He aquí una melodía extraordinariamente profunda y meditativa propicia para escuchar con suavidad. Una flauta shakuhachi nos transporta a otro mundo... Se trata de 'la lluvia matutina'…
“Las cosas demasiado precisas no refuerzan la realidad, sino que atentan contra ella” Ernst Jünger
En el país del Sol Naciente podemos descubrir - entre otras muchas cosas - que existe todo un arte que nace de la experiencia de la pobreza, de la indigencia, y en cuyo centro está lo bello más que bello. Es el arte wabi, el arte zen por excelencia. Algo muy difícil de describir, en realidad tan imposible como la misma experiencia de lo bello, pero que se manifiesta en este arte ancestral a través de los arreglos florales (ikebana), la pintura suiboku (agua y tinta), la caligrafía de ideogramas, el tiro al arco, la ceremonia del té, el teatro Nôh, la excelsa poesía haiku, etc…
Todo esto hay que experimentarlo, vivirlo, para poder comprenderlo verdaderamente. Por otra parte, es importante intentar también articular esta experiencia, pero sin olvidar que por bien que confeccionemos un mapa éste no hace que estemos pisando de hecho el paisaje o la ciudad a que se refiere. Un dibujo de un pastel no quita el hambre, pero puede orientar, hacer caer en la cuenta de una posibilidad, abrir un horizonte… Daré más indicaciones a este respecto. Un precursor de este arte wabi japonés fue el creador del teatro Nôh, Zeami Motokiyo, el cual hablaba con frecuencia de yugen, la belleza escondida, y de ka, la flor. Ya viejo y achacoso había descubierto una flor más esencial - la flor inexistente, el ígneo lirio del amor eterno… - que aquellos momentos cumbre que había alcanzado como actor joven, una flor más íntima y única. Ya no se regía por cánones de belleza exteriores y descubrió que, incluso cuando faltan, la belleza escondida se revela. Surge del vacío, del silencio…
A este respecto quiero compartir una historia que considero en verdad bastante relevante… Recuerdo una ocasión, hace muchos años, en la que las palabras del Maestro Li Zeng impactaron profundamente a sus discípulos, hasta el punto que parecieron despertar en ellos una memoria perdida. Tras reponerse, se sintieron inundados de un nuevo y extraño gozo, que no podían describir. Ahora reproduzco algunas de las palabras del Maestro, aunque no obviamente de la manera exacta en que las pronunció pues mi memoria no es la de antes. Li Zeng dijo así: “En lugar de obstinarse en una tentativa apasionada y trágica por poseer la plenitud de la perfección, lo esencial para el buscador es embarcarse en el camino de un abandono cada vez más total. En lugar de alimentar la Nostalgia de lo infinito, los buscadores avanzados se contentan con lo insuficiente y hasta con lo caduco. Un ejemplo claro puede contemplarse en los jardines zen, muy limitados en el espacio, pero rezumando una intensidad sin igual. En lugar de usar preferentemente materiales nobles, bronce o marfil, eligen materiales corrientes como el barro cocido, el bambú, y prefieren la pintura monocolor. En lugar de buscar el refinamiento en la elaboración confían en la espontaneidad que brota de un corazón unificado. En lugar de complacerse en la tristeza por no poder alcanzar un ideal inaccesible, encuentran su gozo en la acogida del momento presente. De esta manera, cualquier realidad puede llegar a ser revelación de la belleza absoluta…”
No es sólo que las palabras del Maestro fuesen pura poesía, que estuviesen investidas de una luminosidad extraordinaria, sino que además era fácilmente perceptible la concordancia absoluta existente entre lo que era todo su ser con aquello que transmitía. De ahí la fuerza inmensa de su expresión, que era pura energía. Tras un rato de silencio, los discípulos comentaron a Li Zeng que querían saber algo más al respecto de lo que les había contado. Con una gran reverencia, él pronunció sus últimas palabras por aquel día. Y dijo de esta manera: “La obra de arte wabi es ante todo un testimonio del despertar del corazón del artista y a su vez puede convertirse en un detonador del despertar en quien la contempla. Os pondré como ejemplo un haiku del más famoso poeta japonés, Matsuo Bashô
Sobre la mar oscura
el grito pálido
de un pato salvaje.
La obra de arte auténtica ha de ser de una calidad, de una simplicidad extremas. No debe acaparar la atención del que la contempla: no es más que el humilde agente de un descubrimiento de la simplicidad inmensa de las cosas, un camino que se recorre y se olvida... Lo importante no es el grito pálido del pato, sino la inmensidad de la mar oscura que permite percibir… El wabi se caracteriza por su connaturalidad con el silencio, el vacío… es un trazo, un gesto, un ademán nada más…”
Tal y como dijo el Maestro, así era, pues sus propios discípulos tuvieron la oportunidad y la suerte de practicar algún tiempo el suiboku con él. Para ellos fueron completamente inolvidables aquellas horas pasadas en su pequeña casa, sentados en el suelo, con un papel sobre una tela de fieltro, una barra de tinta hecha de hollín de madera de pino quemada y cola, un tintero plano de piedra, unos pinceles de pelos de animal de diferente suavidad y sobre todo alguna rama de flor. Lo primero era hacer la tinta. Li Zeng solía empezar a escribir, a pincel, en cuanto percibía el aroma de la tinta, y esto era señal de que estaba concentrado. En el suiboku se trata de pintar el alma de la flor, pero primero hay que llegar a dominar la técnica hasta el punto de que uno pueda olvidarse de cómo lo hace. Así que los discípulos ensayaban infinitas veces una hoja de bambú o pétalos de ciruelo… y seguían ensayando todos los días. Muchas veces les salían hojas paralelas y el Maestro les decía que la naturaleza no era así, que cada cosa es diferente y única…
“Se pintan las flores marchitas lo mismo que los capullos o las que están abiertas, la realidad tal cual. Pero no se pinta el realismo objetivo sino el alma, lo que no se ve. Una flor u hoja mira la otra, hay un movimiento entre ellas. Casi nunca queda plasmado en el papel el arranque del tallo de la flor y tampoco necesariamente el final, por ejemplo, del bambú. Lo que se plasma es un momento de un movimiento que viene del infinito y va al infinito. El brazo está suelto, No se apoya, traza un gran movimiento y sólo toca un momento el papel. Además es imposible detenerse largo tiempo en un punto, porque se produce una mancha. Tampoco se puede repasar una línea. Se combina esta espontaneidad del movimiento del brazo con el movimiento del mismo papel, que al entrar en contacto con el pincel se levanta ligeramente. Sólo se le sujeta por un lado, pero nunca se le condena a la rigidez. Las líneas son muy simples. Los tonos, siempre a base de la misma tinta negra, se consiguen usando más o menos agua, un pincel más o menos seco, rozando sólo con la punta o apoyando toda la anchura del pincel…” dejó escrito Li Zeng en uno de sus tratados sobre el suiboku. Por eso, dentro de este contexto, no debe extrañarnos que, en referencia a este arte, se hable de ‘pintar sin pincel’ o ‘pintar el blanco’. De hecho, la parte que no se ve es la más importante, y muchas veces el blanco ocupa la mayor parte del cuadro. Resalta su gran simplicidad y el particular sentido de belleza, que surge del uso de tonalidades negras y de los espacios vacíos. En fin, es el arte wabi un antiquísimo arte zen, que ya se cultivaba en la época Tang de China, centrándose allí sobre todo en paisajes, pero que ha tenido un desarrollo muy potente en Japón…
Ante las magistrales lecciones del Maestro Li Zeng, que es el protagonista de este post de hoy, recuerdo que una ocasión uno de sus más aventajados discípulos, muy diestro por cierto en el tiro al arco, le preguntó: “Si no he entendido mal, la observación de las cosas necesaria para la pintura oriental por parte del artista consiste en una penetración total de la realidad invisible de las cosas, hasta que el latido del alma se identifique con el latido de la vida cósmica que todo lo penetra, sea grande o pequeño, orgánico o inorgánico. Supongo que esto sólo puede conseguirse por medio de una concentración intensa de todas las potencias del alma… es decir, que la observación del mundo exterior al mismo tiempo es penetración en la interioridad del espíritu”.
A este comentario el Maestro le respondió: “Así es, así es. En el arte wabi lo que aparece es la realidad, la talidad de las cosas, no propiamente el artista, éste ha desaparecido. Esto lo has descubierto tú mismo cuando te he enseñado el arte del tiro al arco, el Kyudo. Mira, durante mucho tiempo, cuando el gran maestro de Kyudo Eugen Herrigel empezó a aprender el tiro al arco y tú y yo ni siquiera habíamos nacido, le pareció absurdo e imposible; tenía que soltarse sola la flecha sin que él disparara y además tenía que dar en la diana sin que apuntara. Tardó cinco años hasta que esto un día ocurrió. Entonces su maestro de tiro al arco se inclinó. Él le agradeció el gesto, pero el maestro se indignó: ‘¡Llevas tanto tiempo conmigo y aún eres capaz de creer que me he inclinado ante ti! Me inclino ante Ello que ha tirado…’”
Para concluir, hay algo que debe quedarnos muy claro: el Arte de la Sugerencia es lo que visualmente nos quisieron transmitir no solo los artistas wabi del antiguo Japón sino también los paisajistas taoístas de la antigua China, por citar dos ejemplos de la sabiduría ancestral del Extremo Oriente. La sensibilidad de aquellos artistas hacia la dialéctica entre forma y vacío, entre ser y no ser, les condujo a poner una gran atención a los detalles. Aquellos espacios crepusculares y vagos donde nada segrega el ser; aquellos lugares misteriosos donde las cosas acaban y vuelven a la nada; las formas fundiéndose en el vacío… Este misterio del ser y del devenir, de la transformación eterna de formas en vacíos y de vacíos en formas por la danza cósmica de la energía primaria, la sugirieron en concreto los taoístas mejor que nadie y lo hicieron a través de la gradación de trazos y sombras y por el uso de difuminados. Así, el juego de neblinas y sombras que ocultan las montañas haciéndolas emerger de la nada es un medio de expresar el misterio de la dialéctica entre el ser y el no ser…
El artista europeo que mejor ha penetrado este misterio es sin duda Leonardo da Vinci. No es por casualidad que los fondos de paisaje de sus cuadros parezcan paisajes chinos. Tienen, en efecto, la misma vaguedad cargada de ritmo vital que las pinturas taoístas de la antigua China, con las que comparte el gusto por los tonos sepias y ocres. En la pintura de Leonardo, el ser parece disolverse en una epifanía del devenir, como por instantes de altísima suspensión, instantes perfectísimos; momentos bellísimos detenidos en el momento en que el declinar de la hora los encamina a su desaparición; presentes armoniosísimos, pero como quebrantados por el sentimiento de su imposibilidad de repetirse…
A los paisajistas taoístas, como a Leonardo, es preciso acercarse en esta clave de una visión suspendida, como cernida entre dos parpadeos, y así se puede gozar en ellos de la alegría caduca que nos da la esencia huidiza de la belleza del mundo, fijada por estos pintores geniales e iluminados en la perfección de una hora que está a punto de desfallecer. Y, sin embargo, solo lo fugitivo permanece y dura…
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