LA OBRA DE ARTE
Habla.
Pero
no separes el no del sí.
Da
a tu sentencia también este sentido:
dale
la sombra. Paul Celan
I
Ya
nos hemos situado, como mortales, en el lugar donde nos ubica
Heidegger,"morando en aquello en que los mortales están: en las
cosas". Cosas que lejos de aplanarse en la nivelación de la planificación
de los objetos, en cierta forma, se jerarquizan y, en esta jerarquía, hay una
que nuestro pensador privilegia como la cosa más originaria: la obra de arte;
la cosa entre las cosas que según él está preñada de un destino profético, un
destino revelador.
"El
arte es objeto de contemplación y no de necesidad", formulaba,
sintetizando la tradición, la alta escolástica. Contemplación que se
corresponde con el "gozo desinteresado" kantiano, con "el placer
desprovisto de todo interés". Gozo ínsito a lo contemplado y no a su
utilización o gratificación posterior. Inserto en este ideario estético -y a la
vez, deslindándose de cuanto de subjetividad pueda tener esa concepción-
estética-, Heidegger señala que la obra de arte es "sin para qué",
que la obra "no tiende a nada" y es en sí misma "presencia
autosuficiente". Presencia que no extrae su valor, su ser, de nada
anterior o ulterior a ella misma, ni de ella, ni de ser experimentada,
"vivenciada" y valorizada, por su posible espectador. Es por esto
que, para la voluntad de dominio, la obra de arte es lo no-útil, lo inútil.
Inutilidad del arte gracias a la
cual se sustrae a la manipulación utilitaria, gracias a la cual mantiene su
valor. Inutilidad que es el nombre vulgar y profano dado a su gratuidad.
Para
apreciar más nítidamente sus rasgos de gratuidad, debemos emplazar la obra de
arte ante el horizonte mismo del que ella se sustrae, el horizonte de la
utilización sobre el que todo es a priori captado. Verla como lo
"abierto" y "aclarado", en medio de la infatigable noche
del materialismo y su pragmatismo; materialismo que, según Heidegger, riñe con
toda posibilidad de gratuidad, o, en última instancia, de gozo de lo inútil, de
lo que no entra en la producción, de lo recibido como donación:
La
esencia del materialismo no consiste en la aseveración de que todo es mera
materia, sino más bien en una determinación metafísica según la cual todos los
entes aparecen como material de trabajo… la tierra y su atmósfera se convierten
en materias primas. El hombre se convierte en material humano uncido a las
metas propuestas.
A
este primer rasgo, el de la gratuidad de la obra de arte, debemos agregar ahora
otra particularidad, su unidad. La unidad del combate tan mítico como arcaico:
"la lucha entre la tierra y el mundo", combate unificante, cuya
unidad se revela, revela ser, la misma obra:
En
la lucha se conquista la unidad del mundo y la tierra y, ambas, permanecen
juntas en la unidad de la obra de arte.
En
el combate esencial, los elementos en lucha se elevan mutuamente en la
autoafirmación de su esencia.
La
obra de arte es el escenario y resultado de esa lucha, es su unidad y,
simultáneamente, es la escisión de los luchadores, del conflicto entre los
litigantes. En esa escisión -como en tantos otros contextos en el entre o en la
diferencia- la obra se establece como "unidad" y en esa unidad se
mantiene, se custodia, el "conflicto". Conflicto y cisura que es
apertura para el surgimiento y manifestación de la obra en su dinámica unidad,
en su inagotable revelación.
La
tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y
por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes
entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la
tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo
y la tierra no muere de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tiene
nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por
encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado,
pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a
englobar al mundo y a introducirlo en su seno.
Arena
y resultante de este combate, la obra de arte pone en equilibrio la lucha
incesante de dos elementos irreconciliables: el mundo del hombre, que, aún sin
caer en un craso racionalismo, busca iluminar la realidad, y la opacidad de
esta realidad en su densidad de tierra -madre y tumba- que se esfuerza por
reabsorber todo en su insondable noche oscura.
El
mundo y la tierra se desgarran mutuamente y ese desgarro, ese combate, se abre
obra de arte. Porque no hay luz sin sombras ni sombras sin luz, no hay
inteligibilidad del mundo que no arraigue en lo ininteligible de la tierra: no
hay manifestación sin ocultación. No hay armonía, no hay reposo sin combate.
El
ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la
tierra… Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el
reposo de la obra que reposa en sí misma.
II
Como riñas entre amantes –escribe
Hölderlin- son las disonancias del mundo. En la disputa está latente la
reconciliación y todo lo que se separa vuelve a encontrarse. Las arterias se
dividen, pero vuelven al corazón y todo es una única, eterna y ardiente vida.
Observemos
ahora más cercanamente a los luchadores, a la "riña entre amantes" de
la tierra y el mundo, de lo óntico y lo ontológico. O, para nombrarlos al modo
nietzscheano, a Dioniso -"ese misterioso fondo de nuestro ser cuya
manifestación somos nosotros"- y Apolo -"la divinización del
principium individuationis, que a su vez nos sale al encuentro, que es el único
en el cual se cumple la eternamente alcanzada meta de la unidad primitiva, su
redención por la apariencia"-, definiéndolos, pero no separándolos, con
las exactas palabras con que lo hace Nietzsche.
En
un polo, distinguible pero indivisible -como toda la realidad-, encontramos la
tierra. Tierra que especifica y presentifica el aspecto de materialidad de la
obra, su opacidad y ocultamiento. Opacidad que lejos de plegarse en sí muestra
su esencia en su dar a luz e, indesentrañable, se oculta en su permanecer y
arraigar.
De
ella, la tierra, nos dice Heidegger:
Aquello
hacia donde la obra de arte se retira y eso que hace emerger en esa retirada es
lo que llamamos tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. Sobre la
tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el
momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí.
Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La
obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le
permite a la tierra ser tierra.
A
través de este aspecto de raíz, de su raigambre nocturna -que para un
observador superficial parecería la negación de toda expresividad- la tierra se
muestra como lo imponderable e inagotable de la obra de arte. Como el enclave
en que se custodia el sentido que no agotará ninguna significación, que ningún
mundo terminará de iluminar, que en ningún mundo se aclarará finalmente su
oscuridad. Opacidad, carnadura y espesor al fin, riqueza de lo imponderable,
que abre nuevos mundos; mundos a explicar siempre ulteriormente pero nunca
definitivamente. Juegos de luz y sombra, matices y escalas, en cuyo claroscuro
los mundos históricos se encienden o se apagan, y la aventura humana comienza
una y otra vez.
Mientras el mundo es el tejido de
significaciones, entramadas y desplegadas en la obra de arte, reunidas
epocalmente en su unidad, la tierra es el núcleo que se propone siempre a
nuevas lecturas que abren mundos alternativos, campos de posibles, para cada
época de este mundo.
Podríamos vislumbrar la mutua relación diciendo que
el mundo es el flujo de la manifestación mientras la tierra es el reflujo de la
ocultación; flujo y reflujo en cuyo movimiento, en cuyo vórtice, se realiza la
unidad de la obra. Así, la tierra, que se cierra en su profundidad sin fondo, pertenece
al mundo como su misma y recíproca manifestación que abre y aclara.
La
obra, obra de arte, echa sus raíces en la tierra, en la tierra que pulsa por
manifestar, por iluminar. La obra lo hace porque para ser ella tiene necesidad
de la materia, de la resistencia de la piedra, la dureza del hierro, la
ductilidad de la arcilla, el esplendor de los colores, la trémula transparencia
en la que vibra la música, la verbalidad de las palabras o, necesita incluso,
de la desnudez del vacío que arropa y ordena la arquitectura. Estos no son
simples materiales de trabajo, materia utilizable o descartable, materiales de
los que pudiéramos ser capaces de adueñarnos y agotarlos en nuestra
utilización, de disecarlos según nuestra necesidad. No podemos, podríamos
decir, sino pedirlos prestados a la tierra, tomarlos para conducirlos, no
arrancarlos para servirnos de ellos.
El
esplendor de los colores o la opacidad de la piedra, se muestra en la obra en
cuanto no los busquemos utilizar, sino, diríamos, mientras los dejemos
aparecer. Arrancada del templo en la que se incrusta, la piedra vuelve a caer
en lo pétreo, en la oscuridad, en la mudez... en la espera. Ciertamente podemos
medirla y pesarla, pero sólo obtendremos una cifra, nunca más nos dará la
emoción de verla arquearse bajo el peso de la bóveda que sostiene, arquearse
para curvar un espacio, para remedar al cielo. El color que brilla en un cuadro
se desvanece ante el análisis físico, las palabras que nos abren mundos de
resonancia enmudecen cuando las reducimos a objetos de un estudio lingüístico,
cuando encerramos sus resonancias y sus ecos en la estructura gramatical, en la
estrechez de los códigos.
Estas
cualidades, este, su misterio, no se susurra sino en cuanto permanece
racionalmente incomprendido, inviolado por la razón. La obra de arte, como el hombre, como un dios o como todo arcano, no
busca ser explicada, busca ser soportada como imponderabilidad última: ser
respetada como misterio. Custodiada como lo que es.
La
relación propia con lo extraño no es la persecución de algo, sino el dejarlo
reposar como reconocimiento de la ocultación…
Quizá
hay modos de la ocultación que no sólo preservan, conservan y se sustraen así
en un cierto sentido, sino que más bien confieren y otorgan, de un único modo,
lo que es esencial.
La
tierra no se abre sino cuando su secreto está protegido, se abre desde allí,
desde donde un margen de ocultación queda salvaguardado, permanece respetado.
Sólo la obra de arte realiza esta mostración, esta develación que no es
violación; mostración que no busca demostrar ningún argumento: busca mundo
donde mostrarse. El mundo que se integra a esa tierra, a lo que ella tiene de
oculto, reconociéndose como suyo. Reconociendo en la tierra y en esa tierra su
fundamento abismal, oculto y nocturno, pero esencial e iluminante.
No
hay obra de arte que no pertenezca a la tierra, no hay obra de arte que no sea,
en lo abierto, testigo histórico de esa misma tierra.
III
En
otra de sus innumerables facetas, en una de sus más radicales, la obra de arte
se manifiesta como aquella cosa que, lejos de confinarse a la región de lo ya
abierto del mundo, abre, ella misma -abre instaurándola- una apertura en lo ya
abierto: dilata lo abierto, libera apertura. Si la obra de arte tiene un
alcance ontológico, si posee la capacidad de hacer manifiesto al Ser, lo deja
llegar a la presencia, ello significa que abre épocas: abre e instaura una
expansión de sentido en lo ya significado del mundo.
Esta
expansión de sentido es, a la vez y consecuentemente, el carácter crítico de la
obra de arte: la puesta en crisis de todo mundo cerrado y sistematizado, de
toda ilusión de clausura, de toda defensiva contra la alteridad. La puesta en
crisis del mundo desde el cual la observamos, el mundo en el cual la novedad de
la obra, su sentido y orden de significados, no se inserta plácidamente, sino que,
entrando en él, lo pone en cuestión. Lo hace estallar desde dentro, lo estalla
expandiéndolo. Abriéndolo. Volviéndonos a interrogar.
La
experiencia contemplativa de la obra de arte, en cuanto que encuentro con un
mundo completamente distinto, original y originante, no se ciñe a modificar o
articular de otro modo el mundo al que pertenecemos, el mundo en el que acaeció
su evento instituyente. Se limita,
simple y radicalmente, a rechazarlo en su totalidad, no dejándose insertar en
él, no dejando ser inventariada y fagocitada por él. Acomodarse
imperturbablemente a él sería seguir moviéndose en el interior de una
determinada apertura histórica sin ponerla en tela de juicio, sino sólo
desarrollándola, modificándola, creando nuevas combinatorias, es decir, siendo
meramente un adorno más u otro ornamentando en su interior.
Encontrarse
con una obra de arte, acogerla como tal, tampoco podrá significar contemplar
estéticamente su perfecta adecuación consigo misma, su perfección circular, su
en-sí clausurado, ni el placer que se deriva de su contemplación será, como nos
ha habituado nuestra tradición occidental, complacerse en la quietud del reposo
alcanzado, de la experiencia acabada. En la perspectiva crítica de la obra de
arte -la del evento instituyente que instituye un mundo cuestionando al mundo-
esta tradición consoladora de la obra es rechazada por su estrechez: la de
caber en sí, la de cerrarse. La perfección o logro de la obra, se consigue en
la medida en que esta, lejos de proporcionarnos un lugar de reposo y quietud,
es capaz de estimular un movimiento, una irradiación, una transvaloración. Esta
es su fuerza instituyente y originante. Esta la consecuencia de toda nueva
manifestación del Ser, de toda dispensación suya que rebasa a todo ente, toda
cosa y, en su mayor altura, toda obra de arte. Valorar una obra de arte
significa, en definitiva, medir, como diría Kandinsky, "su alcance
profético": su capacidad de hacer presente un mundo, de sacarnos de
nuestro propio mundo. Sacarnos dándonos un nuevo espacio, dándonos el habitar
en el mundo de sentido que ella ha fundado.
En
la obra y por ella, acaece no sólo un cambio en el interior del mundo, un
cambio en los entes intramundanos, un cambio óntico, sino que, al modificar la
apertura de lo ya abierto, al dilatarla y aquilatarla, acoge, instaura
acogiendo, la posibilidad misma de la manifestación del Ser en su dispensación
y su reserva. Manifestación que realiza una creación no ya en lo óntico sino en
lo ontológico: en el Ser aconteciendo mundo, en el mundo abriéndose
Cuaternidad.
La
obra de arte auténtica es, ella misma, la epifanía de un mundo aclarado por
ella y en ella preservado, o, para decirlo con las bellas palabras que
Heidegger escribe en homenaje al poeta Johan Peter Hebel:
El poeta concentra el mundo en
una palabra, la palabra que es sólo un reflejo de una dulzura retenida, sobre
la cual el mundo aparece como si fuera percibido por primera vez.
IV
Imaginemos,
para ejemplificar y cerrar este capítulo, partiendo de una imagen ponderada por
Heidegger, la figura de un templo elevado junto al mar. Un mar que, aunque no
nos sea dicho su nombre, conjeturamos que no puede ser otro que el Egeo, el mar
cuya transparencia es tal que su diafanidad parece reflejo de lo abierto.
El
templo alberga al dios en su interior y, ocultándolo, se manifiesta todo él
como recinto sagrado, como custodia de lo sagrado que protege al dios: como
reverencia y pudor. Su figura recibe relieve del lugar en que el templo se
emplaza, desde allí, desde las hendidas rocas, desafía y padece los embates de
la duración, del tempus del cual también es templum. Embates del tiempo y las
tempestades, las tormentas y las lluvias que pulen sus piedras como los
mortales sus escalones. Las piedras reciben del sol el resplandor que ellas
reflejan, pero, también el templo hace la luz más radiante, el cielo más hondo,
más oscura la oscuridad nocturna, más mortal el paso de los mortales. Su
hierático erguirse domina sobre el mar y su fijeza da relieve al flujo y
reflujo de las ondas, su silencio ahonda el rumor del agua o el furor de las
olas. El templo transforma a lo que rodea y lo que lo rodea, la tierra misma,
le da su forma. El sitio contribuye a la obra y esta, a su vez, por un juego de
relaciones y oposiciones, da valor al lugar: lo enciende e irradia. Todas las cosas de este mundo son lo que
son porque se destacan sobre la oscuridad de un fondo, nacen de él y a él se
relacionan. El fondo que los griegos llamaron physis y que Heidegger llamó
tierra. La obra de arte establece y nos revela el mundo en que estamos, al
mismo tiempo que nos hace atentos a la tierra, la tierra que eclosionando se
arropa mundo. Mundo y tierra que desnudan su esencia en la obra de arte. ¿Qué
establece la obra?: La obra mantiene abierto lo abierto del mundo y en lo
abierto funda el hombre su morada... La obra instaura el mundo sobre la tierra,
sólo entonces aparece el mundo como suelo natal. La tierra, nos respondió
Heidegger y lo volverá a repetir, es "lo natal", el suelo donde
fundar morada, desde la cual "brotar", "habitar
poéticamente". Porque, en realidad, Heidegger nos está hablando de
nosotros mismos, de nosotros a quienes, citando a Hebel, nos dice: Nos guste o
no aceptarlo, somos plantas que, sostenidas por la raíz, debemos surgir de la
tierra para poder florecer en el espacio y dar frutos en él.
Fuente:
Citas de Martin Heidegger:
«Weil
ein Wortklang des echten Wortes nur aus der Stille entspringen kann...» («Un resonar de la palabra
auténtica sólo puede brotar del silencio»)
«Das Wesensverhältnis zwischen Tod und Sprache blitzt auf, ist aber noch
ungedacht» («La relación esencial entre muerte y lenguaje centellea, pero aún
no está pensada»)
«Das Heilige ist durch die Stille des Dichters hindurch in die Milde des
mittelbaren und vermittelnden Wortes gewandt» («Lo sagrado, a través del
silencio del poeta, se transforma en la benignidad de la palabra mediata y
mediadora»)