raya, porque con el arrogante Yusuf Ben Negrela (nada que ver con su respetado y respetable padre, al que sucedió como visir) los judíos rompieron el pacto (según las reglas de la “dhimma”), traspasando todos los límites y alcanzando cotas de poder político que no les correspondían bajo un gobierno islámico. Porque Abu Ishaq de Elvira no fue sólo un poeta “adulador” o “alabador” que hizo panegíricos desmesurados (“qasidat sultaniyya”) para celebrar las victorias de los Sultanes (como hicieron también Ibn Zamrak o Ibn Al-Jatib), sino que es un poeta que comprende exactamente la historia, por tanto, no está condenado a postergarse, mostrando en todo momento su fe en la persistencia de la palabra liberadora.
El poema de Francisco Basallote dice así:
SANGRE
“¡Corre a degollarle, sacrifícale pronto, que es un cordero cebón! Con ninguno de su ralea seas menos duro...” Abu Ishaq de Elvira
En la proclama
del alfaquí el inicio
del Leviatán:
un poema
es el alfanje de Abu Ishaq
para los hijos de David.
Tanta embriaguez de sangre
enrojeció esta tierra.
Independientemente de que Basallote trate de “salvar” un suceso mediante una “aproximación fenomenológica”, está claro que la sensación poética que quiere reverberar en este poema, es conectar el rojo del alcázar con “el aliento de la sangre derramada”, habiendo logrado que los elementos más dramáticos —la sangre, el fuego— no pierdan ni un ápice de realismo a pesar del tratamiento impresionista —de trazos rápidos y ágiles— que reciben.
Pero como todo el mundo sabe, los hechos acontecen; ahora bien, las interpretaciones no son los hechos. Es más, los hechos suelen estar viciados por el enfoque adoptado. En consecuencia, las interpretaciones de lo ocurrido son irrelevantes. ¿Acaso no es verdad que todo se explica cuando ya sucedió?
Hasta aquí todo perfecto, pero se equivoca quien trata de hacer un juicio moral o condena de un hecho histórico por sí, porque hay que aceptar la historia tal como es sin recriminaciones. En este punto, desconfiamos de esa extraña caridad que practican algunos, enseñándonos con desastres a comprender lo que somos, o a librarnos de parecer lo que no somos, como hacen otros.
La consideración de esta diatriba de Abu Ishaq de Elvira como la legitimación de la violencia popular armada, mediando la poesía como metáfora del horror, es un tema de clara tendenciosidad judía. Se trata de encarnar el poema en reclamo, como imperativo de la memoria, esto es, como una lucha por la memoria frente a la desmemoria (que no falsificación, porque no es éste el caso) de la historia. Como si el objetivo fuera hacer memoria, construir memoria, esto es, revelar al ejercicio del poder en su política de ocultamiento y destrucción. La persistencia en recuperar esos hechos pasados o relatos testimoniales, haciendo referencia tanto a un lugar, una topografía de muerte, implica la posibilidad de la crítica, lo que llevaría finalmente a decir con el filósofo judío Walter Benjamin, que todo documento de cultura es un documento de barbarie.
En este contexto, el poema “Sangre” está acorde con la cultura contemporánea, obcecada con el recuerdo y los traumas sobre genocidio y terror de estado, teniendo como tarea el rescatar atropellos olvidados, silenciados o desarticulados, para conseguir un consenso general de la memoria en torno de la figura de la “víctima inocente” (sic).
El hecho de seleccionar estos “pasajes de fuego” como acontecimientos que deben guardarse en el recuerdo, implica activamente que en la historia predomina un olvido como memoria manipulada, como si la historia se mantuviera sustentada en la oposición “mal olvido” versus “buena memoria política”. Un procedimiento que adquiere la forma de una obligación ética —el “deber de la memoria”—, que muy a menudo se convierte en fuente de abusos, como tan acertadamente ha indicado Todorov (8). El abuso más común es poner el foco intenso en la memoria del pasado dramático, que afecta, no sólo a la forma de escribir la Historia, sino también a la forma de ver el presente, sobre el que se crea una nueva ceguera.
Por otra parte, la alusión en el poema a Leviatán contribuye a seguir creyendo en esa cómoda teoría que convierte el culto de la historia en culto de la personalidad, de una personalidad fetiche, dueña de todos los poderes.
Quizá no se comprenda que el lujo de la vida es su expansión, y la mayoría de las veces entre “celajes de ignominia y confusión”; en otras palabras, que el coraje de la vida (lo que mal se entiende como “poder”) es aceptar que al expandirse se divide, se descompone. Por tanto, hay que tener más destreza a la hora de evocar, como hechos objetivos, presentes, las referencias históricas, sin acompañarlas por la nostalgia o la culpabilidad. Está bien explorar el significado de ciertas personas para su época, pero sin mostrar recriminación o resignación sombría.
Es por eso que pensamos que “el viento del poder” no siempre “seca los corazones de los hombres” (al contrario de lo que el poeta opina en su poema “Intervalo visigodo”). No compartimos su parecer sobre el destino como “lo aniquilador”, como hace en el poema “Destino”:
DESTINO
Fue el tiempo niebla,
celajes de ignominia
y confusión, lento
discurrir de las cosas
en su río de oscuridades.
El poder era un símbolo
vacío en la negrura
de su rigor
y ciego ante el destino.
Estaba todo escrito.
Porque frente a la palabra del poder que queda cincelada en piedra para el futuro, queda la palabra combativa que sigue latiendo por debajo de la ortopedia de cualquier poder. Y esa palabra combativa no es otra que la palabra poética.
Para ilustrar esta verdad, que aparece cuando un mundo lleno de violencia alberga grandes talentos artísticos, había una gran escena en El tercer hombre, una película de espías en la que el personaje que interpretaba Orson Welles, se refería a que en Italia, en tiempos de los Borgia, donde el crimen era moneda común, a pesar de esa familia y de sus crueles acciones políticas, pudieron surgir Miguel Ángel, Leonardo, Galileo, Botticelli y el Renacimiento. Y añadía, “en Suiza, amor y fraternidad, 500 años de democracia y paz, y... ¿qué nos ha dado Suiza?: el reloj de cuco”. Pues eso: la creatividad artística y cultural se hace más evidente, más aguda, en períodos de tensiones históricas.
ITINERARIO
Francisco Basallote adopta siempre una actitud tranquila de contemplación, no como una actitud receptiva, pasiva, en el sentido de ser vegetativa, sino como un medio de llegar a la comprensión. Para él, ver no es suficiente (aunque tener ojos es una “suerte por tenerlos”, como escribe), sino que hay que meterse dentro de la cosa, concediendo pleno valor a la experiencia sensoria, concreta, inmediata. Y bien que lo hace, con entendimiento abierto a la naturaleza, con economía verbal y precisión, sin traicionarse con lo decorativo. Por eso elimina siempre la distinción entre sujeto y objeto, al contrario que hicieron los poetas andalusíes, tal como él mismo muestra en algunos epígrafes de sus poemas:
“Yo soy jardín que a la belleza adorna,
sabrás de mí si mi hermosura miras” (Ibn Zamrak).
“….yo soy en este jardín un ojo lleno de alegría…” (Poema en el Mirador de Lindaraja).
“Pues yo soy a manera del arco iris cuando amanece…” (Taca, en Sala de la Barca).
Así, cuando el poeta se acerca al espejo del agua, no advierte que éste sea una superficie de absorción (como lo es para Narciso), sino una superficie de reflexión. Porque él tiene por vocación poética encontrar un sentido, y no perderse en las apariencias, en la seducción de la imagen. Y dado que lo permanente —como nos hizo saber Hölderlin— “lo instauran los poetas”, lo que permanece debe ser detenido contra la corriente.
Para efectuar este reconocimiento, el poeta, tras entrar por la Puerta de las Granadas, donde pasa
“bajo el signo:
de las tres granadas cimeras
que pusieron los que ganaron
este sitio; mas no su cielo”
y beber en el Pilar de Carlos V “el agua con su sabor oscuro”, se adentra por todas las puertas: la de la Justicia, la del Vino, la de las Armas, hasta llegar a la Torre de la Vela, desde donde ve la ciudad como un “tapiz de la memoria”.
A continuación entra de pleno en el recinto alhambreño: Mihrab de la Sala del Mexuar, Patio del Mexuar, la fachada de Comares, Salón de la Barca, Salón de Embajadores, Patio de los Arrayanes, Patio de los Leones, Sala de la Dos Hermanas, Sala de los Reyes, Mirador de Daraxa, Sala de los Abencerrajes, Baño de Comares, Alberca del Partal, Palacio de Carlos V, S. Francisco de la Alhambra, y, finalmente, el Generalife, al que dedica un poema titulado “Jardín del Sol”, construido al estilo de los “collares” poéticos de los poetas de Al-Andalus. Tras detenerse un momento en el Patio de la Acequia, donde se lava las manos en la “Escalera del agua”, culmina la contemplación de lo circundante de manera tranquila con un poema, que es en su totalidad una perfecta sinécdoque, donde la elección de una parte (una formidable exhuberancia vegetal) alude al todo (“el esplendor perdido de todos los paraísos”).
DULCE AMALGAMA
Generalife
La dulce amalgama en la umbría
del ciprés y el magnolio
con el oculto acanto
y el laurel
y la higuera
bajo el castaño de Indias
junto al cañaveral
tupido de romero
y de trémulas rosas
y descendidas glicinias,
detienen el tiempo y sentimos
en las clepsidras abolidas
el esplendor perdido
de todos los paraísos.
En este poema se consuma la verdadera aprehensión del mundo vegetal, donde todos los elementos están tenidos en cuenta como formando parte de un mismo todo.
Algo que no advierte cuando está en el Albaicín, donde se pregunta “qué historia será escrita en estos pasajes de fuego”; no se detiene a ver este barrio de moriscos, con casas abundantes en agua, jardines, arrayanes y flores (auténticos Generalifes en miniatura).
Aquí habría sido oportuno tener en cuenta esa regla tradicional que dice que para hacer una casa se coge un puñado de aire y se le sujeta con unas paredes. Regla que se aplica a la arquitectura islámica, cuya característica principal es que ama el patio y odia la fachada. El muro, la pared, es lo esencial en este tipo de casa, cuyas tapias y paredes están dispuestas concéntricamente alrededor del patio, sobre el cual se abren todas las habitaciones principales, y en cuyo centro se oye la canción del surtidor o el chorro del pilón. De modo, que este tipo de casa enseña el encanto de la paz, de la vida íntima, del reposo, reuniendo en el patio todos los elementos que hagan amable la vida.
Los patios de la Alhambra: el Partal (residencia del sultán Yusuf III), Patio del Cuarto Dorado (construido por Muhammad V), Patio de los Arrayanes (iniciado por Ismail I, continuado por Yusuf I y terminado por su Hijo Muhammad V), Patio de los Leones (construido por Muhammad V), y Patio de la Acequia, la parte más importante del Generalife.
Así que tenemos patios cerrados, jardines cerrados (“hortus clausus”), pasillos cerrados, cuya decoración abstracta-geométrica-epigráfica, animada por el ritmo y la cadencia, invita al poeta a adoptar un espíritu contemplativo, de manera que —siguiendo a Ibn Zamrak—, ante la belleza de lo que contempla, acentúa el significado de lo visual, levanta, en definitiva, “los ojos a la luz”, para cobrar sus impuestos (sus alcabalas), en forma de:
“vergel
exuberante de luces escritas
en los hondos arcanos
del fuego de sus piedras.”
Porque:
“En la luz se fragmentan
los jardines y los palacios
como en la magia
de un caleidoscopio.”
La fraseología tiene grandes semejanzas con los mejores ejemplos de la lírica arabigoandaluza: “cantil de la mirada”, “cintura de plata”, “la música del agua”, “la lluvia malva de las glicinas”, “la plata desleída del río”, “crisol de la dulzura”, “la sangre de sus azaleas”, “el crepúsculo ciñe con su oro tu cintura y en tus senos de miel es luz tanta dulzura”, “el vértigo de su ambrosía”, “celajes de niebla”, “los labios encendidos de las rosas”, “los rubíes que orlan el brillo de sus labios”, “el sendero del tacto”, etc.
El jardín y las flores ofrecen o esparcen sus olores: la “dócil materia” o “dúctil materia” de los mirtos, tan frecuente en la obra de los escritores de Al-Andalus, y más tarde en poetas como Soto de Rojas, e incluso Góngora.
Aquí el poeta describe muy bien el tapiz vegetal del prodigioso jardín nazarí del Generalife, considerado como “esplendor perdido de todos los paraísos”, porque para sus creadores era un adelanto del Paraíso.
En el patio de la Acequia del Generalife:
“En el socaire de tus muros
los pétalos de las magnolias
perfuman el recuerdo
mientras sangra la salvia
en el seno del mirto.”
Esto es, remontando el tiempo hacia el acto genésico, lo efímero se vuelve duradero, premisa de todo buen poeta.
Es por ello que Francisco Basallote define la Alhambra como “la aurora del tiempo”, “la roja estela de la historia”, o el “rojo talismán del tiempo”, apareciendo ante nosotros desde lo alto de la Sabika como una peonza que rueda perpetuamente erguida sobre su punta; en definitiva, como una “gran escultura” del Tiempo.
Antonio José Trigo (julio-agosto de 2010)
NOTAS
(1).- Emilio García Gómez, “Al Aga Khan en la Alhambra”, ABC, 22 de abril de 1986.
(2).- Emilio García Gómez, ibidem.
(3).- Gastón Bachelard, “La intuición del instante”, Fondo de Cultura Económica, México 1986, p. 90.
(4).- Hans-Georg Gadamer, “Poema y Diálogo”, Gedisa Editorial, Barcelona, 1993, pp. 153-154.
(5).- Ignacio Olagüe, “La revolución islámica en Occidente”, Fundación Juan March, Ed. Guadarrama, Madrid, 1974. Aunque la primera edición de este libro fue en Francia en 1969, con el llamativo título: “Los árabes nunca invadieron España”. Resulta curioso que una vez agotada la tirada inicial de la edición en castellano, quedase relegado al olvido, apartado de los canales de difusión y blindado por los derechos de autor en propiedad de la Fundación Juan March. No obstante, pese al desprecio y ninguneo a que ha sido sometido por la historiografía oficial, Ignacio Olagüe (que seguía las tesis de Américo Castro) tiene en la actualidad varios continuadores de su línea de investigación, entre los que destacamos a Emilio González Ferrin, arabista y profesor de la Universidad de Sevilla, con su obra “Historia General de Al-Andalus”.
Incluso hemos leído en el último libro de José María Ridao unas reveladoras palabras respecto a las tesis de Olagüe, que no dudamos en transcribir por su lucidez:
“Las razones que aporta Olagüe para cuestionar la explicación de que ˝ejércitos árabes en número inverosímil hubiera desbordado por todas partes como la oleada de un maremoto˝, parecen más que suficientes, y resulta difícil no concluir con él que la hipótesis de la conquista de la península por fuerzas extranjeras constituye ˝un reto a la geografía y al sentido común˝. O por decirlo con todas las cautelas, resulta difícil no conceder que, hoy por hoy y pese a todo, la conquista sigue siendo precisa y solamente eso, una hipótesis, ni más verosímil ni mejor fundamentada que la que él propone en las quinientas páginas de su obra. (…)
»Por otra parte, y aunque Olagüe no hace mención de forma expresa, la incorporación de la península al sistema de legitimidad política musulmana representa una hipótesis plausible, no sólo para los inicios de la islamización, sino también para la posterior evolución de Al-Andalus.” (José María Ridao, “Contra la historia”, Círculo de Lectores, Barcelona 2009, pp. 86-89)
(6).- Leer el artículo “Genética e historia de las poblaciones del norte de África y la Península Ibérica”, publicado en el número de febrero de 2003 de la revista “Investigación y Ciencia”, y cuyos autores son: E. Bosch, F. Calafell, S. Plaza, A. Pérez-Lezaum, D. Comas y J. Bertranpetit, pertenecientes a la Unidad de Biología Evolutiva de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
(7).- Hans Georg Gadamer, “Verdad y Método”, Ed. Sígueme, Salamanca, 2002.
(8).- Tzvetan Todorov, “Los abusos de la memoria”, Editorial Paidós, Barcelona, 2000.
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