Philip Glass es, sin duda, uno de los mayores genios de la música contemporánea. Entre otras bandas sonoras, compuso la de la película “Las Horas”. He aquí su versión más extendida...
De la misma película, por la que Glass obtuvo un Óscar a la mejor banda sonora, podemos escuchar también Dead things – Cosas muertas.
Y, finalmente, The Kiss – El beso
En este blog escribí en una ocasión sobre la filosofía, o, mejor aún, sobre la ‘mística’ de Ludwig Wittgenstein. Desde entonces he seguido estudiando al personaje, y la verdad es que todo lo que leo sobre él me conmueve. Más de una vez he encontrado entre él y Samuel Beckett rasgos comunes. Dos apariciones misteriosas, dos fenómenos que nos agrada que sean tan desconcertantes, tan inescrutables. En los dos la misma distancia respecto a los seres y a las cosas, la misma inflexibilidad, la misma tentación del silencio, de la repudiación final del verbo, la misma voluntad de toparse con fronteras jamás presentidas... En otra época les hubiera fascinado del Desierto. Sabemos hoy que Wittgenstein pensó seriamente, durante una de sus crisis, entrar en un convento. En cuanto a Beckett, es fácil imaginarlo hace unos cuantos siglos en una celda totalmente desnuda, sin la más mínima decoración, ni siquiera un crucifijo. Quien piense que divago solo tiene que observar la mirada lejana, enigmática, ‘inhumana’ que tiene en algunas fotos… Y hoy quiero hablar precisamente sobre Beckett y su obra… Para siempre ir más allá…
Como introducción, me encantaría compartir primero algunos pensamientos muy oportunos de Osho y que se encuentran en dos de sus más excelsas obras, “El verdadero sabio” y “El bote vacío”. He extraído algunos fragmentos separadamente pero cuya conexión entre sí está bastante clara. Dice así el sabio hindú: “Me gustaría empezar con la hermosa obra de Samuel Beckett ‘Esperando a Godot’. Es absurda, tan absurda como la vida misma, pero el mismo absurdo de la vida, si es comprendido correctamente, se convierte en una indicación de algo importante y que está más allá… Se alza el telón: dos vagabundos están sentados esperando a Godot. ¿Quién es ese Godot? Ellos no lo saben; nadie realmente lo sabe. Incluso una vez, cuando a Beckett se le preguntó ‘¿quién es ese Godot?’, contestó: ‘Si lo hubiera sabido, lo habría dicho en la obra…’ – Uno puede mirar hacia delante esperando algo y simulando que algo va a suceder. Y no sucede nada. Por esto, la obra de Beckett nos muestra primera y primordialmente que una de las verdades fundamentales de la vida humana es que nunca sucede nada. Parece que suceden millones de cosas, pero nunca sucede nada. Uno continúa esperando y esperando y esperando; esperando a Godot…
¿Por qué, dentro de este contexto, la mayor parte de los personajes de Beckett son vagabundos? Porque esos vagabundos son la Humanidad personificada. El hombre es un vagabundo. ¿De dónde vienes? No lo sabes. ¿Adónde vas? No puedes responder a esto. ¿Dónde te encuentras ahora mismo, en este momento? A lo sumo puedes encogerte de hombros. El hombre es un vagabundo, un nómada, sin un hogar en el pasado, ni un hogar en el futuro. Un vagabundo deambulando sin parar, continuamente. Beckett está en lo cierto: sus vagabundos son toda la Humanidad …
Hay una segunda gran verdad en toda la obra de Beckett, una verdad fundamental respecto a la Humanidad : No hay ningún lugar al que ir. Hemos estado yendo y yendo y yendo de un lugar a otro, de un estado de ánimo a otro, de un plano a otro, de un nivel a otro nivel. Y no solo no hay manera de librarnos de nosotros mismos sino que realmente no hemos llegado a ninguna parte. ¿Hemos llegado a alguna parte? ¿Podemos afirmar que hemos llegado a alguna parte? La geografía no tiene aquí nada que ver, quien piense en ella es que no ha entendido nada... En esta vida todo es una partida. Siempre es una partida; nunca hay una llegada. Los trenes siempre están partiendo, los aviones siempre están partiendo, la gente siempre está preparada en sus salas de espera. Siempre partiendo, nunca llegando a ninguna parte. ¡Qué absurdo! Pero tú nunca te planteas esto…
Por último, en la obra de Beckett, surge una tercera y gran verdad fundamental a raíz de esta pregunta: ‘¿Quién eres?’. Porque lo verdaderamente importante no es preguntar quién es Godot. Tú lo has creado; tus dioses son tus creaciones. Olvídate de lo que dice la Biblia : que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza… Éste es Godot. Ésta es tu creación. Es tu sueño. Sea como sea has de sentirte importante, algo: has creado al Dios de los cielos. Dios no ha creado al hombre, Dios no ha creado al mundo. Como bien supo ver Nietzsche, y lo vio con meridiana claridad, es el hombre el que lo ha ideado todo… Por tanto, una verdadera pregunta, para que sea auténtica, no dice jamás quién es Dios, sino que pregunta: ‘¿Quién soy yo?’ Cuentan que un astrólogo inquirió repetidamente a Buda para que le dijera quién era. A cada cosa que decía el astrólogo - que si era un emperador disfrazado, o un ángel del paraíso, o un ser humano… - Buda no respondía nada, hasta que, ante su insistencia, dijo: ‘No, no soy nada de eso. ‘Yo’ no soy nadie, no pertenezco a forma alguna, a ningún nombre…’ Esto es lo que Buda quiso decir: el hombre más grande no es nada. Y, por ello, al no tener forma, es inconmensurable. Pero nadie consiente en su nada original. Nos definimos, nos nombramos, nos partimos, y nos creemos ‘alguien’. De aquí surgen todos los conflictos… Pero en realidad no somos nada. Y esta es la tercera gran verdad fundamental de la obra de Beckett…” Hasta aquí, Osho.
La esencia de este vagabundo que es el ser humano es nada. Por esto, no hay ningún lugar adonde ir, nada que esperar ni nadie a quién dirigirse. Esto es luz y esto es libertad. Solo así se regresa a la fuente original, más allá de las religiones, de los dogmas y de las iglesias, de los estereotipos sociales, y de todo tipo de ideologías, que son estructuras de poder dirigidas por una elite de farsantes profesionales que someten a sus fieles a una heteronomía, a una idea que no tiene entidad propia, y de la que se proclaman sus portavoces. A ellos les interesa “Dios” (o el “Estado” o el “Partido”) para someter al hombre a un nomos esclerotizado, “consagrado” por la tradición (que por otra parte es cambiante y depende del capricho y de la moda de cada época), porque no les interesa que el hombre se pregunte por sí mismo, porque no desean que el hombre se libere asomándose a sus propios abismos… Se aprovechan, como decía Nietzsche de que “pocos hombres tienen el valor de enfrentarse a lo que realmente saben”. Y esto siempre ha sido así, ¡y es tan fácil, tan fácil de verdad Verlo desde lo vertical!
Beckett, obviamente, lo vio… Hace algún tiempo, pude contemplar en la televisión una grabación maravillosa y magnífica de una obra de teatro de Beckett representada en París, en el año 1970, por al actor Jack MacGowran, el cual recitaba para sí mismo algunos poemas del dramaturgo irlandés y también fragmentos de su novela y de su teatro. No creo haber visto nunca a un intérprete identificarse hasta tal punto con una obra: ni siquiera el autor hubiera mostrado más convicción y fervor. Totalmente absorto en sí mismo, parecía indiferente al mundo exterior e incluso a la idea misma del público. Con su atuendo de mendigo, de un dios-mendigo, se movía en círculo como para expresar mejor que no se dirigía a ninguna parte, que no se dirigía a nadie… Este genial actor irlandés oficiaba, que es mucho más que recitar o actuar. No olvidaré fácilmente el sobrecogimiento que sentí cuando le oí pronunciar con una claridad definitiva la frase: “Lamento haber nacido”. Creí haber descubierto de repente la clave de los personajes de Beckett, me pareció que todos ellos hubieran podido proferirla, que, en efecto, la proferían de otra manera, que ella constituía el fondo de sus apotegmas y de sus bagatelas. Son seres que se extrañan de estar vivos, que ignoran lo que se llama una vida…
Sólo se es libre cuando se vive como si no se hubiera nacido, como si, en la hipótesis de una elección anterior a la existencia, hubiésemos articulado un ‘no’ inequívoco. Cuando nos hemos convencido del desastre que representa el nacimiento, toda espera es una espera sin objeto. “El fin está en el comienzo y sin embargo continuamos” dice Hamm. Como él, Vladimir y Estragón [todos ellos, personajes de Beckett] no esperan nada ni a nadie: para ellos no vendrá nadie, nadie ha venido nunca. Incapaces de aceptar la calamidad de haber nacido, no saben porqué están aquí. ¿Con qué horizonte podrían contar cuando el “paraíso”, quintaesencia y símbolo de toda espera, sólo es apenas imaginable en el espacio anterior al nacimiento, anterior a la historia e incluso anterior al ser? El ser, reconozcámoslo, no ha satisfecho nunca a nadie. Consentir en procrear es un verdadero atentado contra el saber, contra el conocimiento, una empresa que parece inconcebible cuando se piensa en las ventajas de la inexistencia, en el milagro de una virtualidad no degradada en acto. El nacimiento no es el signo de la decadencia, sino la decadencia misma. “¡Canalla! ¿Por qué me has hecho?” le dice Hamm a su padre confinado en un cubo de basura. Es difícil, es imposible creer en la existencia de alguien que, aunque sólo sea para sí mismo, no haya pronunciado alguna vez semejante reproche. Por todas partes, como bien sabía Freud, no hay más que padres culpables, devorados por el remordimiento, frente a sus vástagos furiosos de existir. No se puede perdonar a los genitores y en este sentido se debería acusar de crimen más que de pecado al primero de ellos…
“Pensadlo, pensadlo, estáis en la tierra sin remedio”, dice también Hamm. Pero él no se mata, él está más allá del suicidio, como lo están igualmente Estragón y Vladimir, quienes, a fin de cuentas, son superiores a la cuerda alrededor de la que dan vueltas. Para matarse hace falta tener algo que matar o al menos hacerse cómplice de la propia negación. Precipitarse a la muerte sería identificarse con algo, ceder a la seriedad, arruinar la ironía. En general, a los personajes de Beckett les repugna hacer gestos “importantes”, retroceden ante toda ocupación que pudiera colocarles al mismo nivel que sus semejantes. Ellos no tienen semejantes. Mejor dicho, ni siquiera son mortales. ¿Qué son entonces? No se sabe. Leemos en uno de los libros más bellos de Beckett, cuyo título, ‘Textos para nada’, es, cosa rara en él, al mismo tiempo un comentario: “¿Adónde iría yo si pudiera ir a algún sitio, qué sería yo si pudiera ser algo, qué diría yo si tuviera una voz que hablase así, pretendiendo ser yo…?”
Maravilloso y esclarecedor lo que podemos leer en este blog sobre Samuel Beckett y la necesidad de silencio:
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